Nerviosa, respondí que mi madre quizá colgara antes de que pudiera explicarle nada.
Nerviosa, le expliqué que me gustaría que dejara el revólver. Me daba miedo aquella arma.
Papá frunció el ceño. Era un padre a quien no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, nunca.
A veces lo olvidabas. Cuando apelaba a ti, cuando parecía que se ablandaba contigo. Pero luego te dabas cuenta de que era una equivocación, una equivocación que tenías que aprender a no cometer, y que era confundir el amor que papá sentía por ti con su respeto hacia ti. A un niño se le quiere pero no se le respeta. Uno se olvida de eso.
– No colgará el teléfono. Esta vez sabrá que no tiene que colgar el teléfono.
– Sí, pero… Ya sabes que mamá…
– ¡Al carajo con mamá! ¿Qué ha hecho mamá por ti? Soy tu padre, que te quiere, ¿no es cierto?
– Sí pero, papá, la pistola me…
Queriendo decir me da miedo. Pero mi voz era débil y sonaba culpable.
– No te voy a hacer daño, Krista -dijo papá con tono de reproche-. Tienes que saberlo. Se acabará en un instante. Un latido. Te ahorrará dolor. Cariño, la vida es sobre todo dolor… es como dice la Biblia… «Todo es vanidad bajo el sol.» «Vanidad y necedad» -rió, como alguien que ha dicho algo ingenioso por casualidad. Con el revólver indicaba el teléfono en la mesilla de noche-. Tu madre está esperando esa llamada, Krista. Tu madre es una mujer lista, una mujer astuta, sabe que su «ex esposo» está en Sparta, y si sabe eso, sabe por qué estoy aquí, y que ésta es la última vez que voy a suplicarle. Es la última vez para todos nosotros. Eso lo sabe, creo yo. Creo que lo sabe. Quiero que se me devuelva la familia que se me arrebató injustamente. Quiero que se me devuelva la vida que se me quitó injustamente. La decisión corresponde a tu madre. Es su responsabilidad. Se dice cristiana, ¿no es cierto? Se arrodilla y reza, y a quién demonios rece, a Dios Padre, o a su Hijo el Salvador, tiene que darle buenos consejos, ¿no es cierto? «Hasta que la muerte os separe.» «En la salud y en la enfermedad.» Mejor hacer lo que quiere tu marido, Lucille. ¡Es tu marido! Cuando firmé los papeles para cederle la».asa, roda la propiedad, dije: «Te estoy confiando todo esto, Lucille. Espero que un día se me permita volver y se me dé la bienvenida». Tu madre no dijo no a eso. Dábamos por sentado que diría sí. Porque tenía la certeza de que mi nombre iba a quedar limpio. Porque no había hedió daño a aquella mujer, no había hecho daño a nadie. ¡No por voluntad mía, y nunca a vosotros, mis hijos! Esa era mi confianza en ella, en tu madre. Era cierto, como ella sabía, que había sido «adúltero». Eso era cierto. Pero no lo otro -aquí papá hizo una pausa, como si el reconocimiento de lo otro (el acto atroz, el irrevocable acto que era el asesinato) fuese agotador para él.
Fuera se oía el ruido de más portezuelas de coches al cerrarse de golpe. En el Days Inn comenzaba la actividad al acercarse la noche. Llegaban familias, parejas. Una de ellas, que sonaba como si los dos estuvieran borrachos, en la habitación vecina.
Papá no les hizo ningún caso. Señalaba el teléfono con el revólver, y de una manera que me ponía muy nerviosa.
– Vas a llamar a tu madre, Krista, y le vas a explicar la situación. Que has elegido venir conmigo. Que estás a salvo conmigo. Que no te va a suceder nada, ni a ninguno de nosotros, si ella acepta su responsabilidad que es lo que no ha hecho hasta el momento. Si viene a verme esta noche. Sólo tiene que subirse al coche, venir aquí y verme. Si es que te quiere como es obligación de una madre. Y escucha esto, le vas a explicar además: «Papá dice que me puedo marchar si vienes tú». Llámala «mamá», para ti es «mamá». Dile a mamá que papá te dejará que te marches si viene ella. Si «mamá» ocupa tu lugar. Ya te das cuenta, Krissie, que el vínculo del matrimonio es lo fundamental. La promesa «Hasta que la muerte nos separe». Lucille viene y Krista se puede marchar. Con la promesa de no hablar de nosotros a nadie, ¿de acuerdo? La promesa de no entrometerse. Todo lo que necesito es un poco de tiempo cara a cara con tu madre, y creo que podemos arreglar las cosas. Sé que podemos. Esos documentos, se los quiero enseñar. Tiene que darse cuenta. Tú también tienes que darte cuenta, Krissie, tu papá nunca te haría daño. Ni a tu hermano, nunca. Es una promesa. Ni siquiera necesita ser una promesa, es evidente. Es un hecho. Pero Lucille tiene que verme, esta noche. Díselo.
Me quedé mirándolo. Hablaba de manera tan razonable. La boca torcida en una sonrisa dolorosa, como si lo que estaba diciendo fuese algo tan obvio que casi no necesitaba decirlo.
– Pero, papá, si mamá sabe que estás aquí… conmigo… como ya he dicho antes, me temo que se limite a colgar el teléfono. Ni siquiera va a escuchar.
Papá enrojeció.
– No. No colgará. En el fondo de su corazón quiere hablar conmigo.
¿Era aquello cierto? A mí no me lo parecía. Quería pensar sí, pero temblaba de miedo, allí estaba papá con el revólver en la mano, no apuntándome exactamente, pero sosteniéndolo de tal manera que el más ligero movimiento lo dirigiría contra mí, a la altura del pecho. O quizá fuese papá tomándole el pelo a Krissie. Quizá papá quería que me riera. Quizá al cabo de un momento papá iba a sonreír y a guiñarme un ojo. ¡Un papá puede ser tan divertido! Pensé Papá bromea. Papá es un bromista de mucho cuidado.
– Sabes el número, Krissie. Márcalo.
Allí estaba mi mano alzando el auricular de plástico, pegajoso de las manos sudorosas de muchos desconocidos. Como en sueños marqué el teléfono de casa pero todo lo que conseguí fue un pitido frenético y papá dijo:
– Cariño, primero tienes que marcar «nueve» para hablar con el exterior, esto es un motel.
Papá se echó a reír y lo intenté de nuevo, esta vez empecé por el nueve, seguí con el número de casa y recé para que mamá respondiera, pero antes de que terminara de sonar la primera vez ya había descolgado, como si hubiera estado esperando ansiosamente junto al aparato.
– ¿Mamá? Es…
Tan pronto como oyó mi voz, dijo con tono cortante:
– ¡Krista! ¿Está ahí contigo?
Dije que sí, y mi madre preguntó:
– ¿Ha estado bebiendo ?
Dije que sí, y mi madre preguntó:
– ¿Es… peligroso?
Vacilé, no podía decir sí, no podía traicionar a papá.
Mi madre preguntó:
– ¿Dónde estás?
Vacilé una vez más, porque papá estaba muy cerca, le brillaban los ojos de la emoción, una especie de miedo jubiloso, sentía el calor húmedo que le brotaba de la piel, el feo revólver apuntando hacia el suelo y en aquel instante pensé Puedo, debo… tengo que quitarle el arma, ésta puede ser mi última oportunidad, debo gritar, debo sorprenderlo y asustarlo, tengo que correr con el revólver hasta la puerta… pero la puerta no sólo estaba cerrada con llave sino echada además la cadena que sólo permitía entreabrirla, de manera que no me habría sido posible abrirla todo lo deprisa que hacía falta para ponerme a salvo. En el espacio de unos segundos aquel hombre me habría alcanzado, aquel varón grande, robusto, sudoroso, desesperado, caería sobre mí, furioso por haberle desobedecido, por burlarme de su autoridad, por atreverme a quitarle algo sin tener el menor derecho a hacerlo. Y en consecuencia se me castigaría. Se me haría daño. Lo sabía. Me quedé paralizada, indefensa, mientras al otro extremo de la línea la voz de mi madre se alzaba llena de enojo, de inquietud, de miedo al preguntar ¿dónde? ¿Adónde me había llevado? Y a papá se le acabó la paciencia y me arrancó el auricular de las manos.