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Uluye dio otro paso al frente... y se detuvo. La lanza se encontraba ahora a centímetros del corazón de la joven, pero Índigo no le dedicó ni una ojeada. Resultaba curioso: no sabía qué sucedería si Uluye se la clavaba. No tenía la menor duda de que la lanza la atravesaría, pero ¿qué sucedería entonces? ¿Qué pasaría si el corazón se partía en dos, o si sangraba y no había forma de detener la hemorragia? No podía contestar a estas preguntas; todo lo que sabía era que, le sucediera lo que le sucediera, no moriría. No estaba dispuesta a morir... y, además, estaba segura de que no se llegaría a eso.

Uluye la miraba a los ojos, los labios curvados en una fría sonrisa.

—¿Tienes miedo ahora, oráculo; ahora que se acerca el momento en que tu alma va a ser enviada a su destrucción?

—No —respondió Índigo.

—En ese caso eres más estúpida de lo que creía. —Pero los ojos de Uluye contradijeron de repente la sonrisa; ésta era la señal que había estado esperando Índigo, el primer breve atisbo de una confianza que se tambaleaba—. ¿Sabes qué significa ser hushu? —continuó la mujer—. ¿No puedes imaginarte acaso lo que será para ti la vida en la muerte, cuando tengas que andar por el bosque cada noche, aullando a causa de un hambre y una sed que jamás pueden saciarse? ¿Sabes lo que es perder el alma, sabiendo al mismo tiempo que jamás morirás

realmente?

La lanza que empuñaba se estremeció de repente, por un instante; e Índigo comprendió que Uluye estaba desesperada.

—¡Oh, sí! —respondió con suavidad—. Puedo imaginarlo, ya que he visto cosas peores, y me he enfrentado a cosas también peores. Los hushu no me inspiran temor. No siento más que compasión por ellos. ¿No la sientes tú, Uluye? ¿No sientes compasión por Shalune e Inuss? —Se interrumpió el tiempo suficiente para comprobar la repentina y atemorizada tensión de los músculos del rostro de la Suma Sacerdotisa, y luego añadió con terrible dulzura—: ¿No sientes compasión por Yima?

Por un momento pensó que sucedería tal y como había rezado para que sucediese, ya que los ojos de Uluye se abrieron de par en par sorprendidos cuando, puede que por primera vez, la auténtica comprensión de lo que había hecho a su hija se abrió paso a través de las barreras que había erigido en su mente y la golpeó como un martillazo. Desesperado, el confundido cerebro de la Suma Sacerdotisa fue en busca de ayuda, de guía: «Mi señora, ¿puede ser esto verdad? He estado equivocada?».

Y, en la mente de Índigo, una corona plateada centelleó alrededor de unos ojos negros como las profundidades del espacio, y resonó la risa de la Dama Ancestral.

Uluye lanzó un tremendo alarido. Echando la cabeza atrás con tanta violencia que el enorme tocado de plumas se le torció, levantó la lanza en alto con ambas manos.

¡Demonio! —Sus ojos estaban enloquecidos por el terror y el odio—. ¡Demonio! ¡Te envío con los hushu, te maldigo, te condeno a la eternidad!

La lanza se abatió sobre Índigo, directa a partirle el corazón..., y Grimya surgió como una bala de detrás de la hilera de mujeres que cantaban: un rayo gris que recorrió la arena y se arrojó de un salto con un gruñido furioso contra la garganta de Uluye. La lanza cayó de las manos de la Suma Sacerdotisa girando como una peonza mientras la mujer se desplomaba en el suelo bajo el ataque de la loba, y la rabia de Grimya fue a estrellarse en la mente de Índigo como una ola contra un acantilado: «matar, la mataré, la mataré...».

¡Grimya, no! —Liberando los brazos de las manos de sus capturadoras, Índigo se precipitó sobre la loba e intentó sujetarla por el cogote—. ¡No lo hagas, no la mates!

De alguna forma, consiguió introducir la orden por entre la furia asesina que dominaba la mente de Grimya, y ambas rodaron sobre la arena, con Uluye caída en el suelo a menos de un metro de distancia.

Mientras conseguía arrodillarse algo tambaleante, sin dejar de sujetar a la loba por el pelaje, Índigo tuvo la impresión de que ella, la loba y Uluye se habían convertido de repente en las únicas protagonistas de un sorprendente ritual cuyas reglas ninguna de ellas comprendía por completo. Ó quizá sería más apropiado decir: actrices de una obra de teatro todavía por escribir. Pensó que las otras sacerdotisas irían en ayuda de su líder, pero no lo hicieron; en lugar de ello, habían retrocedido aún más, formando un apretado y asustado semicírculo a una prudente distancia. Por mucho temor que les inspirase su Suma Sacerdotisa, sentían ahora mucho más terror del oráculo y su compañera.

Uluye empezó a moverse. Grimya le mostró los dientes y volvió a gruñir, pero Índigo la zarandeó, diciendo:

—¡No, Grimya! Déjala. —Y, volviéndose hacia Uluye, añadió—: Ya sabes que posee el poder de hablar como los humanos y de comprender lo que se le dice. Me obedecerá.

Uluye se incorporó. La loba había hecho jirones su enorme tocado en sus esfuerzos por localizar la garganta de la sacerdotisa, y, con mano temblorosa, Uluye empujó los restos a la parte posterior de su cabeza, donde quedaron colgando de la aceitada maraña de sus cabellos. Le sangraban la oreja y el hombro derechos, pero o no se dio cuenta o no le importó.

También Índigo se incorporó, observando a su adversaria con atención. Había cometido un error de cálculo, y era un error que no podía permitirse repetir. Los siguientes minutos, pensó, serían trascendentales.

—Uluye —empezó a decir—, no soy tu enemiga. —La sacerdotisa emitió un desagradable sonido ahogado y gutural, e Índigo sacudió la cabeza—. Tienes que creerlo; tienes la evidencia. —Señaló a la loba, que, aunque se mostraba más tranquila ahora, en cuanto la muchacha la soltó había ido a colocarse como un centinela entre las dos mujeres, en actitud tensa y protectora—. Grimya podría haberte matado hace un instante. Lo habría hecho si yo no la hubiera llamado. Pero la llamé. ¿Te habría perdonado la vida una enemiga, Uluye? —Le dedicó una leve sonrisa irónica—. ¿Me habrías perdonado la vida si la situación hubiera sido a la inversa?

Vio la respuesta a sus palabras en los ojos de Uluye, el destello de enojado resentimiento. Pero el momento de peligro había pasado, Índigo se dijo que debía hablar ahora, antes de que el orgullo de Uluye volviera a hacerse con el dominio y perdiera la ventaja obtenida.

—Señora... —utilizó la fórmula ceremonial con que se había dirigido a la Dama Ancestral, al tiempo que realizaba el gesto ritual que era una señal de profundo respeto entre iguales, y vio cómo los ojos de Uluye se entrecerraban en cautelosa sorpresa—, no soy vuestro oráculo. Jamás lo he sido. La Dama Ancestral intentó hacerse con el control de mi mente y utilizarme tal y como os controla y utiliza a ti y a tus sacerdotisas, y a todos aquellos que le prestan fidelidad. No tuvo éxito, porque no consiguió obligarme a tenerle miedo. Lo intentó... —Sus ojos adquirieron de repente una expresión retraída, y los clavó en la arena bajo sus pies—. Querida Madre Tierra, lo intentó... pero fracasó, porque

descubrí que no tenía ningún motivo para temerla.

»Eso, Uluye —volvió a levantar la cabeza—, es tu mayor error, y tu mayor carga. Amas a tu diosa; lo sé, lo he visto. Pero tu amor ha quedado pervertido y deformado por el terror que le tienes..., terror que te impulsa a sacrificarle la vida de tu propia hija en un intento desesperado de probar tu fe. ¿Qué clase de perfidia debe infectar a una deidad capaz de exigir tal precio? La Dama Ancestral no es malvada... Tú eres su sacerdotisa y lo sabes mejor que yo. Así pues, ¿cómo puedes pensar, cómo puedes creer ni por un momento que la prueba de tu amor por ella exija que mates a Yima?