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– Sí -respondió su esposa, sumisa.

– En alguna ocasión se ha quedado tumbada en una habitación a oscuras durante una semana entera -continuó Olof Strandgård-. Sin contestar cuando le hablaban. En esos casos, hemos cuidado de las niñas, y el chico le daba de comer a Sanna con una cuchara, como si fuera una niña.

Hizo una pausa mirando fijamente a Anna-Maria.

– No hubiera podido quedarse con las niñas si no hubiera sido por la ayuda de la familia -añadió.

«De acuerdo -pensó Anna-Maria-. Realmente quieres convencernos de lo frágil y débil que es. ¿Por qué? Una familia de bien como vosotros debería silenciar esos temas.»

– ¿Las niñas no tienen padre?

Olof Strandgård suspiró.

– Claro que sí -respondió-. Sanna sólo tenía diecisiete años cuando tuvo a Sara. Y yo… -sacudió la cabeza al recordar lo pasado-… yo insistí en que se casaran, aunque fueran tan jóvenes. Pero la promesa ante Dios no le impidió al marido abandonar a la esposa y a la niña cuando Sara sólo tenía un año. El padre de Lova fue una debilidad esporádica.

– ¿Cómo se llaman? Queremos ponernos en contacto con ellos -inquirió Sven-Erik.

– Claro que sí. Ronny Björnström, el padre de Sara, vive en Narvik. Creemos. No tiene contacto con su hija. Sammy Andersson, el padre de Lova, murió en un trágico accidente de moto hace unos dos años. Iba por un lago a finales de invierno y el hielo se rompió. Una historia horrible.

«Si no quiero hacérmelo en este bonito sillón…», pensó Anna-Maria levantándose trabajosamente.

– Disculpen, pero tengo que ir al… -dijo.

– En el recibidor, a la derecha -respondió Olof Strandgård, levantándose mientras ella dejaba la sala.

El baño estaba igual de limpio que el resto de la casa. Había un aroma artificial a flores. Seguramente sería el perfume que había en alguno de los sprays encima del armario. Dentro de la taza había un colgante con algo azul que coloreaba el agua cuando se tiraba de la cadena.

– Estamos muy preocupados porque Rebecka Martinsson se haga cargo de las niñas -dijo Olof Strandgård cuando ella volvió a sentarse en el sillón-. Probablemente estén impresionadas y asustadas por todo lo que ha sucedido. Necesitan seguridad y tranquilidad a su alrededor.

– La policía no puede hacer nada al respecto -respondió Anna-Maria-. Su hija es su madre y si las ha dejado con Rebecka Martinsson…

– Pero yo digo que Sanna no es responsable de sus actos. Si no hubiera sido por mí y por mi esposa, hoy no hubiera tenido la tutela de las niñas.

– Eso tampoco es asunto de la policía -respondió Anna-Maria de forma neutral-. Son los servicios sociales y el tribunal administrativo provincial quienes deciden quitarle la tutela a los padres, si lo consideran procedente.

De golpe desapareció la suavidad en la voz de Olof Strandgård.

– Así que no podemos esperar ninguna ayuda por parte de la policía -dijo cortante-. Naturalmente que me pondré en contacto con los servicios sociales si es necesario.

– ¿Es que no lo entienden? -exclamó Kristina Strandgård de pronto-. Rebecka ya ha intentado antes dividir a la familia. Hará cualquier cosa para poner a las niñas en nuestra contra. Igual que hizo antes con Sanna.

Lo último se lo dijo a su marido. Olof Strandgård estaba sentado, con las mandíbulas apretadas, mirando a través de la ventana de la sala de estar. Su postura era rígida y tenía las manos entrelazadas.

– ¿Qué quiere decir «antes con Sanna»? -preguntó Sven-Erik con suavidad.

– Cuando Sara tenía tres o cuatro años Sanna y Rebecka Martinsson compartían piso -continuó Kristina Strandgård con esfuerzo-. Intentó dividir a nuestra familia. Y es una enemiga de la Iglesia y del trabajo de Dios en la ciudad. ¿No entienden lo que sentimos al saber que las niñas están a su merced?

– Lo entiendo -respondió Sven-Erik para congraciarse-. ¿De qué manera intentó dividir a la familia y combatir a la Iglesia?

– Haciendo…

Una mirada de su marido hizo que se mordiera los labios y no acabara la frase.

– ¿Haciendo qué? -inquirió Sven-Erik, pero la cara de Kristina Strandgård se había convertido ya en piedra, y posó la mirada sobre la brillante superficie del cristal de la mesa.

– No es culpa mía -dijo con la voz rota.

Lo repitió una y otra vez con la mirada sobre la mesa, sin atreverse a mirar a Olof Strandgård.

– No es culpa mía, no es culpa mía.

«¿Se defiende ante su marido o lo está acusando?», pensó Anna-Maria.

Olof Strandgård recuperó sus suaves maneras. Había puesto la mano sobre el brazo de su esposa y ella se calló y luego se levantó.

– Creo que es más de lo que podemos aguantar -le dijo a Anna-Maria y a Sven-Erik, y con ello la conversación se dio por acabada.

Cuando Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella salieron de la casa se abrieron las puertas de dos coches que estaban aparcados en la calle. De ellos se bajaron dos periodistas, un hombre y una mujer, equipados con micrófonos tapados con gruesas fundas de lana. A ella le pisaba los talones un cámara.

– Anders Grape, emisora local de Sveriges Radio -se presentó en cuanto llegó hasta ellos-. Han detenido a la hermana del Chico del Paraíso. ¿Algún comentario?

– Lena Westerberg, de TV3 -dijo la que iba acompañada del cámara-. Ustedes fueron los primeros en llegar al lugar del crimen. ¿Pueden decirnos qué vieron?

Sven-Erik y Anna-Maria no contestaron. Se metieron en el coche y se fueron de allí.

– Tienen que haberles pedido a los vecinos que les avisaran cuando apareciéramos nosotros -dijo Anna-Maria viendo en el retrovisor cómo los periodistas iban hacia la casa de los padres y llamaban a la puerta.

– Pobre mujer -exclamó Sven-Erik cuando giraron por la avenida Bäver-. Es todo un personaje ese Olof Strandgård.

– ¿Te has dado cuenta de que nunca ha nombrado a Viktor por su nombre? Siempre decía «muchacho» o «chico» -dijo Anna-Maria.

– Tenemos que hablar con ella alguna vez cuando él no esté en casa -dijo Sven-Erik, pensativo.

– Ve tú -respondió Anna-Maria-. Tienes buena mano con las mujeres.

– ¿Por qué a tantas mujeres bonitas les pasa eso? -preguntó Sven-Erik-. Se prendan de hombres que no valen la pena y luego continúan siendo prisioneras en su propia casa cuando los hijos ya se han ido.

– No sólo les pasa a las mujeres bonitas -respondió Anna-Maria de forma seca-. Pero las mujeres guapas llaman la atención de todos.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Sven-Erik.

– Estudiar el álbum y las cintas de vídeo de la iglesia -respondió Anna-Maria.

Miró a través de la ventanilla del coche. El cielo estaba encapotado. Cuando la luz del sol no podía atravesar las nubes era como si los colores desaparecieran y la ciudad se convirtiera en una fotografía en blanco y negro.

– ¡Pero esto es inaceptable! -dijo Rebecka mirando a través de la puerta de la celda cuando el agente la abrió y dejó que Sanna Strandgård saliera al pasillo.

La celda era estrecha y las paredes de piedra estaban pintadas de un beige indefinido con pinceladas negras y blancas. No había muebles en la pequeña habitación, sólo un sencillo colchón en el suelo con una funda de papel. Desde la ventana de cristal reforzado se veía un camino y una casa de viviendas de alquiler con la fachada de planchas de color verde. La celda desprendía la acidez típica de las borracheras y la suciedad.

El guardia acompañó a Sanna y a Rebecka a una sala para que hablaran. Había tres sillas y una mesa delante de una ventana. Mientras las mujeres se sentaban, el guardia revisó las bolsas con ropa y otras cosas que Rebecka había llevado.

– Estoy contenta de que me dejen estar aquí -dijo Sanna-. Espero que no me lleven a la cárcel de verdad, en Luleå. Por las niñas. Tengo que verlas. Hay celdas amuebladas, pero todas estaban ocupadas, así que de momento me han metido en la celda de los borrachos. Aunque es práctico. Si alguien vomita, no hay más que sacar la manguera y echar agua. Estaría bien hacer lo mismo en casa. Sacas la manguera, echas agua y haces la limpieza de la semana en un minuto. Anna-Maria Mella, ya sabes, la bajita que está embarazada, dijo que hoy me darían una celda de las normales. Hay bastante luz. Desde la ventana que hay en el pasillo se puede ver la mina y el monte Kebnekaise. ¿Te has dado cuenta?