Entonces... Índigo se detuvo y contempló su ballesta, que se encontraba entre el equipaje que había traído con ella a su llegada a la ciudadela, y que no había tocado desde ese día. No; no la cogería. Aunque se habría sentido mucho más segura con ella en las manos, era un objeto demasiado mundano; reduciría la imagen de poder sobrenatural con la que debía contar ahora. El cuchillo, en cambio, era otra cuestión, pues era lo bastante pequeño como para poder ocultarlo. Al menos tendría un arma física a mano si las cosas salían mal...
Estaba atando fuertemente la funda del cuchillo al fajín que le rodeaba la cintura cuando la voz mental de Grimya la llamó desde la repisa.
«Índigo, el cielo está despejado casi por completo y veo el sol. Se pondrá muy pronto. ¡Debemos darnos prisa, o será demasiado tarde!»
Había angustia en la voz de Grimya, e Índigo maldijo en voz baja. Necesitaba más tiempo para concentrarse y prepararse. El plan era improvisado, sus habilidades tan poco puestas a prueba... Incluso una hora más habría representado mucho. Pero nada podía hacer. Preparada o no, tenía que intentarlo, y no podía permitirse ni pensar en la posibilidad del fracaso.
Se metió la corona del oráculo bajo el brazo y abandonó la cueva. La luz del exterior la sobresaltó; la enorme masa de nubes de tormenta se perdía rápidamente por el este, y el globo anaranjado del sol flotaba justo sobre los árboles en un cielo pálido. Los muros del zigurat resplandecían, y la luz inundaba la plaza a sus pies. No mucho mayores que las hormigas desde esta distancia, las sacerdotisas se movían sobre la arena, y largas sombras se extendían desde sus apresuradas figuras. Un pequeño grupo volvía a encender las antorchas, cuyas ondulantes llamas parecían pálidas e insignificantes bajo el brillante sol, mientras que un grupo mayor se iba reuniendo alrededor de la roca del oráculo, sobre la que se encontraba inmóvil una única figura, presidiendo la escena con aire meditabundo y vigilante. Apenas audible, el murmullo de los cánticos de las mujeres, subrayado por el ahogado golpear de tambores, se elevaba en el aire inmóvil.
Índigo sintió un nudo en el estómago producido por el nerviosismo, y miró a
Grimya.
—Estoy lista. Deprisa... Sigue hasta el templo, y yo descenderé hasta la plaza.
—Ten cui... dado —la instó la loba—. Ahora que la luz vuelve a brillar, si alguien le... vanta la cabeza...
—Lo sé, querida mía, y tendré muchísimo cuidado. Pero me parece que tienen otras preocupaciones. Estaré bien.
Contempló cómo la loba corría por la repisa en dirección al último tramo de escalera que conducía a la cima del zigurat y, dando media vuelta, se puso en marcha en dirección opuesta.
El silencio tras el estrépito de la tormenta resultaba espectral; incluso los sonidos de los rituales que continuaban celebrándose allá abajo parecían incapaces de afectar el vasto silencio que rodeaba al mundo. Sin embargo, a pesar de la limpia atmósfera, Índigo tuvo la impresión de que no había suficiente aire en el mundo para hacer posible la respiración. Descendió los primeros tres tramos de escalera sin incidentes, y se detuvo en el primer peldaño del cuarto para enviar un rápido mensaje a Grimya, que se encontraba en la cima. La loba le aseguró que todo iba bien; satisfecha, Índigo siguió bajando...
Y se paró a medio camino, cuando de repente sufrió un ataque de algo parecido al pánico. No podía hacer esto..., no saldría bien. Era imposible. No tenía el poder...
«¡Sí, sí que lo tienes!» Sepultó en su cerebro la salvaje negación y, aferrando el pánico, se hizo con él y lo aplastó. El demonio intentaba alimentarse de sus puntos flacos; ¡no debía ceder! Recuperó el control, bajó la mirada en dirección a la masa de gente reunida abajo, y siguió descendiendo a toda prisa.
La suerte —o puede que algo más que la suerte— la acompañaba, ya que llegó al último escalón sin problemas y se agachó bajo el hueco de la escalera, agradecida de encontrarse por fin a salvo de la mirada de cualquiera que pudiera haber dirigido la vista hacia el zigurat. El pánico seguía allí, intentando aún aprisionarla, pero utilizó su fuerza de voluntad para reducir su respiración a un ritmo normal, y para que sus manos no temblaran cuando levantó la corona del oráculo y se la colocó con cuidado sobre la cabeza. Curiosamente, parecía menos pesada que en ocasiones anteriores. Hecho esto, buscó mentalmente a Grimya.
«¿Estás lista?»
«Sí», fue la respuesta que recibió. «Estoy lista. Sólo espero que me des la orden.»
Índigo levantó los ojos hacia el cielo y arrojó fuera de sí la última de sus reticencias. Aunque carecía de lógica para apoyar su convicción, estaba segura de poder conseguir lo que se había planteado realizar. Había aprendido varias lecciones valiosas en el reino de la Dama Ancestral, y una de ellas era lo disparatado de subestimar el propio poder. Cerró los ojos y concentró su voluntad. Visualizó el rostro cadavérico de la Dama Ancestral, enmarcado por su envoltura de cabellos negros, y sus ojos, más negros que la noche, más negros que las profundidades del espacio, con su aureola plateada brillando fría y espectral. La imagen vino a su mente con sorprendente facilidad, casi como si su conciencia hubiera estado esperando este momento, como un actor que aguardara entre bambalinas la señal que marca su entrada, Índigo sonrió para sí y pensó: «Bien, señora; ésta es la prueba más importante de todas».
Sus palabras no iban dirigidas a la Señora de los Muertos, ni tampoco creía que ella la estuviera escuchando; al menos no aún. Pero el vínculo formado en el oscuro mundo subterráneo seguía existiendo... y ahora Índigo recurría al poder latente en ese mundo, llamándolo a su presencia, creándolo, dándole forma, concentrándolo. En su cerebro, las sombras se amontonaban y arrastraban, y, bajo un fondo de suaves y sibilantes siseos, un coro de voces diminutas susurraba: «nosotros somos ella... ella es nosotros... nosotros somos ella... ella es nosotros...». Mentalmente, extendió una mano hacia ellos... y sintió cómo sus dedos tocaban la reluciente fuerza eléctrica del poder en su esencia más pura.
«¡Ahora, Grimya!», gritó en silencio. «¡Ahora!»
En la cima del zigurat, en el borde del imponente farallón, Grimya sintió cómo se le erizaba el pelaje del lomo desde el cogote a la cola mientras la excitación, el nerviosismo y una sensación de furiosa determinación brotaban de su interior. Recortándose contra el cielo, levantó la cabeza, aspiró con fuerza...
Y el desafiante, ululante aullido de un lobo resonó ensordecedor en la plaza situada allá abajo.
CAPÍTULO 21
Quinientos rostros se volvieron hacia el cielo consternados, y Uluye salió de su semitrance con una sacudida que la estremeció de la cabeza a los pies y estuvo a punto de derribarla de la roca en que se encontraba. Sus asistentes intentaron ayudarla a recuperar el equilibrio, pero Uluye se las quitó de encima violentamente. Cuando los últimos ecos del aullido de la loba se apagaron, la mujer se dio la vuelta, encogida como una gata acorralada, y levantó los ojos a lo alto del zigurat donde se encontraba Grimya, recortándose en el brillante cielo.