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Papá hizo una pausa, sonriendo. Estaba limpiando el revólver con una esquina de la colcha de felpilla, con devoción, absorto.

– Todas las condenadas casas que ayudé a construir en las Mil Islas, me hubiera gustado volver por la noche y prenderles fuego. Tenía sueños así y me despertaba riendo. Pero esas cosas no las haces nunca.

Estaba sentado con todo su peso en la cama, que crujía. Había empezado a sudar a ojos vistas. Se había quitado la chaqueta de ante y la había dejado a un lado: me sorprendió ver que era una prenda barata, que no tenía forro, y me pregunté cómo había podido confundirla con algo mucho más caro. El rostro de papá reflejaba los estragos de los últimos tiempos, pero a la vez resplandecía; el sudor hacía que le brillara la piel, pero apenas parecía darse cuenta de la incomodidad, y limpiaba el revólver con movimientos cariñosos y precisos como si pudiera extraer algo mágico de su sombría e irreductible fealdad. Recordaba cómo en la granja de mi abuelo se nos había dicho que no tocáramos sus armas de fuego; ahora, convertido ya en anciano, había dejado de cazar; incluso parecía haberse vuelto enemigo de la caza; aunque se negaba a hablar sobre ello, se había producido un «accidente» en la familia algunos años atrás protagonizado por un primo nuestro de más edad al que no habíamos llegado a conocer y que había muerto en algún lugar de la propiedad del abuelo. Mi madre nos advirtió que no teníamos que hacer preguntas sobre aquel primo, ni sobre la caza del faisán; también nos había prohibido acercarnos a las viejas escopetas que el abuelo guardaba en un armario en la parte trasera de la granja. Y ahora parecía que era con mi madre con quien estaba argumentando Pero papá no me haría daño, papá me quiere. Al ver la expresión desdeñosa de mi madre, protesté Papá tampoco se hará daño si estoy aquí con él.

– Krista, escucha, ¿seguro que no quieres una coca-cola? -papá me guiñó un ojo con una especie de maniática cortesía un poco ebria que estaba al borde de la coacción-. Porque puede que pasemos algún tiempo aquí, en esta habitación.

Incapaz de reaccionar, moví la cabeza para decir no. Me negaba a oír lo que mi padre estaba diciendo.

– Tenemos que decidir un asunto esta noche, Krista. Tu madre y yo. Esa mujer es todavía mi «esposa» y yo soy su «marido»; eso no va a cambiar. Y te concierne a ti, por eso estás aquí. Y también, demonios, lo sabes de sobra, tu padre te quiere.

A continuación se sirvió bourbon y bebió. Durante un momento muy largo estuvo meditando, sin dejar de mirarme. Sopesando el revólver que tenía en la mano.

Deseaba decir También yo te quiero, papá. Pero tenía la garganta muy seca.

A papá le brillaban los ojos con tanta emoción, con tanto amor -yo quería creer que era amor- que asustaba, porque transmitía sus sentimientos con mucha fuerza. Me estaba diciendo que tenía pruebas que enseñarme, y que enseñar a mi madre, que las llevaba reuniendo, ¿cuánto tiempo?, ¿años?, para presentar su caso a la opinión pública si es que ésa era la única alternativa.

– ¿Te das cuenta? Han hecho de mí un hombre desesperado, Krista. Pero también me han hecho mejor persona, creo. Más fuerte. Mi alma es como… el acero.

Extendidos sobre la cama había cuadernos de notas, hojas manuscritas, carpetas llenas de recortes de periódicos, fotocopias de cartas escritas a mano o torpemente mecanografiadas, con numerosas correcciones, cartas que, dijo papá, había enviado a la policía de Sparta, a la policía del condado, a la estatal y a la federal, a las emisoras locales de televisión, y a las cadenas nacionales, al Journal de Sparta, y a otros periódicos de Buffalo y de Albany, al New York limes y a la revista Time.

Había escrito a jueces, dijo. Jueces de Herkimer County, y a jueces federales del Estado de Nueva York. Todos los nombres, todas las direcciones de jueces que había conseguido localizar. Había escrito al fiscal general de los Estados Unidos y a todos los magistrados del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en Washington, D.C.

Al ver mi expresión, sorprendida y apenada, papá dijo muy deprisa:

– Sí, claro, cariño, no creas que no lo sé: la mayoría de esos hijos de puta no leen las cartas de gente ordinaria. De simples «ciudadanos». Pero tienen secretarias, ¿no es cierto? Alguien abre las cartas, alguien las lee. No les queda otro remedio, de lo contrario… ¿qué pasa si una carta contiene una «amenaza»? Tienen que saberlo. Seguro que quieren saberlo. No hay nada en ninguna de mis cartas que se parezca a eso, Krista; no, no soy un imbécil. Ni siquiera insinúo. Simplemente presento el caso, el modo en que me ha tratado la «justicia», las «autoridades», sólo hechos, nada de «amenazas», mi esperanza era que alguien tomase nota, que alguien se interesara… Me doy cuenta de que… probablemente…

Empezó a fallarle la voz. Yo trataba de sonreír, me dolía la cara con el esfuerzo de sonreír y con la atención a lo que mi padre estaba diciendo y que yo sabía que era crucial, que eran conocimientos que me transmitía por alguna razón. Con voz también entrecortada le dije que era maravilloso que hubiese trabajado tanto, que hubiera recogido tantas pruebas, quizá podía ayudarle… de un modo u otro podría ayudarle…

– Lo más irónico es, maldita sea, preguntarse ¿y si me hubieran detenido? ¿Y si me hubieran «juzgado»? Porque, tal como dicen, un ciudadano ¿no tiene derecho a un juicio?, ¿para limpiar su nombre? Porque si lo hubieran hecho, habrían tenido que declararme «inocente».

La palabra irónico sonaba extraña en mis oídos con la voz apremiante de mi padre; una palabra que nadie en la familia Diehl era probable que pronunciara, excepto ahora Eddy Diehl que podía reivindicarla; como para subrayar su rareza y confirmar su reivindicación, papa hizo una pausa para beber, limpiándose después la boca una vez más. En los últimos años se había producido una transformación en éclass="underline" ya no era joven. Ya no era un hombre bien parecido que caminaba con arrogancia y al que las mujeres miraban con deseo en sitios públicos. En sus mejillas habían crecido toscas patillas, oscuras y desiguales. Aquellas patillas provocaban la risa, papá se parecía a un pirata en una película de aventuras para niños, y esperabas que un personaje con aquella catadura guiñara un ojo y se echara a reír. Pero en lugar de eso papá dijo: