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– ¡Lucille! Estamos en Sparta, Lucille. Ven a reunirte con nosotros y todo esto se aclarará -papá acunaba el teléfono en la mano izquierda con un extraño gesto que le exigía levantar el codo, colocando el micrófono del auricular pegado a la boca, pero en ángulo. Hablaba con una voz de entusiasmo contenido, al tiempo que sonreía.

Oía que mi madre alzaba la voz pero no sus palabras y papá dijo, con calma:

– No es como dices, Lucille. Puede que te siente como un tiro, pero Krista está conmigo porque quiere estar aquí. Ésa es la realidad, Lucille. Así que ven a reunirte con nosotros y aclararemos estos malentendidos y de nuevo oí la voz de mi madre pero no sus palabras y papá escuchó pacientemente durante varios segundos antes de interrumpirla-: ¿Conoces el motel Days Inn, Lucille? ¿En la autovía? Seguro que sí. Está más allá del Holiday Inn, y de Mack's, ya sabes, la rotonda. El Days Inn. No te puedes equivocar, el anuncio luminoso se ve desde lejos. Creo que es amarillo. Nada más pasar Mili Road. Estoy en la habitación 23, Lucille. Dos-tres. Te estaré esperando, Lucille. No hace falta que llames… sólo llegar hasta la puerta, te espero. Krista y yo estamos descansando aquí…, sólo esperándote, Lucille. Tenemos que ser de nuevo una familia. Podemos llamar a Ben dentro de un rato. Empezaremos sólo contigo y con Krissie, Lucille. Sabes cuánto he querido hacer esto, Lucille. Sabes cómo soy. Krissie quiere estar aquí, Lucille. Nadie le ha hecho daño. Y nadie le hará daño. A nadie le pasará nada, lo prometo. Nadie te hará daño, en absoluto. Sólo tienes que venir aquí, Lucille, venir sola, ahora mismo y aclararemos todo esto. Escucha lo que te voy a decir… si crees que Krista está disgustada, si estás preocupada por Krista, la dejaré que salga tan pronto como tú entres en la habitación. Quiero decir que Krista puede salir. Esperar en el coche. Quizá después, si las cosas funcionan, podemos llamar a Ben, recogerlo e irnos todos a comer una pizza en algún sitio. ¿Qué te parece? A los chicos les encantan las pizzas. Nunca nos hemos comunicado de verdad, creo yo. Me han hecho suponer algo de ti que quizá no sea más que un malentendido. Me parece que te has apartado de mí, ¡que has endurecido tu corazón demasiado pronto! Pero ahora podemos rectificar. No es demasiado tarde. Descubrirás que he cambiado, Lucille. Coge el coche, cariño, ve por Garrison hasta Mohawk, y en Mohawk recto al norte hasta la Route 31, no te llevará más de diez o quince minutos. Pero tienes que salir ahora mismo. No llames a nadie. Sólo tienes que subirte al coche y llegar aquí. Sabes cómo te quiero, Lucille, eres mi mujer «hasta que la muerte nos separe», ésta es una decisión que no he tomado a la ligera, seguro que te das cuenta de que es la decisión correcta, y que tenía que haberla tomado mucho antes Lucille?

Papá escuchó. Luego frunció el ceño y la interrumpió :

– No, Lucille. Ahora.

Y acto seguido colgó el teléfono.

El fin, cuando llega, lo hace a toda velocidad.

No lo puedes prever. Bueno, sí que lo has previsto, por supuesto.

El problema que apareció en mi vida debía tener un final, simultáneamente con aquella vida.

Porque, también por supuesto, mi madre llamó a la policía. No hubo nunca ni un atisbo de posibilidad de que Lucille aceptara la petición de mi padre de presentarse en la puerta de la habitación 23 del motel Days Inn, y aún menos que un atisbo de posibilidad de que quisiera presentarse en mi lugar para que de esa manera se me permitiera marcharme. Aterrada y casi dominada por la histeria, mi madre llamó al 911 y contó, tartamudeando, lo que sabía, todo lo que sabía, acerca de mi padre que «tenía secuestrada a su hija» en el Days Inn en la Route 31; acerca de mi padre Edward Diehl que había estado «implicado» en el asesinato de Zoe Kruller, en 1983, pero al que nunca se había detenido; acerca de Edward Diehl que había sido su marido pero que había «pronunciado amenazas contra mi vida, y la vida de mis hijos, muchas veces…». Y en el espacio de seis minutos después de aquella llamada, agentes de policía de Herkimer County empezaron a llegar al Days Inn. Al igual que vehículos de la policía de Sparta. En total se reunieron doce coches, además de otro vehículo para emergencias médicas; tampoco tardó mucho en llegar una furgoneta con un equipo de cámaras de la televisión local; a todo esto se unieron las sirenas, las luces rojas que lanzaban destellos, las voces de desconocidos que exigían que Edward Diehl abriera la puerta -que saliera con las manos en alto-, que dejara caer el arma de fuego si es que tenía una, y que lo hiciera de inmediato.

Para entonces -como un animal paralizado por el terror- estaba encogida de miedo en un rincón de aquella habitación con olor a moho. Me había introducido entre la pared y un buró, estaba tumbada y jadeaba y me decía Que intervenga mi madre si está aquí. Que hable con él, la dejarán que hable con él, todo se arreglará. Diciéndome No le harán daño, ni tampoco a mí. Todo se arreglará. Papá me vio y se apiadó de mí; no me reprendió, no me regañó; se movía inquieto por la habitación empuñando el revólver y monologaba entre resoplidos. La euforia y el entusiasmo hacían que le brillase la cara. Las luces rojas que llegaban desde el aparcamiento, por otra parte, le iluminaban el rostro de pirata patilludo y maltrecho y los ojos desafiantes pero de mirada vidriosa.

– ¡Te quiero, Gatita! Más vale que no se te olvide.

La voz exterior se había convertido ya en una voz de megáfono, tan atronadora como si estuviese en la habitación con nosotros. Un grito, una voz masculina furiosa, instrucciones repetidas a Edward Diehl para que abandonara su arma, abriera la puerta y dejara salir a su hija; que cruzara el umbral despacio y con las manos en alto y bien visibles y nadie le haría daño, repitiendo No se hará daño a Edward Diehl y quizá mi padre se echó a reír, creo que sí, que oí reír a papá, o fue quizá el sonido de un sollozo que se parecía a la risa, la cara de papá aturdida y roja y con el aire regocijado como de pirata provocado por las patillas y la boca que se movía y los ojos desbocados sorprendidos por el resplandor de un reflector poderoso enfocado a la puerta y a la ventana de la habitación que atravesaba las venecianas agrietadas y sucias que papá había bajado de un tirón para protegernos de los ojos de los extraños. En aquellos últimos y sorprendentes minutos de su vida mi padre no habló, no me dijo nada más, como si con la urgencia del momento se hubiera olvidado de mí, una especie de olvido le había lavado el alma, su alma tan dura como el acero, y se había olvidado de mí, se había olvidado de su mujer a quien con tanta desesperación había llamado a su lado. Se había olvidado de su familia, de su vida que se había torcido tanto. Porque su sabiduría secreta era que la muerte es fácil, que morir es mucho más fácil que vivir. Ya en la puerta, calmosamente girando la llave y retirando la cadena tal como se le había ordenado y, entre los dedos de la mano vi también, mientras seguía tumbada, paralizada por el terror, en un rincón de la habitación maloliente y entre bolas de pelusa, a través de las láminas torcidas de la veneciana, la brillante luz deslumbradora dirigida contra nosotros desde hura, una violenta luz cegadora, de un blancor llevado a sus últimas consecuencias, un blanco que se podría confundir con la luz más pura de las estrellas, que iluminaba y consagraba todo lo que tocaba incluso aunque significara olvido, aniquilación y extinción; y bañado por aquella luz -porque mi padre ya había abierto la puerta de una patada y la habitación del motel con su olor a moho había quedado expuesta a las miradas de los desconocidos- vi a papá agachándose, los hombros encorva dos y la cabeza baja; el rostro estaba ya de espaldas a mí y no podía ver si sonreía, nunca volvería a ver de nuevo la cara de papá y así tengo que abandonarlo ya, en su temblorosa mano derecha el revólver que los medios de comunicación identificarían como un Smith & Wesson de calibre 38, ilegalmente en posesión de Edward Diehl, vi cómo papá avanzaba, seguro, hacia aquella luz cegadora y alzaba el arma como si se dispusiera a hacer fuego en lo que al parecer fue un espontáneo gesto de burla que se convertiría en el gesto final de su vida.