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De la boca de Jacky DeLucca salían las palabras a torrentes y estaba tan agitada que casi parecía haberse olvidado de mí. Pero ahora se limpió el rímel corrido de los ojos y me miró fijamente.

– Krista… Krissie… dijiste… eres su hija… quiero decir de Eddy Diehl, ¿no es eso? Tiene que ser una señal, que estés aquí… que hayas venido aquí, a verme…

Me apresuré a decir que tenía que marcharme. Aquella mujer rubicunda con el pelo crespo teñido de color remolacha me estaba dejando tan exhausta como si ella sola hubiera absorbido todo el oxígeno que había entre nosotras.

– No, corazón… ¡espera! No te vayas aún.

Jacky se levantó haciendo un gran esfuerzo y tambaleándose. Me obsequió con una dulce sonrisa tontorrona y un poco torcida, como si se dispusiera a abalanzarse sobre mí y besarme, pero con destreza, producto del pánico, la evité. La camisa masculina de franela se entreabrió y el enorme pecho izquierdo de Jacky -de un blanco lechoso y surcado de venas azules- casi se liberó por completo, como un apéndice supernumerario, alarmante al verlo tan de cerca. No quería que Jacky me abrazara, ni sentir aquellos pechos descomunales, semejantes a gomaespuma.

– Krissie, quédate un poco más. Eres una chica preciosa y bien educada, y además escuchas. Hay alguien que va a venir hoy… creo… se puede presentar en cualquier momento… podrías ayudarme, Krissie, podrías decirle «Jacky no está aquí en este momento», podrías decirle «Jacky está pasando unos días con su hermana en Port Oriskany». ¿Harías eso por mí, Krissie, corazón? Si te ve dentro de la casa, no intentará entrar, se quedará ahí, en la puerta de atrás, y le puedes decir que eres mi sobrina… y que tu madre está arriba… ¿harías eso por mí, Krissie? ¡Por favor! Hazlo también por Zoe.

Me asustó el apremio que sentí en la voz de Jacky. Comprendí que durante todo aquel tiempo había estado esperando a alguien por eso me quería con ella con su piel caliente y húmeda cubierta de sudor grasiento, con sus ojos suplicantes. El olor a ron era intenso, embriagador. Quería huir de Jacky y al mismo tiempo sentía el impulso de arrojarme entre sus brazos, de apretarme contra aquel cuerpo de gomaespuma. Tartamudeé de nuevo para decir que me tenía que marchar, que mi madre me echaría de menos y le preocuparía mi ausencia.

– Muchas gracias por la taza de chocolate, estaba muy rico… -dije-. ¡Y por las pastas! Las pastas estaban estupendas. Hasta la vista.

Jacky trató de abrazarme corriendo hacia la puerta con prisa un poco torpe, pero sorprendentemente ágil una vez que había sido capaz de ponerse en pie.

– ¡Krissie! ¡Sólo un abracito, corazón! Ahora somos amigas, ¿verdad que sí? Claro que sí.

En la puerta, Jacky consiguió apoderarse de mi brazo, de la parte superior de mi brazo, tan delgaducho, porque yo no había sido suficientemente rápida. Sus dedos resultaron tan fuertes como los dedos de un hombre. No traté de zafarme, sabía que me haría daño, y que en la piel de mi brazo quedarían las marcas de sus dedos. Con una risa muy sonora -una risa triste, llena de reproche- Jacky me besó en la coronilla y después me soltó.

– Krissie, prométeme que volverás a verme. Que vendrás a ver a tu amiga Jacky DeLucca.

No sé por qué, pero se lo prometí.

Salí al callejón medio corriendo. ¡Y luego seguí a toda velocidad! A través de charcos de barro donde pájaros negros habían estado chapoteando y bañándose, por la calzada sin asfaltar sembrada de desechos, donde, con el aire fresco y húmedo de la primavera, hasta la basura que se pudría bajo mis pies olía bien.

– ¿Krista? ¿Qué mancha es esa que tienes en el suéter?

Miré hacia abajo sintiéndome culpable: ¿era una mancha de chocolate? ¿O un lamparón de algo grasiento que había en la cocina de Jacky DeLucca? Algo así como una flor sucia, mi madre lo señaló con un gesto de repugnancia.

– Espero que no sea sangre. ¿Te has hecho algún corte?

– ¡No! Me…

– Parece sangre. ¡Ay, Krista! No me puedo fiar de ti, a pesar de lo mayor que eres. Ven aquí.

Mi madre me llevó a la fuerza hasta el fregadero, donde restregó frenéticamente el delantero de mi suéter con un paño húmedo, dando muestras de preocupación y regañándome. Vi que tenía torcida la raya del pelo, y que le aparecían algunas canas, sobre todo cerca del cuero cabelludo, nada como la cabellera glamurosa, bien teñida, de Jacky DeLucca. Y el olor de mamá -un olor áspero, severo, a un detergente de toda la vida- no era ni remotamente parecido al de Jacky DeLucca. En las semanas que siguieron al desalojo de mi padre, con nuestras vidas sumidas en la confusión, mi madre se comportaba a menudo de forma imprevisible con Ben y conmigo, y tan pronto estallaba indignada o manifestaba repugnancia, llorando por nuestros fallos como, de manera inexplicable, nos estrechaba contra su pecho como si fuésemos algo precioso para ella y muy vulnerable.

– Bueno, imagino que no es sangre, está saliendo. Al menos no te has hecho daño, Krista, dondequiera que hayas estado toda la tarde.

Con exasperada ternura mi madre me abrazó: se inclinó sobre mí y me abrazó, besándome con suavidad en la coronilla, en el mismo sitio donde me había besado Jacky DeLucca menos de una hora antes y, durante un largo momento, me retuvo con fuerza entre sus brazos trémulos.

Ahora ya somos amigas, ¿verdad, Krissie?

Prométeme que volverás, Krissie. Que vendrás a ver a tu amiga Jacky DeLucca.

15

– ¿Edward Diehl? Necesitamos hablar con usted.

Aquellas palabras, pronunciadas con severidad, cambiarían para siempre la vida de mi padre.

La destrucción de la vida de mi padre, que era la existencia -por completo ordinaria- de un varón estadounidense de aquella época y de aquel lugar, imposible de distinguir en sus aspectos externos de incontables cientos de miles de vidas de otros varones estadounidenses, es algo en lo que hubiéramos preferido no pensar las personas que lo queríamos.

Fue a primera hora: las siete y cuarto. La mañana del 13 de febrero de 1983.

El lugar, un sitio terriblemente público: el despacho de Eddy Diehl en Sparta Construction, 991 Reservoir Street, Sparta.

Dios, al menos, le había dejado descansar el domingo.

Lo había sabido, desde luego. Había sabido que la policía de Sparta se presentaría buscándolo. Lo supo tan pronto como oyó las noticias sobre Zoe.