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– ¿Papá? Despierta -dijo Aaron, alzando la voz.

De manera cautelosa apartó la manta del rostro de Delray. Quería pensar lo que siempre se quiere pensar en semejantes casos ¡No es él!

Tenía el rostro maltrecho, hinchado. Parecía un balón de fútbol que hubiera recibido demasiadas patadas. El pelo gris que, según Aaron recordaba, había sido de un negro lustroso, y que Delray se sujetaba con una cinta, como si fuera un guerrero comanche, para sembrar el terror en los corazones de los varones de raza blanca, se aclaraba en la coronilla y estaba apelmazado y sucio; por otra parte, una barba rala tan puntiaguda como las púas de un animal le cubría las mejillas. Delray no tenía más que cuarenta y ocho -¿cuarenta y nueve?- años, Aaron no estaba seguro, pero parecía diez años mayor, o incluso más, con contusiones bajo los ojos mal cerrados y la boca desencajada como la de un pez muerto. Había una máscara mortuoria seneca, antigua y raída, que Aaron había visto en un museo, órbitas vacías, boca en O muy abierta, y plumas ralas de búho en el tocado y no le quedaba más remedio que reconocer -maldita sea- que Delray se parecía ya a aquella máscara mortuoria de la que los críos se habían reído mientras pasaban en tropel ante las polvorientas vitrinas del museo. Los niños indios, en apretado grupito, se habían burlado con más fuerza y risas más ásperas.

Se tenía la sensación de que a Delray le habían pegado y pateado. Aquello no era el simple resultado de una caída de borracho. Aaron adivinó que todo el cuerpo de su padre debía de haber absorbido una considerable cantidad de golpes.

Desde el umbral de la casa de ladrillo rojo se alzó una voz de mujer. La tía de Aaron, envuelta en un abrigo y encorvada, le increpaba:

– ¡Llévatelo de aquí! ¡No lo soporto más! Se está matando pero, maldita sea, no quiero que me mate a mí.

Sin embargo, al ver a Aaron forcejeando con Delray, Viola se ablandó y acudió a ayudarle. Los dos resoplaron mientras trataban de alzarlo, consiguiendo al fin -ahora que estaba despierto en parte- ponerlo en pie.

– Escucha, papá, no puedes dormir aquí, ¿sabes? Se te va a helar el alma. Soy yo, Aaron, y Viola. Vamos, despierta.

Viola restregó con nieve la magullada cara de Delray, lo que ayudó a revivirlo. Aaron le pasó un brazo alrededor de la cintura para sostenerlo. Dios del cielo, ¡cuánto había engordado su padre! Era como un saco de patatas. No más alto que Aaron pero con quince kilos de más como mínimo. Delray rezongaba como si estuviera rabioso, indignado. Daba codazos a Aaron sin saber, al parecer, quién era, ni advertir su intención de ayudarlo.

– Vamos, papá, no fastidies. Tengo que llevarte a casa antes de que se presente la pasma.

Beber así, con tanta dedicación, era lo más parecido a una lesión cerebral. Nada divertido ni que pudiera tomarse a broma. Delray había estado bebiendo vodka últimamente para que el alcohol le llevara a un lugar del que un buen día, quizá, ya no volviera.

Donde sería posible verlo, a lo lejos. Un vapor con forma de hombre que se desvanecía a medida que se le miraba con más fijeza.

Con la ayuda de Viola, Aaron consiguió llevar a Delray hasta la furgoneta, alzarlo y meterlo dentro; una vez allí se desparramó, atravesado, en el asiento delantero, entre gruñidos y maldiciones. Viola se reía de pura exasperación, el rostro humedecido por las lágrimas. Ya había soportado más que bastante, dijo. Delray era su hermano mayor, al que había admirado toda su vida y que además la había cuidado en momentos cruciales de su existencia, como cuando su primer marido casi se volvió loco y trató de matarla -antes de que lo encarcelaran en Potsdam, donde murió-, y algunas otras veces, pero ahora, aquello era un giro nuevo, aquello era más de lo que Viola podía aguantar.

Entre los Kruller se decía en voz alta que Delray iba camino del infierno, detrás de ella.

Ella quería decir Zoe. Que ya estaba en el infierno.

– Llévalo a Watertown mañana -dijo Viola-, al hospital de ex combatientes. Tienen su historial. No les quedará más remedio que aceptarlo. Ponerle un tratamiento de desintoxicación. Otra noche como ésta y Delray se habrá ido al otro mundo.

Aaron dijo que sí, que lo haría. Y añadió que vería cómo estaban las cosas por la mañana.

– He dicho que lo lleves -dijo Viola con brusquedad-. Hay que internarlo. Nada de «cómo estén las cosas por la mañana», joder.

Aaron dijo que sí. Le asustaba el enfado de su tía, la cólera de una mujer se puede convertir en arañazos en la cara si no estás atento. Pensando en cómo siete años después de haber sido asesinada -¡siete años!- su madre seguía siendo la culpable. Cualquier cosa que sucedía en sus vidas desde entonces era consecuencia de lo que Zoe había empezado. Camino del infierno, detrás de ella.

Aaron condujo despacio hasta Quarry Road. Con cuidado. Su padre borracho podía ponerse a dar coletazos como un pez, a vomitar o a pelearse con éclass="underline" un borracho en una situación tan extrema es peligroso, como un yonqui totalmente ido. El subidón de adrenalina del mismo Aaron había llegado a su punto más alto y ahora estaba disminuyendo. La cabeza le latía ya de dolor como si las venas y arterias del interior del cráneo fuesen de goma y se estirasen hasta casi reventar y aquello le asustaba.

Delante de él, un coche patrulla estaba torciendo por Post Road. Aaron disminuyó la velocidad. No quería atraer la atención de ningún polizonte. Estaba completamente seguro de haberse serenado ya, pero aquella misma noche había estado bebiendo, y si los polis lo paraban y le hacían pasar la prueba de la alcoholemia quizá le encontrasen alcohol en la sangre y lo acusaran de conducir «bajo la influencia», lo que le haría perder el carné de conducir ¿y entonces qué? No se puede vivir sin carné de conducir.

Después del trabajo había estado bebiendo con sus amigos en el Grotto. Dos tipos del garaje de Delray, gente casada de más edad, pero poco amiga de volver a casa con su familia. Y luego había aparecido una chica -mujer- algunos años mayor que Aaron… que se llamaba ¿Sheryl?, ¿Shirl?, y le había dado algún tipo de droga, deseosa de que se colocara con ella, no merecía la pena colocarse sola, había dicho, y Aaron había aceptado, como si tomar drogas fuese una de sus ocupaciones preferidas, a los veintiún años debería ser ella quien le excitara. Ahora empezaba a acordarse, un poco: Sheryl, con una trenza muy prieta que se balanceaba como una cola de caballo y una rápida respiración jadeante como un silbido de vapor de agua. En el aparcamiento detrás del Grotto los dos a tientas y resoplando y más tarde Aaron se la había llevado a casa imaginando que Delray no iba a estar allí -como así había sucedido- y de lo que pasó entre los dos en la casa, en aquella habitación trasera, Aaron no estaba seguro.

Excepto que la chica se había dejado la reluciente trenza de pelo falso, como una provocación.

La peor posibilidad era que él le hubiera hecho daño, o la hubiese insultado sin darse cuenta, y ella lo hubiera denunciado y ahora precisamente lo estuvieran buscando y comprobaran las matrículas de todos los coches, y con Delray borracho y enfermo, despatarrado en el asiento de al lado, lo hicieran detenerse, examinaran su carné de conducir, la documentación de la furgoneta, realizaran una comprobación en el ordenador y, por supuesto Kruller, Aaron estaba fichado, tenía un historial juvenil por peleas en el instituto, «agresiones» y faltas; según las leyes del Estado de Nueva York ese historial es secreto pero de todos modos su nombre aparecería en la base de datos del departamento de policía de Sparta y no era descabellado suponer que Kruller, Delray también estuviera fichado. Embriaguez y alteración del orden público, conducir ebrio, resistencia a la autoridad el carné de conducir de Delray Kruller suspendido por seis meses en 1987.