Noticias tan asombrosas -tan horrorosas-, un golpe tal para Eddy Diehl, que, en un primer momento, no había sido capaz de hacerse cargo del todo. Como un borracho que se tambalea. Un borracho al que se le golpea en la cabeza con un mazo.
¿Zoe muerta? Pero… ¿cuándo?¿Por qué?
Repitiéndolo como si fuera un acertijo ¡Zoe ha muerto! ¡Zoe está… muerta!
No, no lo entendía. Tuvo que tomarse un whisky, dos whiskies… no hubiera podido funcionar de lo contrario.
En coche a todo lo largo del Black River. Conduciendo como un ciego, de manera temeraria. El cristal de la ventanilla bajado a medias a pesar del frío, con un viento helador azotándole el rostro surcado por las lágrimas, porque, de algún modo, era lo que necesitaba para lograr entender lo sucedido.
Una parte de su cerebro había quedado anonadada, pero otra, más astuta, entendió que si Eddy Diehl había «tenido relaciones» con Zoe Kruller, y otras personas lo sabían, porque era imposible que otros no lo supieran pese a los esfuerzos de ambos por mantener el secreto, la policía querría interrogarlo, pero no podía saber cuándo.
Si hubiera sido capaz de pensar con un poco más de calma, podría haberse presentado de manera voluntaria. Eso habría demostrado el deseo de Eddy Diehl de ayudar a la policía en su investigación, lo que habría sido un punto positivo para reconocer su inocencia.
Habría puesto de manifiesto el asombro y el dolor de Eddy Diehl ante la pérdida de Zoe Kruller.
Pero Zoe era una mujer casada, o lo había sido; y Eddy Diehl era un hombre casado con dos hijos pequeños. Sintió una compasión tan intensa por su mujer, mezclada con el sentimiento de culpabilidad, como el sabor de algo podrido y venenoso en la boca: ¡ah, qué terrible humillación para Lucille! ¡Cómo se avergonzaría! Lucille nunca sobreviviría a una cosa así, a la dimensión pública de haber sido engañada por su marido.
Porque Eddy Diehl sentía, sí, que había traicionado a su mujer. A su familia. Era un adúltero, había tenido otras relaciones sexuales con diferentes mujeres, de naturaleza más efímera, algunas incluso en una sola ocasión, pero no era el hecho del adulterio lo que le consternaba sino el hecho de que otros lo supieran, y de que Lucille quedara desprotegida, destrozada.
Y sus hijos: Ben, Krista. No había querido dejar a Lucille para vivir con Zoe aunque estaba enamorado de ella, no había podido aceptar la idea de renunciar a sus hijos. Era un adúltero, bebía mucho, era un tipo duro, según otros lo veían, desaprobándolo o con admiración, pero en su yo más profundo era padre, se tomaba la paternidad con la misma seriedad con que se la había tomado su padre, un deber sagrado, un lazo indestructible. Y lo que pensó, cuando recibió la llamada y colgó el teléfono poco después del mediodía de aquel domingo en el que Aaron había encontrado a su madre muerta, fue: Que Dios me libre sólo hoy de lo que me espera, mañana ya se verá…
Si se salvaba de que la policía fuese a buscarlo el domingo a su casa de Hurón Pike Road, en presencia de su mujer y de sus hijos, acompañaría de buen grado a los agentes el lunes por la mañana. Aunque no era creyente, en su desesperación le pareció posible aquel trato. De la misma manera que en Vietnam, en momentos de terror, había imaginado acuerdos semejantes con un Dios Padre remoto e improbable al que había dejado de tomarse en serio en la adolescencia.
En la puerta de su pequeño despacho de Sparta Construction había una placa de alguna sustancia sintética que imitaba la madera de nogaclass="underline" edward diehl, encargado. Qué orgullosa había estado Lucille de aquella promoción, del despacho, de la placa, al principio iba con frecuencia a visitarlo en su oficina, y había llevado a sus hijos, convirtiéndolo en un acontecimiento. Este es el despacho de papá, la mesa de papá. Mirad, ahí está el nombre de papá en la puerta…
Eddy Diehl renunciaría a aquel orgullo. Si se le concedía seguir siendo un hombre libre el domingo en que Zoe Kruller había encontrado la muerte.
– Nunca podré perdonarlo. Que permitiera que me enterase de la manera en que acabé por enterarme. Eso fue una traición.
De las muchas amargas acusaciones que mi madre haría contra mi padre una fue que, aunque era evidente que para la una y media de la tarde de aquel domingo ya se había enterado de la muerte de Zoe, se marchó de casa sin contárselo a ella.
De manera brusca, sin la menor explicación, salió de la casa y no dijo ni dónde iba ni cuándo volvería, aunque sin duda sabía que Edward Diehl iba a quedar implicado en la investigación de la policía.
De manera que permanecimos ignorantes de lo sucedido durante la mayor parte del domingo. Mi madre, Ben y yo. No teníamos ni idea de que, en algunos sectores, las noticias sobre el asesinato de Zoe Kruller se estaban extendiendo por Sparta como un fuego devorador, antes incluso de que la radio local lo anunciase y empezaran a emitirse comunicados por la televisión; una red de amigos, parientes, antiguos compañeros de instituto de Zoe y Delray se telefoneaban ya unos a otros con la asombrosa noticia. No una mujer asesinada en West Ferry Street sino Zoe Kruller asesinada en ese lugar donde había estado viviendo lejos de su familia.
Y en donde las exclamaciones de horror se mezclaban con los reproches Dada la vida que llevaba, algo así tenía que suceder…
A última hora de la tarde del domingo se empezaba a saber que Delray Kruller, el marido «distanciado», había sido conducido a la jefatura de policía de Sparta para interrogarlo sobre la muerte de su esposa y al llegar la noche empezaba a decirse que Delray había «confesado» ser el autor del asesinato.
No del asesinato, pero sí de «maltratar» a Zoe.
De esto no se informaría en los medios de comunicación excepto como rumor y resultaría ser falso. Pero Eddy Diehl lo creyó, por entonces. Su reacción había sido de horror, furia, sentimiento de culpa… Si Delray había matado a Zoe, era por él.
¡Delray! Ese hijo de puta… Tenía que haber estado borracho…
El maltrato que Zoe había estado recibiendo de aquel maldito cabrón…
Ahora sí que ha terminado de arreglarlo, qué pensaría que iba a solucionar con eso…
Eddy Diehl había tenido que marcharse de casa por lo muy afectado que estaba. Se llevó el jeep y un paquete de seis latas de cerveza Molson. Le había hecho creer a su mujer que algo había ido mal en una de las obras en marcha, y que su jefe lo había llamado para hacer una comprobación; era muy de Paul Cassano llamar a Eddy Diehl en momentos así -«emergencias»- y si Eddy no regresaba a tiempo para la cena del domingo, Lucille lo entendería.
A Lucille no le gustaría, pero lo entendería.
Porque en la construcción siempre se tropieza uno con algún obstáculo. Puede presentarse, de manera simultánea, más de un obstáculo con el que tropezar. Sobre todo cuando los electricistas empiezan a intervenir, cuando el edificio está a punto de terminarse. Fontaneros, techadores, electricistas. Cuantas más personas intervienen, mayor es la probabilidad de que surjan problemas. Lucille había llegado a resignarse, hasta cierto punto. Le preocupaba el humor de su marido, su estado de ánimo cuando Cassano lo llamaba los fines de semana, no protestaba porque Eddy tuviera que marcharse de buenas a primeras ni tampoco preguntaba -de ordinario- dónde había ido después de visitar la obra ni por qué había tardado tanto tiempo en volver a casa. A veces Eddy se tomaba unas copas con los clientes, salir a tomar unas copas era «trabajo» y estaba del todo justificado, incluso en domingo. En cuanto a la noche anterior -la noche de aquel sábado, antes de la muerte de Zoe, a primera hora de la mañana del domingo- Eddy Diehl había estado ausente, y se aseguraba que había regresado hacia medianoche, subiendo la escalera a trompicones para acostarse.