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La risa feroz de criaturas feroces. De lobos.

Con sangre en el hocico. Hermosas criaturas crueles que hacían piruetas y daban saltos sobre la nieve, y en el suelo el animal caído, un cadáver destripado.

El martes atardecía ya cuando papá llegó por fin a mi instituto. No había renunciado a esperarlo y sin embargo me sobresalté al verlo en el Cadillac Seville de un color oscuro semejante al cobre, tal como se había presentado pocos días antes. ¡De manera que esto es real después de todo! Papá es real.

Edward Diehl se había pasado bebiendo la mayor parte del día. Ya eran las cuatro de la tarde y llevaba bebiendo whisky y cerveza desde por la mañana. Además de varios días sin dormir. Y había tomado una decisión.

– ¡Krista, cariño! Sube al coche.

Rápidamente corrí hacia el Cadillac que tenía aspecto de recién estrenado. Quizá me observaban algunas de mis compañeras de clase… y les daría envidia, pensaba yo.

Tiene padre. Ha venido a recogerla. ¡Un coche con clase!

Olí el whisky en el aliento de papá cuando se inclinó para abrazarme y lo hizo con tanta fuerza que me cortó la respiración. Reí emocionada, me encantaba el olor a whisky de papá, su barbilla rasposa.

– Sabía que estarías aquí, Gatita. Siento haberme retrasado. Tenía algunos asuntos pendientes. Ahora ya estoy libre. Sabía que no me fallarías.

Salimos del aparcamiento. Me di cuenta de que se había producido un cambio en mi padre desde la última vez que lo había visto: todavía llevaba la chaqueta de ante, pero parecía sucia, incluso desgarrada. Su pelo rojo, entrecano ya, estaba en desorden, como si no se hubiera peinado después de descabezar un sueño. Su rostro evidenciaba los estragos del tiempo, pero su aspecto era radiante y los ojos, aunque empañados por las lágrimas e inyectados en sangre, estaban despiertos y llenos de vida. Eddy Diehl era un hombre desesperado pero también un hombre honrado. En la clase de historia nos habían hablado de John Brown, el líder abolicionista, el «loco sediento de sangre» vilipendiado por otros, aunque se hubiera sacrificado por sus principios. Lo ahorcaron y se convirtió en mártir debido a su deseo de acabar con la esclavitud en los Estados Unidos. En nuestro libro de texto, John Brown, en fotografía, se parecía a mi padre, pensaba yo.

– De ahora en adelante somos tú y yo, Krista. Necesito a mi hija conmigo.

respondí, cegada por la felicidad ¡Sí!

– Pero si vienes conmigo ahora, ¿te das cuenta?, no podrás volver con ella. No vas a poder volver con ninguno de ellos, estarás conmigo.

dije, cegada de felicidad ¡Ah sí!

– Porque no querrá que vuelvas. Tu madre no querrá volver a verte.

dije Lo sé, papá, eso es también lo que yo quiero.

Una vez en el Days Inn me enseñó la pistola.

La sacó con mucha calma de una bolsa de lona, donde la llevaba envuelta en una camiseta blanca de algodón. Colocó la bolsa de lona -manchada, adornada con insignias y sellos misteriosos como si hubiera pertenecido antes a otra persona- con mucho cuidado sobre la cama para abrirla. De la misma manera que su sonrisa juvenil, en parte tímida, en parte fanfarrona, le abrió, iluminándola, la cara maltrecha. Y se le aceleró la respiración.

¡Un arma de fuego! ¡Un arma corta! Había visto muchas veces rifles a poca distancia, rifles de calibre 22, y carabinas de aire comprimido: Ben tenía una, mi padre se la había comprado a los doce años. Y estaba la escopeta de mi abuelo, que utilizaba para cazar faisanes cuando era más joven y que a Ben y a mí se nos había advertido que nunca debíamos tocar.

Pero un arma corta, un revólver, sólo lo había visto en el cine y en la televisión.

Chato, feo y con un oscuro brillo mate, un espectáculo alarmante en la mano de mi padre, donde apenas se advertía la inseguridad.

Las dos manos, al empuñarla. Apuntando con el mismo gesto que un policía de la televisión y con la frente llena de- arrugas, mientras, adoptada aquella postura, se miraba en el espejo situado encima de una cómoda.

– Nuestro secreto, corazón. ¿No es eso?

Estaba demasiado sorprendida para reaccionar en un primer momento. Sonreí estúpidamente como me sucedía con frecuencia cuando me quedaba parada en la cancha de baloncesto, en el primer instante de aturdimiento, antes de que empezara a salirme sangre por la nariz a causa de un pelotazo descuidado o cruel contra mi rostro provocador de niñita blanca.

– ¿Krista? No pongas ese gesto de espanto, corazón. Una pistola es nuestra amiga cuando corremos peligro. Cuando tenemos enemigos que están armados. Ves, cariño…

Papá me quería enseñar algo acerca del revólver, pero estaba demasiado disgustada, demasiado trastornada para entender lo que me decía, lo que me quería enseñar, más tarde se me ocurriría Tenía puesto el seguro, ¿se trataba de eso?

– Nunca recurriría a un «arma mortífera» excepto en caso de verme forzado. Para protegerme o para proteger a mi familia. Para protegerte a ti. Si por ejemplo entraran aquí y trataran de separarte de mí.

También aquello era confuso. Tampoco era capaz de entenderlo.

– ¿Entrar? ¿Aquí?

– Si nos localizan. Si saben que Edward Diehl se encuentra en esta habitación.

El corazón martilleaba mi angosta caja torácica. Las palabras de mi padre carecían de sentido para mí. Versos de la canción que Zoe Kruller cantaba con su voz gutural llena de promesas sexuales, ¡Ave del paraíso! ¡Ave del paraíso, que en mi mano reposas!, se me pasaban por la cabeza, burlándose de mí porque mi corazón se había convertido en la avecilla que agitaba sin freno las alas tratando de escapar.

Sin dejar de empuñar el revólver, papá se dirigió a la puerta de la habitación del motel para cerrarla con pestillo y dos vueltas de llave. Rápidamente procedió a bajar la veneciana y cubrir así la única ventana, que daba a un aparcamiento de asfalto agrietado, casi vacío a aquella hora del día.

Papá trató también de correr las cortinas. Pero el cordón, del que había tirado con demasiada brusquedad, se le rompió en la mano.

– Sólo tomo precauciones, cielo. Nadie debería saber que estoy aquí (ni que tú me acompañas) a no ser que me hayan espiado, o te hayan espiado a ti. A no ser que tu vengativa mamá les haya facilitado las cosas o lo haya hecho uno de los Kruller, todavía con la esperanza de echarme la culpa a mí y no a Delray que, como todos ellos tienen que saber, es el que… Ojalá Dios se lleve al infierno sus lastimosas almas enfermas.

Me costaba mucho trabajo tragar. Se me había secado la boca. Papá hablaba con una voz que sonaba tranquila, como si estuviera seguro de que iba a darle la razón.

Cuando lo que quería era decirle Papá, ¿por qué tienes un arma de fuego? ¡Por favor, deja esa pistola!, pero las palabras se me enganchaban en la garganta. Papá no me hacía ningún caso, ni el más mínimo caso, como tampoco un padre presta atención al parloteo de un niño muy pequeño al que quiere, pero al que no tiene ninguna necesidad de escuchar.

Mareada, necesitaba sentarme cuanto antes, pero me daba miedo hacerlo en la cama donde papá había dejado sus cosas, la bolsa de lona abierta y extrañamente decorada con los símbolos privados de algún desconocido, así como una bolsa de papel marrón de la que sobresalían, brillantes, botellas de largo cuello -¿whisky?- y una caja de cartón que contenía carpetas marrones, mugrientas por el mucho uso. Como tampoco me habría sentido cómoda en la única silla de la habitación, cerca del televisor, porque estaba cubierta con la ropa manchada de papá, camiseta muy sudada y los calzoncillos que se había puesto para dormir y que luego había extendido por la mañana para que se secaran.