Índigo vaciló.
—No puedo asegurarlo, Grimya —dijo al fin—. Es una empresa arriesgada. Pero, sí... Si funciona, espero que Yima y Tiam queden libres por la mañana.
La lluvia amainaba cuando salieron de entre los árboles, aunque todavía caía con intensidad. Los relámpagos brillaban intermitentes ahora, y los truenos resultaban menos ensordecedores; la tormenta se alejaba tan deprisa como había llegado, y Grimya estaba ansiosa por apresurarse antes de que perdieran la ventaja que les ofrecía de pasar inadvertidas. Al no haber ninguna otra ruta al interior de la ciudadela que no fuera la amplia y descubierta escalera, se necesitaba tiempo y una gran cautela para llegar a su destino, y Grimya se acercó a hurtadillas al zigurat para reconocer el terreno, mientras Índigo aguardaba en el límite del bosque la señal para que la siguiera.
A pesar de la tormenta, las ceremonias de la orilla del lago habían continuado sin pausa, y la multitud de espectadores había aumentado hasta lo que parecía una gran muchedumbre. La gente permanecía de pie empapada y melancólica, formando filas, silenciosa, asustada, en un número que llegaba hasta el bosque por lo que pudo ver la loba. En la plaza, una nutrida camarilla de sacerdotisas formaba un semicírculo alrededor de Uluye, que las presidía como una estatua macabra desde lo alto de la roca del oráculo, sin prestar atención a la lluvia que caía sobre ella, absorta en la marcha de las ceremonias. Las horrorosas estructuras de madera seguían vacías, pero la atmósfera poseía un carácter inquietante, que la tormenta no había hecho nada por reducir.
Grimya vio que algunas de las mujeres estaban a punto de iniciar un recorrido alrededor del lago. Este ritual sería muy diferente de su acostumbrada procesión nocturna, ya que transportaban ofrendas en forma de comida, adornos, ropas — ofrendas traídas quizá por los aldeanos—, para ser arrojadas a las aguas en un intento de aplacar a su encolerizada diosa. Antes de que las mujeres se pusieran en marcha, se entonó un cántico agudo que helaba la sangre, y, mientras la
208
atención de los presentes se concentraba en esto, Grimya llamó a Índigo telepáticamente.
«¡Ven ahora, pero rápido! La lluvia casi ha cesado, y veo cómo el cielo se torna más claro. Corre hasta el hueco de la escalera... Te espero allí.»
Cubierta con la negra túnica, Índigo resultaba casi invisible mientras se acercaba corriendo a gachas desde el bosque. Se reunió con Grimya y, en tanto hacía una pausa para recobrar el aliento, ambas volvieron la mirada con inquietud hacia la escena de pesadilla que se desarrollaba en la orilla.
«Todavía no han bajado a Yima y a su compañero de la ciudadela», transmitió Grimya. «No sé dónde los tienen, pero deben de tener centinelas. Tendremos que ir con mucho cuidado.»
«De todos modos, no creo que debamos arriesgarnos a aguardar», dijo Índigo. «Puede que no los saquen hasta el último momento.»
Grimya alzó la cabeza para examinar la escalera que se elevaba sobre ellas.
«No se ve a nadie allá arriba en estos momentos. Si hemos de ir, creo que debemos hacerlo ahora. Los primeros tramos de escalera serán los más peligrosos. Si somos capaces de llegar al primer nivel de cuevas, resultará mucho más fácil ocultarse.»
«Entonces vayamos ahora, mientras tienen la atención puesta en otra cosa.»
Abandonaron su escondite, e Índigo se permitió una rápida ojeada a su espalda; luego, cuando Grimya le informó que el camino estaba despejado, se volvió hacia la escalera e inició el ascenso, moviéndose todo lo rápido que se atrevía sobre aquella superficie húmeda y resbaladiza. La lluvia había cesado casi por completo ya y, tal y como la loba había advertido, el cielo empezaba a clarear por el oeste a medida que las nubes de tormenta se alejaban. Consciente de que en cuestión de minutos resultarían claramente visibles desde abajo, alcanzaron el primer saliente y ascendieron el segundo y luego el tercero de los tramos de escalera. Al posar el pie en la cuarta escalera, Índigo empezó a pensar que a lo mejor conseguirían llegar a los niveles superiores sin encontrarse con nadie, cuando, de improviso, Grimya le transmitió una frenética señal de alarma.
«¡Índigo! ¡Túmbate, rápido!»
El instinto impulsó a Índigo mucho antes de que su mente consciente reaccionara, y se arrojó boca abajo sobre la escalera, en un punto donde el parapeto era lo bastante alto como para ocultarla a la vista. Grimya, con el estómago pegado a la piedra, retrocedió a gatas y atisbo con cautela por el extremo del parapeto; un involuntario gemido apenas audible escapó de su garganta.
A los pocos instantes, la pequeña procesión apareció ante ellas, e Índigo aspiró con fuerza. Cuatro sacerdotisas, con lanzas en las manos y rostros pétreos como las rocas del zigurat, recorrieron el saliente situado justo debajo de ellas y se dirigieron a la escalera por la que ellas acababan de subir. En el centro del grupo, dos figuras vestidas tan sólo con unas cortas ropas de algo parecido a tela de saco y con fetiches colgando por todas partes, avanzaban despacio con aire de completa derrota, las cabezas inclinadas y los pies arrastrándose sobre la piedra. Aunque jamás lo había visto antes de ahora, Índigo supo que el muchacho debía de ser Tiam. En la mejilla izquierda mostraba un oscuro cardenal que se iba extendiendo cada vez más, y el ojo situado sobre él estaba hinchado y casi cerrado por completo. El rostro de Yima quedaba oculto por el velo de su suelta melena, pero Índigo escuchó su rápida respiración entrecortada cuando los dos cautivos, cogidos de la mano, pasaron cerca de ella junto con su escolta.
El grupo descendió por la escalera; lo último que vio Índigo fueron las puntas de las lanzas de las sacerdotisas centelleando en la tenebrosa luz que descendía del cielo. Cuando desaparecieron de la vista, Grimya le transmitió apremiante:
«Esto significa que nos queda muy poco tiempo. ¡Lo que sea que vayamos a hacer, debemos hacerlo deprisa!»
Índigo contempló pensativa la escalera y las hileras de repisas que se alzaban sobre sus cabezas. Ahora que habían bajado a los prisioneros a la plaza, no le parecía muy probable que quedara nadie en la ciudadela; incluso aquellas que no tenían que tomar parte en la ceremonia, las muy ancianas y las muy jóvenes, se encontrarían entre la multitud de espectadores.
Reemprendieron la ascensión de la escalera, más deprisa ahora, pero sin dejar de estar ojo avizor por si se producía algún movimiento sobre sus cabezas.
«Grimya», dijo Índigo, «tengo que ir a nuestros aposentos para prepararme, y luego quiero que vayas al templo de la cima».
«¿Yo? ¿Al templo?» La voz mental de la loba sonaba perpleja.
«Sí. Creo saber la mejor manera de llevar a cabo lo que necesitamos hacer, y tu ayuda resultará vital.»
Y, rápidamente, le explicó el plan que empezaba a formarse en su cerebro. Grimya no se sentía muy satisfecha con la idea de no estar junto a Índigo, aunque sólo fuera por un momento. Si algo iba mal, dijo, quería estar con su amiga, para protegerla. Pero acabó cediendo, aunque de mala gana, y siguieron adelante a toda prisa hasta llegar al saliente más alto. Mientras la loba aguardaba en el exterior para vigilar, Índigo se introdujo a través de la cortina que cubría la entrada a la cueva del oráculo. No había ninguna lámpara encendida, pero la luz del exterior era cada vez más fuerte y veía lo suficiente para encontrar lo que necesitaba. Primero un rápido cambio de ropas, de la empapada túnica negra a las ropas de ceremonia del oráculo. Luego la corona del oráculo, que ante el alivio de Índigo seguía en su nicho en el fondo de la cueva. Su temor era que Uluye se la hubiera llevado, pero al parecer la Suma Sacerdotisa seguía respetando el tabú de no entrar en la cueva cuando no se encontraba en ella el oráculo.