Jamás perdonó a mi padre que hubiera desacreditado así a nuestra familia.
Más adelante diría -nosotros la oiríamos, cuando hablaba por teléfono-, con un tono de voz que oscilaba de quejumbroso y atónito a indignado y rabioso -enfadado, resignado, acongojado-, entre palabras con frecuencia incoherentes, interrumpidas por sollozos, que era como si hubieran invadido su propio cuerpo, como si la hubiesen cacheado unos desconocidos. La privacidad del hogar del que se sentía tan orgullosa y que tanto cuidaba. ¡Y nada de todo aquello era culpa suya! ¡Cómo iba a serlo! ¡Cómo se atrevía la policía de Sparta a invadir de aquel modo el hogar de Lucille! Sin cansarse de seguir a los agentes por las habitaciones de la casa incluso cuando hacían caso omiso de ella porque sólo Martineau, el detective de más edad, que custodiaba la orden de registro, estaba autorizado a hablar con la esposa de Eddy Diehl-, nunca dejó de protestar:
– ¡Deténganse! ¡Váyanse! ¡No tienen ningún derecho! Se lo diré a mi…
Pero no había marido alguno a quien decírselo. Marido había dejado de ser una palabra en el vocabulario de Lucille.
A mi madre le enseñaron una orden de registro que, en su estado de agitación, apenas era capaz de leer. El detective que dirigía la operación -Martineau en aquel caso- le explicó que no se estropearía nada ni se sacaría nada de la casa sin un recibo y que cualquier cosa que se retirase se devolvería pasado un tiempo si no se descubría que se trataba de una «prueba» crucial para su investigación y mi madre sólo oyó el término prueba y todavía se alteró más, preguntando:
– ¿Prueba para qué, agente? ¿Prueba para qué? A lo que Martineau respondió con cortesía pero sin andarse por las ramas:
– Se trata de la investigación de un homicidio, señora. Se le ha informado ya.
Pero a Lucille no se la había informado. No lo creía así. En la extraña calma del terror, como después de un trueno violento, mi madre se oyó preguntarle a aquel hombre -un individuo robusto, de pelo gris, sin nada que lo distinguiera, excepto que le había mostrado su placa reluciente del departamento de policía de Sparta como un personaje de la televisión- de qué «homicidio» se trataba y qué relación tenía con ella.
Aunque Lucille sabía. Tenía que saberlo. Sí; lo sabía con total seguridad. Todos aquellos días en los que Zoe Kruller era un nombre que no se pronunciaba en nuestra familia.
Supo preguntarle a Martineau con voz suplicante si su marido había sido detenido. Y Martineau dijo: -No, señora, todavía no. -¿ Todavía no? ¿ Todavía no está detenido? Pero… -Todavía no, señora. Es todo lo que estoy autorizado a decir.
– ¿Dónde se encuentra? Está… ¿con ustedes? ¿En la jefatura de policía?
Era ahí donde Eddy Diehl estaba, sí. Era una información que Lucille conocía ya.
– Y el marido de esa mujer que… la que… ha sido asesinada, ¿lo han detenido… a él?
No. Tampoco se había detenido a Delray Kruller, aún.
Los agentes habían registrado ya el jeep de mi padre, que seguía aún en el aparcamiento junto a las oficinas de Sparta Construction, y ahora, a la entrada de nuestra casa, registraron el coche familiar, que era un Plymouth sedán de 1981, de color pardo, en razonable buen estado, que ahora había pasado a ser de mi madre. Con adusta y ceñuda meticulosidad revisaron el asiento de atrás del Plymouth y miraron debajo de los asientos y dentro del maletero con la misma meticulosidad con que habían registrado el sótano y todos sus rincones, incluida la habitación con la caldera y el depósito del agua, así como la lavandería de mamá, además de llevarse de la mesa de trabajo muchas de las herramientas de papá porque los agentes buscaban el «arma del crimen» -no hay nada más crucial en la investigación de un homicidio que el arma del crimen- dado que, entre las herramientas que mi padre más apreciaba, siempre perfectamente colocadas, colgando de ganchos en la pared o puestas unas al lado de las otras sobre la superficie de la mesa, había varios martillos de distintos tamaños, incluido un martillo de carpintero de treinta centímetros recién adquirido; y todos aquellos martillos los agentes se los llevaron en sus cajas de cartón cuidadosamente etiquetadas.
¿Se preguntó mi madre Es uno de ellos el que utilizó? ¿Debería haberme deshecho de él? Oh Dios mío ¿qué debería haber hecho?
O pensó ¡Bien! Si uno de ésos es el martillo que buscan, ya lo tienen. Ya es demasiado tarde.
Aquel registro de nuestra casa -desde el sótano al ático, todas las habitaciones-, con motivo del cual mi madre seguiría profundamente alterada durante horas, días, semanas, tuvo lugar a última hora de la mañana de un día de entresemana mientras Ben y yo estábamos en el instituto. Cuando regresamos a casa supimos de inmediato que algo había sucedido -que unos desconocidos habían estado en nuestra propiedad-, la nieve del camino de entrada para los coches estaba marcada por huellas de neumáticos, y dentro de la casa mi madre limpiaba febrilmente con la aspiradora el cuarto de estar. Había abierto varias ventanas y hacía frío.
– ¿Mamá? -llamó Ben-. Eh, mamá, ¿sucede algo? -porque los ojos de mi madre estaban hinchados y enrojecidos y tenía el rostro arrebolado, pero no pareció oír a Ben hasta que mi hermano desenchufó el aparato (el rugido de la aspiradora cesó bruscamente) y mamá empezó a gritarle, trató incluso de tirarle el mango del cepillo, pero el tubo era demasiado corto.
Después, cuando se tranquilizó un poco más, nos explicó lo que había sucedido: el «registro» de la policía de Sparta, sin aviso previo. Las cosas que se habían llevado en sus cajas de cartón, procedentes de armarios, de cajones de escritorios, del cuarto de huéspedes donde mi padre guardaba archivos económicos, incluso prendas sacadas del cesto de la ropa, así como el tubo de pasta de dientes casi acabado, la crema de afeitar, pañuelos de papel usados y otras cosas por el estilo en los bolsillos de sus pantalones de trabajo, mi madre se estaba riendo ya, y Ben se reía con ella y, con un extraño torcimiento de boca, como si aquéllas fueran palabras pensadas para divertirnos a las dos -a su madre y a su hermana pequeña- dijo:
– Si han encontrado algún martillo suyo, joder, ¿cómo sabrán que no está ya lavado y limpiado? Se puede calentar agua y quitar la sangre con detergente o lejía, seguro que sí. Eso lo tiene que saber hasta él, ¿no es cierto? Y si faltaba un martillo, papá tiene tantos martillos ahí abajo que ¿cómo demonios iban a saber si faltaba uno? -Ben se echó a reír de nuevo. Últimamente la risa de mi hermano se había vuelto cortante, áspera y burlona como si se forzase a pasar por un molinillo a alguna criatura sólo a medias viva, una risa horrible de oír-. Podría habérmelo llevado yo mismo, joder. Tirarlo al río. Quizá fui yo quien le rompió la cabeza. Quien le abrió el cráneo, por lo visto los sesos tenían que estar por rodo el suelo, según he oído. Yo también sé cómo usar un martillo. Lo sabe cualquier gilipollas.
Mi madre miró fijamente a Ben. Por un momento pen sé que le iba a dar un bofetón -me daba cuenta de que mi hermano lo estaba esperando, por un temblor en el párpado, la sonrisa burlona que no desaparecía-, pero no hizo más que mirarlo, estremecerse a causa de la corriente fría que entraba por las ventanas abiertas y dar media vuelta.
Arriba, en su dormitorio, mamá durmió durante el resto del día. Durmió y durmió y a la mañana siguiente nos pre paramos el desayuno con cereales que no había que calentar y caminamos con dificultad por el camino de entrada hasta el autobús escolar sobre una nieve recién caída que cubría la mayor parte de las huellas de los neumáticos, de manera que casi no había quedado rastro de la visita de la policía.