Queriendo decir Te vela siguiéndome. Y sabía por qué.
No era una pregunta. Aaron sabía la respuesta.
– El cretino de tu hermano… Ben. Sabe que más le vale no cruzarse en mi camino.
¡Qué desprecio en la voz de Aaron! La fea cicatriz como de anzuelo en la ceja se le destacó con una palidez de cera.
Era desconcertante pensar en lo joven que resultaba mi hermano -mi «blanco» hermano Ben- al ponerlo junto a Aaron Kruller. Ben apenas necesitaba afeitarse, su voz era una voz de adolescente todavía quebrada, mientras que a Aaron ya le crecía la barba, su voz era grave y burlona y sus manos, grandes, se parecían más a las de mi padre que a las de mi hermano, que eran todavía las manos de un adolescente, de manera que el odio entre los dos podía ser peligroso para Ben. Hubiera querido defenderlo ¡Pero Ben nunca te ha agredido!
En la puerta del baño, Aaron Kruller se alzaba muy por encima de mí y, en el aire inmóvil de aquel baño tan pequeño, olía su cuerpo y también, en su aliento, el aroma un poco salobre de la cerveza. Se había quitado la chaqueta y llevaba una camiseta negra con una desteñida inscripción de color lila: Black River Breakdown. Sus hombros eran anchos, los brazos tenían músculos como cuerdas tensas y los dos antebrazos estaban cubiertos de falsos tatuajes con pequeños jeroglíficos que daban a su piel oscura un resplandor morado fosforescente.
Esos tatuajes son nuevos, pensé. De después de que lo expulsaran para siempre del instituto.
También Delray Kruller estaba «cubierto» de tatuajes. Al menos eso se decía. Los parientes de mi madre hablaban de él con repugnancia, con indignación. Creían que el marido de Zoe Kruller no sólo era un mestizo con una mezcolanza de sangres sino un asesino adicto al crack y miembro de los Ángeles del Infierno.
En público decían -como muchas personas en Sparta-, al menos aquellos que simpatizaban con mi padre, que tratándose de un hombre que había pasado tiempo en Attica, conocido ex presidiario y motero, no podía ser una sorpresa para nadie que un hombre como él hubiera matado a su mujer golpeándola con un martillo y estrangulándola, así como cualquier otra cosa que hubiera podido hacer con ella, dado que Delray Kruller era un enfermo y un pervertido.
Como si estuviera oyendo aquellos pensamientos, Aaron dijo de pronto, de manera grosera:
– ¿Sabes una cosa, Krista? Apestas. Apestas a vómitos. Más valdrá que te enjuagues la boca.
¡Tanto odio en su voz! El rostro parecía cambiarle deforma, hacerse tan triangular como el de una cobra.
A continuación y sin miramientos, me empujó por detrás hasta apretarme contra el borde duro y rígido del lavabo y llenó de agua un reluciente vaso de plástico de color rosa que había cogido de la repisa de la ventana y que tenía que ser de su tía, el vaso donde colocaba el cepillo de dientes. El borde de plástico tenía una costra de pintura de labios antigua, pero, de todos modos, cuando Aaron alzó el vaso hasta mis labios no torcí la cabeza con asco sino que, como una niña deseosa de agradar que espera así evitar el castigo, me enjuagué la boca obedientemente y escupí en el lavabo agua de color rosa.
La boca me sangraba por dentro. Sangre mezclada con saliva y con agua tibia del grifo.
Luego cerré los ojos y apoyé la frente en el lavabo con la esperanza de hundirme en el sueño y dormir sobre el sucio suelo de linóleo, pero Aaron me zarandeó de nuevo:
– ¡Maldita sea! He dicho que no.
Mis labios se movieron, pero con una voz demasiado débil para que el indignado muchacho me oyera. Estaba tratando de decir Pero si sólo quiero dormir unos minutos. Luego me iré a casa.
– No cierres los ojos, joder. Esfuérzate un poco.
Dormiría en tus brazos. Luego me iría a casa.
Aaron me estaba diciendo, en voz baja para que su tía no le oyera.
– Tu padre se entendía con mi madre, ¿no es cierto? Eddy Diehl. Los veía juntos. Mogollón de veces. Es a Eddy Diehl a quien buscan, no a mi padre… quien fuera que la asesinó, era él.
Llevado por la emoción que sentía, Aaron no hablaba con mucha coherencia. Pero le entendía perfectamente.
– También tú me quieres causar problemas, ¿no es eso? ¡Por qué me seguías! ¡Por qué me mirabas! Como diciéndome: «Aquí estoy. Ven a por mí. Inténtalo».
Aaron se apretaba mucho contra mí, encorvado por encima como en una torpe llave de lucha libre. La maciza parte superior de su cuerpo, la entrepierna, yo sentía la tensión en él como la vibración elemental de un motor, una repentina oleada caliente de necesidad sexual. Conocía los cuerpos de los chicos -sabía cómo eran-, aunque el único chico desnudo que había visto era mi hermano, cuando era mucho más pequeño, sabía que era el pene de Aaron Kruller lo que hacía presión contra mis nalgas, con dureza de músculo en tensión, urgente, y que sus manos de abultados nudillos se cerraban alrededor de mi garganta. «¿Es así como lo hizo? ¿Así?-» Forcejeaba débilmente, demasiado débil para rechazarlo, sus dedos apretándose alrededor de mi cuello, aquel chico tan grande encorvado sobre mí gruñendo y su peso sobre mi espalda, su peso aplastándome el vientre, la pelvis, la delicada espina del hueso ilíaco contra el borde del lavabo. ¡Oh!¡Oh! Traté de quedarme quieta, sabiendo que si seguía resistiéndome, Aaron podía apretarme la garganta todavía con más fuerza. Era lo que me dictaba el instinto, rendirme. Aplacar la cólera de la persona que me odiaba, que quería hacerme daño. Creía que si renunciaba a resistirme, se apiadaría de mí. Me dije Tengo que conseguir que me quiera para que no piense en hacerme daño.
Aquella certeza me llegó desde tan lejos que a lo largo de toda mi vida se la atribuiría a Dios.
Porque Dios nos habla sólo en momentos así, en forma de instinto.
O quizá estaba empezando a morirme. Quizá eran aquéllos los síntomas de la agonía. Cuando no puedes respirar pero el deseo de respirar es tan poderoso que empiezas a alucinar y la alucinación consiste en creer que respiras y la alucinación prosigue con la perspectiva de ponerte bien al cabo de un momento siempre que no te muevas en absoluto y no te resistas a quien te agrede. Ni siquiera deseas que tu agresor sepa que te estás resistiendo, porque entonces querrá castigarte aún con más dureza. Y quizá estaba empezando a desmayarme por falta de oxígeno en el cerebro, quizá las manos que me rodeaban el cuello apretaban más de lo que yo quería creer, tal vez Aaron Kruller no era un hermano para mí sino que deseaba únicamente hacerme daño y disfrutar con ello y no tenía manera de resistirme porque la resistencia provocaría una rabia aún mayor y aquello era rabia sexual que, una vez desencadenada, tenía que seguir su curso.
Aunque supiera poco sobre sexo, aquello lo sabía. Una vez iniciado, el acto sexual es una corriente en la que confluyen frenéticos afluentes que aumentan el caudal, aceleran el flujo, descienden a toda velocidad e inundan los sentidos hasta reventar.
En el acto sexual se produce la muerte pequeña, el ahogarse. Lo temes y lo prevés y no hay otra solución que precipitarse hacia ella como uno se abalanza hacia un precipicio para sumergirse en el abismo líquido y ahogarse.
– Así es como lo hizo, ¿eh? Así…
Aaron se refería a mi padre, me daba cuenta. Mi padre, con las manos alrededor del cuello de Zoe Kruller. Estrangulamiento, agresión sexual. Eso era lo que Aaron Kruller quería decir.
En la habitación vecina, Viola hablaba aún por teléfono. No era que hiciese caso omiso de lo que su sobrino perpetraba contra la chica menor de edad que había traído a su casa, porque en realidad no se daba cuenta de lo que sucedía. No se daba cuenta en absoluto. Porque no grité; si hubiera tratado de gritar, Aaron Kruller me habría tapado la boca. Si hubiera tratado de forcejear, Aaron Kruller me habría hecho daño, tal era la rabia que llevaba dentro.