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Rápidamente cerró de una patada el cajón del escritorio. Había bebido muy poco whisky, nada que se pudiera detectar.

Le temblaban las manos. Un nudo en el estómago. A decir verdad no estaba seguro, en aquel instante no habría podido afirmar su inocencia. Si había sido ¿1, o el otro tipo, Delray, el marido, quien había estrangulado a Zoe. No habría podido decirlo.

¡No me tientes, Zoe! No vayas demasiado lejos.

En el despacho exterior, Myrtle, la recepcionista, que acababa de llegar sin aliento y con una caja de cartón con café en dos vasos grandes de espuma de poliestireno -uno para ella, otro para Eddy Diehl-, sería la primera en recibir a los agentes. No tuvo tiempo de avisar a Eddy, porque los malditos polis abrieron la puerta de su despacho y entraron sin más contemplaciones.

Cuatro hombres: dos agentes uniformados más bien jóvenes y dos detectives de paisano. En aquel instante se le ocurrió Esperan que me resista. Tienen intención de matarme. ¡Han mandado a cuatro!

– ¿Edward Diehl? Necesitamos hablar con usted.

Necesitamos. Notó aquello, no habían dicho queremos. Y nada de preguntar.

Sentado detrás de su mesa, mirándolos. ¿Cómo se comportaría un hombre inocente? ¿Sin sonreír, sorprendido? ¿Cortés pero… inflexible? Había colgado el teléfono, las manos extendidas sobre la superficie de la mesa que tenía delante. Ningún movimiento brusco, eso lo sabía de sobra. Sintió cierto alivio, los polis que habían enviado no eran gente que conociera. En la comisaría de policía de Sparta y en el despacho del sheriff de Herkimer County había gente que conocía y habría sido embarazoso que uno de ellos hubiera venido a buscarlo. Pero los cuatro que tenía delante eran todos desconocidos.

– ¿Sí? ¿Por qué?

De pronto se le ocurrió, quizá Delray no había confesado. Quizá no era más que un rumor. En las noticias locales de las seis de la mañana no se había mencionado la confesión del marido de Zoe.

– ¿No se le ocurre por qué, señor Diehl? -el detective de más edad habló con despreocupación, con una sonrisa que era como un modesto anzuelo.

– Quizá sea… sobre…

Le falló la voz, guardó silencio. En su rostro había un acaloramiento producido por el whisky, tuvo la seguridad de que los detectives lo notaban.

Y el whisky, en el estómago, lo sentía como un tapón de flemas abrasadoras, indigestible, espantoso. No se explicaba cómo había hecho algo tan irracional a las siete de la mañana de un lunes.

El detective de más edad se presentó y presentó a su compañero -«Martineau», «Brescia»- pero no a los agentes uniformados, más jóvenes. Acto seguido procedió a decir que «sería una buena idea» que el señor Diehl los acompañara a la jefatura de policía, en el centro de Sparta: tenían que hacerle algunas preguntas con motivo de la investigación acerca de la muerte de Zoe Kruller en la madrugada del domingo. Todo aquello Eddy lo oyó a través de un rugido en los oídos como si una excavadora estuviera trabajando a poca distancia. Martineau le aseguró que la entrevista no llevaría mucho tiempo y, en su desesperación, Eddy se aferró a las palabras no llevará mucho tiempo como si fuera una promesa a un niño asustado ¡no llevará mucho tiempo, no llevará mucho tiempo!, la más descarada y transparente de las falsedades y sin embargo Eddy Diehl se aferraría a aquellas palabras -no llevará mucho tiempo, señor Diehl- mientras, tembloroso, se levantaba de la silla giratoria detrás de la mesa, buscaba a tientas el chaquetón con grueso forro de lana de borrego que había arrojado sobre una mesa cercana y los guantes de cuero. No pudo por menos de advertir, pese a su estado de agitación, cómo los dos agentes más jóvenes estaban preparados para lanzarse sobre él, para sujetarlo, en el caso de que «se resistiera»; en el caso de que hiciese un brusco movimiento imprudente como el de abrir un cajón para apoderarse de un arma, o hundiera la mano en un bolsillo del chaquetón. Había sido soldado en otro tiempo: un joven nervioso en uniforme, armado, entrenado y listo para la acción. Sobre todo, listo para la acción cuando se creía en presencia de un peligro. El pensamiento de cómo en el espacio de unos segundos aquellos jóvenes le habrían sujetado los brazos, inmovilizándoselos detrás de la espalda y le habrían obligado a tumbarse en el suelo, boca abajo, al mismo tiempo que le decían a voz en grito, frenéticamente ¡Al sucio! ¡Al suelo! ¡Boca abajo en el suelo! bastaba para serenar a cualquiera.

Después recordaría cómo, cuando Martineau se presentó y presentó también al otro detective, ninguno hizo intención de estrecharle la mano. ¡Aquello le dolió! ¡Aquello fue insultante! Siempre había sido un hombre bien visto por otros hombres desde el primer momento; un hombre en el que otros confiaban. Y ahora, los ojos de aquellos desconocidos -que lo valoraban con frialdad- le hicieron saber que desconfiaban de él y que no les gustaba; estaban más que dispuestos a creer que había asesinado a una mujer en su cama; no era una persona cuya mano desearan estrechar.

Comienza mi castigo pensó. Una extraña sonrisa dolo- rosa le deformó la cara, la mandíbula inferior que le escocía debido… -¿a qué?- a un corte mientras se afeitaba horas antes, cuando se había raspado la piel en el baño del piso de abajo de su casa con temblorosa mano de borracho.

También creyó que aquello -el sombrío coágulo de sangre bajo el labio inferior, el ligero temblor de los dedos- lo veían los detectives, y que lo archivaban como síntomas de culpabilidad.

En el despacho exterior Myrtle lo miró fijamente. Cincuenta años, divorciada, pero con su ex marido muerto, por lo que se consideraba viuda, afligida y ofendida, y enamorada durante ocho años de Eddy Diehl; pelo teñido de negro y piel con la blancura del pan, labios de color rojo anaranjado en los que nunca faltaba una sonrisa para su jefe, tan bien parecido, si bien ahora, en esta mañana de lunes, Myrtle, en lugar de sonreír, miraba fijamente, avergonzada y sorprendida, al comprobar que sin lugar a dudas los agentes de policía de Sparta se llevaban a Eddy y no daban ninguna explicación. Fuera, en el aire frío y cortante de una mañana de febrero gris y húmeda, estaba Paul Cassano, calvo y sin pelos en la lengua, el jefe de Eddy, apeándose de su furgoneta Scout y mirando con asombro a Eddy Diehl como si no lo hubiera visto nunca; Eddy alzó la mano en un pálido saludo:

– Paul, ha surgido algo imprevisto. Estaré de vuelta en cuestión de una hora.

Empleados que cargaban madera en un camión hicieron una pausa para mirar en silencio mientras Eddy Diehl era conducido hasta el Oldsmobile de color de limaduras de acero, y se le hacía subir humildemente, humillado, en el asiento trasero, detrás de una partición de plástico.

Como un preso en una celda provisional, aunque sin esposas.

Eran personas que conocían a Ed Diehl desde hacía años. Algunos habían trabajado con él cuando era carpintero, uno más del equipo. Ahora, aunque había sido ascendido a un puesto burocrático, seguía siendo uno de ellos, las simpatías naturales de Ed Diehl iban hacia ellos y no hacia Cassano, su jefe. Y a aquellos hombres Ed Diehl les gustaba muchísimo más que Paul Cassano, que era quien pagaba su sueldo.

Sabían de la «relación» de Eddy con la mujer de Delray Kruller, quizá. Algunos de ellos, con toda seguridad. No era exactamente un secreto.

¡Eddy Diehl, cielo santo!¿Detenido?

¿Ha matado a esa tal Zoe? ¿Él?

¡Una hora! Qué equivocado estaba.

Retendrían a Edward Diehl -«una persona de interés para la investigación»- durante siete horas y cuarenta minutos. Aquel primer día en la jefatura de policía de Sparta.