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Cuando Duncan me empujó, perdí el equilibrio y caí al suelo. Ninguna fuerza en las piernas. ¡Tan cansada! ¡Tan exhausta! De repente lo único que quería con desesperación era dormir, escaparme mediante el sueño tumbada en la acera húmeda, excepto que Aaron Kruller se había agachado y tiraba de mí Levántate, vamos, chica, levántate, no te puedes dormir aquí…

Consiguió que me sostuviera. A poca distancia, Duncan se burlaba de nosotros. Aaron no le hacía caso y dijo Muy bien, apóyate en mí, no cierres los ojos, trata de estar despierta. ¡Vamos, hazme el favor!

Qué ganas tenía de dormirme. De tumbarme en el suelo acurrucada con la forma de una larvita blanca, sin ojos ni oídos, apenas los latidos del corazón y mis huesos vacíos llenándose de sueño como si fuera éter excepto que Aaron Kruller me estaba zarandeando, agarrándome por los hombros me zarandeaba, no me dejaba dormir ¡Zas!¡Zas!, la mano abierta de Aaron Kruller contra mi cara despertándome para que los ojos se me abrieran.

Más tarde entendería la lógica de sus actos. Pensaría Eso era lo que tenía que suceder, precisamente así.

Me sangraba la boca. Tenía un corte en el labio superior. Quizá de la bofetada de Aaron Kruller o de uno de los golpes de Duncan Metz. Y el vómito que se me salía de la boca y me caía por la ropa. Sedoso pelo rubio tapándome la cara, apelotonado por el vómito. Sigue despierta decía Aaron. Mantén los ojos abiertos. Si te duermes, el efecto será de sobredosis. Obligándome a caminar sin miramientos como se hace con un borracho que no se sostiene. Medio arrastrándome hasta la calle, su brazo apretándome la cintura, sosteniendo todo mi peso mientras Duncan Metz nos gritaba desde lejos como alguien que se ha vuelto loco.

Aaron hacía caso omiso de Duncan Metz. Aaron me hablaba, insistía Vamos, chica, puedes andar. Casi hemos llegado.

Había un coche estacionado y con el motor en marcha. Aaron me ayudó a ocupar el asiento del pasajero. Absoluta flojera en las piernas, al parecer había perdido un zapato. Sentía la cabeza suelta sobre el cuello, como a punto de caérseme. ¡Estaba todavía tan dormida, tan atontada! Me asaltó otro ataque de náuseas, aleadas y vómito aunque no tenía ya prácticamente nada que expulsar, mis tripas estaban enfermas, envenenadas, y me sentía tan avergonzada como para pensar Esto no me puede estar sucediendo, no soy una chica a la que le pueda suceder una cosa tan horrible pero cuando la vomitona parecía haber concluido Aaron Kruller me limpió la boca con naturalidad con un clínex usado que se sacó de un bolsillo de la chaqueta. Tenía que estar asqueado pero medio maravillado también ¡Dios santo, chica! Mira qué aspecto tienes.

Y yo sabía que estaba a salvo con él. Pensaba Me conoce. Todos estos años Aaron Kruller ha sabido quién soy.

Los mestizos crecen deprisa decían.

Mi madre y su gente decían eso. En Sparta, los blancos decían eso. No con desprecio ni con desdén o, al menos, no siempre, sino con algo así como un asombro culpable.

Crecen deprisa. No tienen muchas posibilidades de elegir.

Así que a mí me parecía que Aaron Kruller no era un chico como mi hermano Ben. Aaron Kruller no era un crío. Sin haber cumplido los dieciocho -creo que el dato es correcto- Aaron se comportaba como un hombre, alto y decidido y lanzando maldiciones para sus adentros como si supiera que lo que hacía era complicarse la vida, buscarse complicaciones, pero que no le quedaba otro remedio.

Tener que tratarse con Krista Diehl. Pero no había tenido otra posibilidad.

Me llevó hasta una casa de ladrillo dentro de una hilera de casas iguales en algún lugar de Sparta, no lejos de la estación.

Una casa de ladrillos rojos empapada en agua y cuyo interior olía a patatas fritas y a grasa. Me hizo entrar ciñéndome la cintura con el brazo y yo me escurría todo el tiempo, cayéndome casi, al borde del desmayo y demasiado aturdida para llorar siquiera. A paso ligero Aaron me llevó más allá de una mujer con expresión de asombro -pariente suya de mediana edad, desconocida para mí- que había salido a abrir la puerta cuando Aaron la golpeó con el puño y dio voces para entrar -«¡Soy Aaron!»- y me condujo por un estrecho pasillo que descendía bruscamente como el tobogán de una verbena hasta un baño que era poco más que un cuchitril y me ordenó que me lavara la cara y me limpiara, porque si me llevaba a mi casa y mi madre me veía tal como estaba, le daría un ataque y llamaría a la pasma.

Y si la pasma me veía, seguro que me trincaba.

En el lavabo me costó abrir el grifo. Las rodillas se me doblaban, no parecía ser capaz de mantener el equilibrio. Aaron maldijo en voz muy baja -algo que sonaba como qué jodienda me ha caído- pero me bajó la cabeza, abrió el agua fría y me roció la cara ardiente hasta que empecé a toser y a resoplar, repuesta en parte.

Aaron me preguntó cuántos años tenía. Se lo dije. Movió la cabeza de una manera peculiar suya, medio indignado y medio maravillado. Joder.

Quería decir que era demasiado joven. Una menor. Si estaba conmigo, en el estado en que me encontraba, consecuencia de las drogas, y con el aspecto que tenía, como si hubiera sido víctima de algo, de algo violento y desagradable y sexual, significaba problemas para él con toda seguridad.

– ¿Aaron? ¿Quién es?

La mujer se introdujo por la fuerza en el cuarto de baño detrás de nosotros, nerviosa y borrascosa como si su paciencia estuviera más que en carne viva y ella enfadada al límite. Dado que en la desquiciada familiaridad con la que había pronunciado el nombre de mi acompañante se oía un acento que era un eco del de Aaron, se podía deducir que eran de la misma familia, que estaban emparentados. Aaron le hizo un resumen muy sucinto de lo sucedido en la estación. Habló todo el tiempo de ella como si yo no estuviera presente. Como si yo fuese un problema que se le había presentado a él, que no lo había querido pero que no podía abandonar.

– ¡Dios del cielo! ¿Le ha… está… lastimada?

– No creo.

– ¿Colocada? ¿Con qué?

– Pregúntale.

La mujer apartó a Aaron. A partir de entonces se ocupó de mí como si fuese una niñita enferma. Su aliento olía cálidamente a cerveza y la camisa roja de franela se tensaba mucho sobre sus amplios y pesados pechos. Se llamaba Viola, y me pareció que había visto Viola en una placa de identificación en algún sitio, quizá en Kmart.

Viola era tía de Aaron Kruller -hermana de Delray Kruller- y se daba cierta coincidencia en cuanto a rasgos faciales, tez morena, marcadas cejas oscuras.

Viola, la tía de Aaron, se correspondía mucho mejor que Zoe Hawkson con la idea que uno se podía hacer de su madre.

De manera muy vaga reparé en un lavabo de porcelana con manchas y cañerías al aire, un retrete muy anticuado con una cubierta para el asiento de felpilla rosa, y una bañera grande y con desconchones en la que parecía haberse volcado un cesto de ropa sucia: toallas, sábanas, ropa interior de mujer. No pude dejar de pensar en la repugnancia que habría sentido mi madre ante semejante desaliño. Semejante negligencia. Semejante abandono. Viola le preguntaba a Aaron si alguien nos había seguido hasta allí y Aaron dijo que le parecía que no. Ella le preguntó si había visto coches patrulla por el barrio y Aaron dijo que no. Siguió preguntando si aquello tenía algo que ver con alguien cuyo nombre no entendí, pero que sonaba algo así como dutcbboy, y Aaron dijo «¡Joder, no!».

A Aaron no le pareció bien todo aquel interrogatorio y acabó dejándome con su tía, a quien el aliento le salía con violencia por la boca, como si hubiera tenido que subir corriendo unas escaleras empinadas. De manera brusca me tiraba del pelo y me lo separaba con un cepillo mugriento y con los dedos -sus uñas tenían una forma extraña, cuadradas, y se las había pintado de un rojo anaranjado muy chillón, ahora perdido en parte-separaba marañas o coágulos de lo que había reconocido de inmediato como vómitos. Exasperada, lanzó un grito entrecortado: