—Grimya, hay algo que debes saber. Shalune e Inuss... están muertas.
El trueno volvió a sonar, y los ojos del animal se ensombrecieron.
«Lo sé.»
—¿Lo sabes? —Índigo la miró con sorpresa.
«Sí.» Grimya hizo una pausa, y luego añadió con tristeza: «El agua arrastró sus cuerpos a la orilla durante la noche. Las sacerdotisas dicen que se convertirán en hushu. Pero, Índigo, todavía hay más. Yima...».
—Sé lo de Yima; sé lo que intentaba hacer. Shalune me contó toda la historia.
«Pero la han capturada, Índigo. Van a matarla, ¡y es culpa mía!»
—¿Culpa tuya? —Grimya fue a explicarse, pero Índigo la interrumpió alzando ambas manos—. No, Grimya, espera, espera. Debemos juntar todas las piezas desde el principio, o lo volveremos todo aún más confuso.
«Quizá no habrá tiempo. ¡Yima y su compañero morirán al ponerse el sol, y las ceremonias ya han empezado!»
Índigo miró rápidamente en dirección al otro extremo del lago, pero el zigurat situado en la otra orilla resultaba invisible bajo la cortina de agua y oscuridad. Durante una breve tregua en la tormenta, el sonido de los cantos de las mujeres flotó débilmente sobre las aguas por encima del siseo de la lluvia, y fue entonces cuando su mente se dio cuenta de lo que significaban.
—¿Cuánto falta para el crepúsculo? —inquirió con voz tensa.
«No lo sé; la tormenta hace que me resulte imposible saberlo. Creo que aún deben de faltar dos horas o más hasta el anochecer. Pero si hemos de hacer algo...»
—No —volvió a interrumpirla Índigo—. Hay tiempo. Penetremos en el bosque, busquemos refugio, y luego juntemos nuestros respectivos relatos. Es vital que cada una disponga de toda la información.
Se pusieron en pie y corrieron a trompicones bajo el diluvio en dirección a los árboles. Una vez allí, refugiadas bajo la amplia copa de un gigante de hojas enormes, procedieron a relatar lo sucedido a cada una, y toda la fea historia salió a la luz. Grimya explicó su descubrimiento de que otra candidata sustituía a Yima, y cómo, temiendo por la seguridad de Índigo, se había dirigido a Uluye, desesperada, en busca de ayuda. Relató la historia de la captura de Yima y Tiam, y la sentencia de Uluye de que debían ser ejecutados para apaciguar a la Dama Ancestral.
«Está dispuesta a matar a su propia hija», dijo la loba llena de aflicción. «No lo comprendo, Índigo... ¡No comprendo cómo puede hacer algo tan horrible!»
—¡Ah, pero yo sí! —repuso la joven, sombría—. Y eso forma parte de mi historia. Verás, he descubierto cuál es la naturaleza del demonio que buscamos, y no se trata de la criatura que se llama a sí misma Dama Ancestral.
«¿No lo es?»
—No. En realidad, la Dama Ancestral es esclava de este demonio, Grimya; y también lo son todas sus mujeres, y los habitantes de la Isla Tenebrosa que le deben fidelidad.
Y contó a la loba lo acaecido en el reino de la Dama Ancestral. Grimya la escuchó con los ojos muy abiertos, sin interrumpirla, y, cuando la muchacha finalizó su relato, la loba gimoteó en voz baja.
—¿El de... monio es el miedo? —Lo dijo en voz alta, y se percibía gran preocupación en su voz—. Pero ¿cómo podemos vencer a eso, Índigo? El miedo carece de cuerpo; no es algo que ssse pueda ca... apturar y matar. Todos los otros... el Charchad y la ssserpiente devoradora, incluso el demonio de Bruhome... eran cosas, y podíamos verrr-los y enfrrrentarnos a ellos.
—Lo sé. Pero creo que se lo puede vencer, Grimya, aunque ahora me doy cuenta de que tendremos que utilizar armas muy diferentes de las que hemos utilizado hasta hoy.
—Índigo clavó la mirada en los preocupados ojos de la loba—. ¿Recuerdas lo que me dijiste no hace mucho, sobre los aspectos en que yo había cambiado desde que empezamos a viajar juntas?
—Eso crrr... eo.
—Ese día me preguntaste si creía seguir poseyendo el poder de cambiar de aspecto. Bien, ahora conozco la respuesta. La descubrí por casualidad cuando la Dama Ancestral intentó utilizar esas tres imágenes contra mí: Némesis, el Emisario y mi propia personalidad de lobo. Cuando hice desaparecer la imagen del lobo, cuando se la arrebaté a ella, supe que, aunque formaba parte de mí y siempre lo haría, ya no podía utilizarla. —Sonrió entristecida—. Es como tú dijiste: el cachorro deja atrás sus juegos cuando ya no le sirven para aprender. No necesito transformarme en lobo para derrotar a este demonio. Creo que ahora he aprendido cómo invocar otros poderes.
—¿Otros poooderes? —inquirió Grimya con expresión vacilante.
—No estoy muy segura de poder explicártelo; ni siquiera estoy segura de poder explicármelo a mí misma. Simplemente... lo percibo, Grimya. Algo ha cambiado; algo muy fundamental. —Levantó los ojos hacia el cielo, y reprimió un escalofrío que la recorrió a pesar del sofocante calor—. Ese día, también dijiste que tenías la impresión de que tal vez Némesis me tenía miedo ahora. Eso no es cierto; al menos no en la forma que tú querías decir; pero me parece, Grimya, me parece, que yo ya no tengo motivos para temer a Némesis. Carece de poder real sobre mí; sólo posee el poder que yo he sido lo bastante estúpida como para permitirle usurpar.
—No comprrren... do —dijo Grimya meneando la cabeza.
—No.
Índigo comprendió lo inútil de intentar expresar lo que sentía en palabras que tuvieran sentido. Las palabras no podían transmitirlo; la sensación —la convicción— era demasiado informe. No obstante, era una convicción, y, al intentar desafiarla y vencerla, la Dama Ancestral le había hecho, sin querer, un gran servicio. Si pudiera aferrarse a lo aprendido, aferrarse a ello y utilizarlo, entonces podría derrotar al demonio y salvar las vidas de Yima y Tiam.
«Sí», pensó. Ése era el imponderable. Todavía tenía que poner a prueba su poder, y quedaba muy poco tiempo. Pero en su cerebro empezaba a tomar forma el esquema de una estrategia y, con la ayuda de Grimya, estaba segura de poder prepararse con la suficiente rapidez para lo que debía hacer. Pobre Grimya; la loba se culpaba a sí misma por la situación en que se encontraba Yima, y se sentía terriblemente culpable y avergonzada. Movería montañas y bosques, si pudiera, para corregir lo que consideraba una traición.
—Grimya —dijo, volviéndose otra vez hacia la loba—, ¿sabes cuántas sacerdotisas siguen en la ciudadela?
—No lo... sssé. Muy pocas, creo. La mayoría está con Uluye en la orilla.
—¿Crees que nos sería posible llegar a las cuevas sin ser vistas? ¿Podrías encontrar una ruta?
Grimya lo meditó unos instantes antes de responder:
—Sssí, puedo hacerlo. Y la tormenta nos lo hará más fácil. —Parpadeó—. ¿Qué pía... neas, Índigo? ¿Ayudará a Yima?