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– ¿Y tu padre estaba todavía en casa? ¿Acostado? ¿Dormido?

Aaron se encogió de hombros una vez más. Por lo que él sabía, sí.

Los detectives intercambiaron miradas de pensativo escepticismo. Aaron entendió que, en su opinión, mentía, pero no estaba dispuesto a caer en la trampa de hablarles de manera insolente.

– Entonces, ¿estás seguro, Aaron? -preguntó Brescia, el detective más joven. ¿Dices la verdad y no nos mientes para proteger a tu padre… quieres que nos creamos eso?

Que nos creamos esa tontería casi había dicho el detective. Aaron sintió el desagradable sabor agrio, como a alquitrán, más fuerte esta vez.

Se encogió de hombros. Sonrió. Sí. Estaba seguro.

En aquellas primeras semanas de la investigación, los detectives de Sparta tuvieron que reconocer que no habían conseguido ninguna prueba material que vinculase a Delray Kruller con el asesinato de su mujer. Entre las numerosas huellas dactilares encontradas en la escena del crimen a manera de cagaditas de mosca esparcidas por toda la destartalada casa, la realidad era que nunca apareció ni una sola que coincidiera con las huellas de Delray Kruller.

Ningún testigo del barrio afirmaría haber visto a Delray en ningún sitio cercano al 349 de West Ferry Street aquella noche, aunque sí informaron acerca de uno o dos varones, incluido Eddy Diehl en su reluciente Oldsmobile de color crema.

Nada de todo aquello sorprendió a Aaron. Sabía que Delray no le había mentido. Bastaba que Delray se lo jurase para que Aaron se hubiera apostado la vida.

Eddy Diehl era el nombre que se oía con más frecuencia en relación con el asesinato de Zoe Kruller.

Eddy Diehl había sido el amante de Zoe y se le había visto en la casa de West Ferry Street.

Eddy Diehl, casado y con hijos. Un hombre conocido por su genio vivo y por beber en exceso.

Empujó la puerta, que estaba ligeramente entreabierta. Y vio en aquel instante lo que había en la cama. Un cuerpo femenino medio desnudo, medio caído del lecho destrozado, y un brazo ensangrentado extendido por el suelo como haciéndole señas para que entrara.

Un grito se le escapó de la garganta. El grito de un animal herido que le dejó la garganta en carne viva.

No gritó Zoe sino mamá.

Muchas veces gritaría mamá mamá mamá entonces y en sucesivas ocasiones a lo largo de su vida.

Y recordaría cómo en aquel terrible primer momento algo pareció lanzarse hacia él, hacia su rostro, una forma oscura como un murciélago, dispuesta en apariencia a asfixiarlo. Había empezado a perder el conocimiento -las piernas se le doblaron- y se encontró en el suelo sobre manos y rodillas, sintiendo náuseas.

Un vómito caliente y ácido. Que se derramaba y le saltaba de la boca.

El significado de estar muerto. Si eres carne, acabas por pudrirte. Eso es lo que muerto significa.

La había olido, pensó. Estaba seguro.

Pese al aire helado. Estaba seguro.

Los medios de comunicación no revelarían lo que Aaron hizo en los minutos que siguieron.

No salió corriendo del dormitorio, como podría haber hecho otra persona. No bajó las escaleras a toda velocidad dando gritos para pedir ayuda. Ni por un momento se le ocurrió pensar en el peligro que quizá corría si el asesino o los asesinos de Zoe seguían en la casa.

No hizo nada de todo eso. Logró ponerse en pie y se acercó a donde estaba su madre, golpeada y ensangrentada entre las sábanas, y resopló con el esfuerzo de tumbarla de nuevo en la cama y de levantar el brazo rígido que descansaba sobre el suelo. Trató de enderezarle los brazos, extrañamente doblados, trató de cubrir su desnudez. Las sábanas, empapadas en sangre, se habían endurecido. Porque hacía mucho frío en el dormitorio, estaban casi a bajo cero, alguien había forzado una ventana para abrirla. Se notaba, sin embargo, el inconfundible olor a orines, a excrementos. Pese a la emoción que le embargaba, Aaron se sintió humillado y avergonzado. Se sintió humillado y avergonzado por su madre. Su madre, el cuerpo desnudo de su madre. ¡Era tal la vergüenza que se desprendía de un cuerpo desnudo! Y en la orina y las heces que le manchaban los muslos. Zoe Kruller había sido una mujer hermosa, vestida con su traje reluciente que tanto destacaba en el escenario del quiosco de la música, pero su cuerpo destrozado y mutilado no tenía nada de hermoso. Y el olor no era un olor agradable.

Alguien había abierto en parte la ventana y en la habitación había entrado nieve. Aaron llegó dando traspiés hasta la ventana y la alzó todo lo que pudo.

¿Por qué? ¿Por qué gastar tiempo en hacer una cosa así?

¿Estabas loco, Aaron? ¿Qué se te pasaba por la cabeza?

Al igual que la cama de Zoe, la habitación estaba destrozada. Se podía llegar a creer sin dificultad que había sido destrozada de manera sistemática, deliberada. Un forcejeo frenético había tenido lugar allí. Por todas partes había cosas tiradas por el suelo. Aaron tropezó con un zapato de tacón alto. Una pantalla rasgada, una lámpara de porcelana agrietada. Ropa interior de mujer, medias. Un suéter manchado y vuelto del revés. Un sujetador color carne roto y tan etéreo como una telaraña. Al otro lado de la ventana el sol de febrero brillaba cegador con el reflejo de la nieve recién caída. El sucio papel pintado de la habitación, salpicado de sangre, quedaba descarnadamente expuesto. Parecía como si un niño desquiciado hubiera lanzado pintura roja contra las paredes. Había una toalla empapada en sangre muy apretada en torno al cuello de Zoe y anudada en la nuca. Porque el cuero cabelludo le había estado sangrando, ya que tenía el cráneo roto. Se habían tirado al suelo los objetos que estaban encima de un buró. Un bolso de mujer cubierto de lentejuelas azules con una cadena de oro falso. Artículos de tocador femeninos. Un recipiente de polvos de talco con su contenido derramado por el suelo. Los polvos de talco olían a lirios del valle y rápidamente Aaron se acuclilló para rociar el cuerpo de su madre y la cama con puñados de polvos de talco. Polvos de talco también por el suelo y por las paredes pegajosas con sangre coagulada. Y Aaron cubrió el cuerpo con más ropa de cama, un montón de sábanas para ocultar el cuerpo maltrecho, todo lo que pudo encontrar, cualquier cosa que sus manos encontraron a tientas, lo que quedaba de los polvos de talco también lo vació encima del cadáver.

– Así está mejor. Eso ya está bien.

Exhausto, abandonó a continuación el dormitorio. Se marchó del dormitorio desmantelado que ahora olía a lirios del valle. Había dejado por todas partes sus huellas dactilares sin pensar en ello ni tampoco en quién podría estar aún en la casa, escondido en cualquiera de las habitaciones. No pensó nunca en Jacky DeLucca, la mujer que se había pasado la lengua por los labios sensuales al tiempo que le sonreía, y que también podría haber sido asesinada en otro lugar de la casa; Aaron se había olvidado por completo de Jacky DeLucca. No se detuvo a mirar en ninguna otra habitación. Tampoco echaría una ojeada al baño, muy próximo. Envuelto en una niebla de calma muy poco natural descendió las escaleras como alguien a quien se ha zarandeado para que deje de dormir y no está aún despierto del todo. Había sin embargo un olor, un olor a sangre y a muerte, y ahora a lirios del valle, enfermizamente dulce, en sus manos. Y también sangre. Y una mezcla de polvos de talco y de sangre en una mejilla, la parte del rostro donde se había tocado. Estuvo a punto de desmayarse en las escaleras, pero logró salir a duras penas al aire libre helador y se sentó pesadamente en los escalones de la entrada. Se había quedado sin fuerzas en las piernas, y lo mismo le sucedía con el resto del cuerpo. Sentía sin embargo una extraña calma, tenía un sentimiento de satisfacción, de haber logrado algo. Lo que estaba en su mano hacer por Zoe lo había hecho. Pero se sentía demasiado débil para marcharse. Demasiado débil para pedir ayuda. Sobre los sucios escalones de cemento de la entrada y la puerta entreabierta tras él, con el adorno navideño de oropel torcido. Quizá lo había torcido el mismo Aaron. Con los ojos bien abiertos y en apariencia tranquilo en su estupor doloroso, fue allí donde lo encontraron.