Se mostró grosero, desdeñoso. No se disculpó como lo hacía a veces, con ocasión de otras borracheras, como consecuencia de recordar que era lógico sentir la culpa. Demasiado borracho para desnudarse por completo, con calzoncillos y camiseta sudados, calcetines finos de lana, le había supuesto un esfuerzo enorme quitarse las malditas botas, mandarlas lejos de una patada y ahora boca arriba en su lado de la cama, incapaz de quedarse quieto, con los músculos de las piernas que le empezaban a temblar, con una sensación de que había hormigas rojas corriéndole por los sobacos, por la entrepierna, por la sudada mata de vello en el pecho, mientras apretaba al límite las mandíbulas y su respiración jadeante resultaba tan dificultosa y errática que para su mujer era como tratar de dormir con alguien a quien le están desgarrando las entrañas. De manera que Lucille se atrevió a preguntarle de nuevo que dónde había estado. ¿Algo que no funcionaba en el trabajo? ¿Había habido un accidente en una de las obras? ¿Se trataba de eso? ¿Alguien herido, alguien muerto en una de las obras?
Lucille intuyó que alguien había muerto. Lo supo en aquel instante.
Eddy no contestó. Tumbado de espaldas a ella, la camiseta empapada en sudor, de la que sobresalían mechones de vello, repulsivo para la mujer que en momentos así tenía la sensación de enfrentarse por vez primera con el cuerpo masculino, el cuerpo mismo de la otredad masculina.
De manera que Lucille se retiró, herida. Con resentimiento y con el comienzo del miedo. Sabiendo que lo que había sucedido era un suceso que se interpondría entre los dos. Porque cuando ella se apartó, alejándose del cuerpo acalorado de su marido rodo lo que la gran cania de matrimonio le permitía, cuando se retiró herida, y no dijo ya nada más, Eddy no le prestó la menor atención, apenas se daba cuenta de su presencia, y ella supo No hay nada para mí en el corazón de este hombre. Ni siquiera estoy en sus pensamientos.
Eddy había trabajado veintidós años en Sparta Construction, Inc. Un edificio de un piso y tejado de secuoya en Garrison Road, que tenía detrás un amplio almacén de madera y ladrillos. Allí se le conocía como «Ed Diehl», la persona con la que se hablaba cuando el dueño no estaba en el local o mientras mantenía una conversación telefónica, un hombre muy apreciado por otros hombres y que despertaba confianza. Y que ahora disponía de despacho propio, al que se accedía directamente desde el aparcamiento. Al abrir su puerta a las siete de la mañana, tomó nota -de manera objetiva, como lo haría un hombre de ciencia- de lo mucho que le temblaban las condenadas manos, una mala señal. Aunque todavía seguía diciéndose con un mínimo de calma Quizá no suceda. O le suceda a alguna otra persona. Quizá le haya sucedido ya.
La noche había sido dura. Pronto renunció a tratar de dormir, bajó la escalera a eso de las tres, y se sentó en la cocina a oscuras fumándose el último de los cigarrillos, bebiéndose la última de las cervezas Molson que tenía en el frigorífico y con un nudo en la garganta por el deseo de sollozar, allí estaba Zoe Kruller delante de él, con su sonrisa burlona y dulce ¡Vaya! Una cocina de verdad bonita la que construiste para tu mujer, ¿no es cierto? ¿Qué es lo que tengo que hacer yo, Eddy querido, para conseguir una cocina igual de bonita? No tienes más que decírmelo, amigo muy querido, y lo haré.
Eddy se lo dijo. Riendo se lo dijo. Y allí, en la bonitísima cocina de Lucille, Zoe lo hizo.
Varias veces la había llevado a la casa de Hurón Pike Road. Porque sabía que Lucille se había marchado y que sus hijos estaban en clase. Deseoso de mostrarle a aquella mujer sus detalles de excelente carpintero, los armarios de madera de arce, la gran calidad de las baldosas de linóleo, la terraza de secuoya en la parte de atrás. Deseoso de que viera aquel otro lado suyo, el de marido y padre. Y la t asa que había construido para su familia y que era mucho más agradable, sin comparación, que la que Delray Kruller le proporcionaba a ella.
Sólo necesitas decirme lo que tengo que hacer y lo haré.
Todas las veces.
Así era Zoe cuando estaba de un humor como de música folk. Quizás era sincera al decirlo, pero sólo mientras lo decía, sólo en el momento de decirlo.
Aquel día, ¡santo cielo!, cuando se había presentado Krista.
Krista, de vuelta de sus clases a mediodía, inesperada. Y allí estaba Zoe en el fregadero, enjuagando tazas, cantando para sus adentros, silbando, y él bajaba por la escalera y había oído voces en la cocina y había entrado, lleno de asombro al ver a su hija, mirándolo con una sonrisa como de quien se disculpa: ¿Papá? ¿He vuelto a casa cuando no debía?
Eso era lo que había dicho, lo que Eddy recordaba. No tenía ni idea de lo que le había respondido.
Una vez en su oficina necesitaba hacer distintas llamadas. Las llamadas de cada día a proveedores, a clientes, a trabajadores en nómina. Todos los días, y hoy no sería diferente de cualquier otro día, al menos era eso lo que quería pensar.
Excepto: un trago rápido de la botella de Jim Beam que guardaba en el cajón inferior del escritorio:
– Sólo para aclararme la cabeza.
Sentía la necesidad de dar explicaciones. A Lucille, o a quien fuera.
Extraña necesidad de hablar en voz alta, de darse instrucciones a sí mismo. ¿Estaba borracho? ¿No con resaca sino todavía borracho? No había dormido la mona, no había vomitado ni había meado el largo recorrido de la curda de ayer.
Y en consecuencia estaba teniendo un problema fundamentaclass="underline" comprender.
Porque, ¿qué significaba Zoe Kruller está muerta, ha muerto, la han matado?
Todavía más desconcertante: Zoe Kruller se ha ido, no vas a volver a verla nunca.
Le estaba partiendo por el eje tener que pensar en Zoe Kruller como muerta, muerta una persona que había estado tan llena de vida en toda su existencia, y también cuando la estrechaba entre sus brazos. Nadie más vital que Zoe Kruller, tan cálida como un rasgueo de guitarra. Además de estar presente en la cocina de su casa, también lo estaba en la cama del piso de arriba. La cama en la que tenía que dormir, o al menos intentarlo, con su mujer. Cerraba los ojos y veía la boca hambrienta y húmeda de su amante, las encías descubiertas cuando le obsequiaba con su gran sonrisa feliz, un espectáculo que algunas veces prefería no ver porque le parecía demasiado íntimo, como si Zoe quedara desprotegida. Los tibios brazos pecosos alrededor del cuello, brazos serpenteantes que tiraban de él hacia abajo, risas, besos con la lengua, el vientre, pequeño y caliente, apretado contra el suyo, sexo contra sexo, Eddy no lo soportaba. ¿Has echado de menos follar conmigo?¿De verdad?¿Mucho? Demuéstramelo.
O apartándolo, malhumorada y entre mohines, con lo que tenía un momento de pánico al no saber si era sincera o se estaba burlando ¿Sabes lo que te digo? Puesto que no me quieres, vuelve con esa mujer tuya tan gorda y engreída, ¡hijo de puta!
Estaba al teléfono, hablando con el proveedor de materiales para techar. Encendió torpemente un pitillo, tenía que ser el segundo, había ya una colilla humeante en el cenicero negro de plástico con sparta construction, inc. en letras rojas. Para consternación suya, como un actor en una película cuando la música se llena de aristas y de percusión, interrumpió el diálogo al ver por la ventana de su despacho dos vehículos que entraban en el aparcamiento: un coche patrulla de la policía de Sparta y un pesado Oldsmobile de un modelo nuevo y color de limaduras de acero que tenía que ser un automóvil sin marcar de los que también utilizaba la policía.