Выбрать главу

Y al día siguiente: sonámbula por los pasillos abarrotados y con un zumbido continuo en la cabeza como el interior de un avispero mientras trataba de que no me tocaran. Mientras trataba de que nadie se tropezara conmigo, de que nadie me diera un codazo. Había chicos que deliberadamente se lanzaban contra algunas chicas -chicas solitarias, como Krista Diehl- y tenía que evitar a esos chicos sin dar la impresión de que reparaba en ellos. Incluso los profesores a los que en apariencia siempre había caído bien y que siempre me sonreían, me miraban ya tristemente compasivos ¿Diehl? ¿No es su padre el hombre que mató a aquella mujer hace unos años…?

O Pobre Krista. Su padre está en Attica, ¿no es eso…?

Me preguntaba cómo Ben lo soportaba. Porque Ben lo sabía sin duda. Y su resentimiento sería mucho más intenso que el mío.

Me escondí en el aseo de alumnas del primer piso como si fuera uno de los drogatas del instituto. Falté a la clase de inglés que era mi favorita, pese a saber que el profesor se fijaría en mi pupitre vacío y diría ¿Krista Diehl falta hoy a clase? No consta que esté ausente. Fueron muchas las veces en Sparta High en las que no podía soportar ser vista y tenía que ir a uno de los aseos y esconderme en un váter con las paredes pintarrajeadas y arañadas, con corazones e iniciales toscamente dibujados como en un código secreto del deseo. En aquellas ocasiones, con tanta frecuencia como en mi cama en casa, mis manos se movían para cerrarse alrededor de mi cuello. Probaba a apretar hasta que sentía la aceleración del pulso. Si insistía, estallaban en mi campo de visión puntos de luz. La intensa vida de la sangre, la gruesa arteria que latía llena de vida. El cuerpo tiene su propia vida que el alma no controla. ¿Es así como lo hizo? ¿Así? Olía el cuerpo de Aaron Kruller, acalorado por el deseo. Y sentía que iba a desmayarme anhelándolo.

No había visto a Aaron desde aquella noche. Hacía ya más de un año. Hacía ya más de seis meses. Lo aceptaba como parte de mi castigo por ser hija de Edward Diehl, por ser alguien a quien Aaron Kruller no quería volver a ver.

Pero quedaba papá, que me quería y que iba a venir a buscarme. Estaba segura. No podía dejar de creerlo. El amor de mi padre era puro y no como el de Aaron Kruller, porque papá sólo quería protegerme, no se habría marchado de Sparta sin mí, de eso estaba segura.

Traté de recordar si de verdad había prometido volver a verme en aquella visita a Sparta. Me parecía que se lo había oído decir, pero quizás no. Pensé ¿¡Claro que sí!¿Fue así?¿Así? Dedos en la garganta, provocativos, asfixiantes. Aaron creía que mi padre había estrangulado a su madre, pero Aaron tenía que estar equivocado, no me cabía la menor duda. Así.

Aquellos días en que esperé el regreso de mi padre como una muerta viviente.

Que viniera a por mí. Para protegerme y quererme.

Más adelante me enteraría -se daría a conocer de manera pública- que mientras tanto Edward Diehl había hecho más de treinta llamadas telefónicas desde su habitación en el Days Inn, algunas de ellas una y otra vez al mismo número: mi padre quería hablar con Martineau y Brescia, los detectives del departamento de policía de Sparta, y con Schnagel, el jefe de policía; también pidió hablar con Decker, el fiscal del distrito de Herkimer County; con el redactor jefe del Journal, y con varios jueces del condado que no habían tenido nada que ver con su «caso»… Quería solicitar que se hicieran públicos todos los documentos «confidenciales», «secretos», relacionados, entre otras cosas, con la investigación del departamento de policía de Sparta sobre el asesinato de Zoe Kruller; al comprobar que sus llamadas telefónicas no producían ningún fruto, trató de hablar con las mismas personas cara a cara, en sus despachos, y fue rechazado; al día siguiente lo intentó de nuevo, y una vez más se le rechazó. En un estado de «intensa angustia», como algunos testigos reconocerían, Edward Diehl se presentó el viernes por la mañana en las oficinas del Journal, para hablar con el director: se trataba, en realidad, de una antigua petición que mi padre intentaba resucitar, la de que el periódico publicara en su primera página una retractación de los numerosos artículos que habían aparecido en el periódico desde febrero de 1983 difamando a Edward Diehl al calificarlo de «principal sospechoso» en el asesinato de Zoe Kruller, aunque esta vez se presentó con una nueva idea: el Journal debería hacerle una entrevista en su calidad de «inocente» que había sido perseguido por la policía de Sparta pero al que nunca se había detenido y al que nunca se le había acusado oficialmente de ningún delito y, en consecuencia, nunca se le había absuelto de unos cargos que no existían, pero que habían conseguido arruinarle la vida, su vida de marido, de padre y de ciudadano. Había perdido a su familia y había perdido su trabajo. Había perdido su casa. Había perdido la vida. Ahora quería justicia y lo que pedía era precisamente eso. ¿Por qué se le negaba a él? ¿Es que se necesitaba ser millonario y poder permitirse abogados con honorarios astronómicos para limpiar el propio nombre? ¿Es que existía en el caso de Zoe Kruller algún tipo de encubrimiento? ¿Acaso los detectives, el jefe de policía y el fiscal del distrito encubrían a alguien? ¿Habían aceptado sobornos? ¿Existía una red de sobornos, de corrupción policial? ¿Estaba involucrado el sheriff de Herkimer County? ¿Estaba involucrado el Journal?

Cuando todas aquellas peticiones, repetidas una y otra vez, cayeron en saco roto, mi padre fue a la emisora de televisión WWSP-TV para pedir «tiempo en antena», y un gerente muy asustado procedió a despedirlo. A continuación se presentó en el despacho de un abogado en el centro de Sparta cuyo nombre había encontrado en las páginas amarillas e insistió en hablar con Schell -así era como se apellidaba- con la esperanza de interesarlo y conseguir que se hiciera cargo de una serie de demandas con acusaciones de «calumnias», «injurias», «difamación», «pérdida de ingresos» contra la policía de Sparta, el fiscal del distrito, el Journal y otros periódicos del estado que lo habían difamado, pero su actitud vehemente y beligerante así como su falta de dinero no animaron a Schell a aceptarlo como cliente.

¿Ni siquiera por el sistema de «honorarios eventuales»? Edward Diehl habría renunciado sin problemas al noventa por ciento del dinero que le produjeran los pleitos, que, según creía, ascendería a «millones de dólares». Schell, de todos modos, rehusó la oferta.

Tampoco recomendó a ningún otro abogado.

Después dijo: «¡Cielos, el pobre desgraciado! Me miraba como una rata que se ahoga… y que acaba de darse cuenta de que nadie la va a sacar del agua para evitar que se vaya al fondo».

De manera que Edward Diehl, mi padre, llegó por fin a entender que todas aquellas personas, en apariencia sin relación unos con otros, se habían aliado en secreto. Lejos de mirarlo con simpatía, como algunos de ellos fingían, estaban de hecho en contacto unos con otros y se reían de él en su sufrimiento.

Primero lo acusaron de asesinato. Trataron de conseguir que confesara, de culparlo por un delito que no había cometido. Pero ahora ya habían renunciado a eso. Ninguno de ellos, estaba convencido, creía de verdad que hubiera matado a Zoe Kruller. Tampoco habían podido probar que lo hubiera hecho Delray Kruller. Todo aquello era agua pasada, estaba olvidado. Ahora se reían de Eddy Diehl por su condición de maniático, de «chiflado», objeto de ridículo.

Era lo mismo que sucede con una manada de animales: uno de ellos había sido herido, cojeaba y estaba condenado. Los otros se apartaban de él. Moriría solo, expulsado de la manada; a no ser que la manada se volviera contra él en un frenesí de sed de sangre y le saltara al cuello.