Durante varias semanas quiso ir a la biblioteca pero no pudo. Trabajaba hasta muy tarde y cuando llegaba ya habían cerrado.
Un día al volver del trabajo salió del ascensor en el piso 15 y torció por el pasillo sin mirar al frente, ocupado en buscar la llave del apartamento en el fondo de la bolsa. Cuando ya iba a ponerla en el cerrojo acuciado por una presencia en la que no había reparado, levantó la vista y allí estaba Andrea, apoyada en la pared, a medio metro escaso de distancia, sonriendo divertida y emocionada ella misma por la sorpresa que había preparado.
– No has cambiado, no has cambiado nada -le decía, tan cerca su cara de la de ella que de no haber estado los ojos fijos en esa motita casi invisible que había descubierto junto a la ceja habría visto su rostro borroso como en un sueño-. No has cambiado nada -repetía y deslizaba el dedo por la frente, los párpados y las mejillas concentrado en el contacto, casi sin verla, como resbalan las yemas del ciego sobre los contornos y las superficies para descubrir los secretos que están vedados a los videntes. Apenas pudo hablar de otra cosa hasta el amanecer, demasiado obsesionado el pensamiento y la avidez por una presencia que había deseado durante meses, y cuando lo hizo no atendió a las razones que ella le daba -este viaje es sólo un paréntesis, una sorpresa que no significa nada-, porque le parecía que ella misma y su llegada desmentían la veracidad de sus palabras y de sus propósitos, y sin querer oírla insistió en ofrecerle de nuevo y con más vigor aún, su vida, su tiempo, su cuerpo y su alma, y se entretuvo incluso en anticiparle cómo podría ser la vida de ambos en Nueva York seguro de transmitirle su entusiasmo y vehemencia. Porque ahora que la tenía tan cerca, en el lugar idóneo, el perfecto, el que le había sido destinado desde siempre, no cabía imaginar cómo había de ser de otro modo.
Hacia las diez de la mañana, sin embargo, ella comenzó a recoger su ropa porque salía hacia México dentro de un par de horas con Leonardus y dos de sus socios en un viaje de prospección, dijo, están cambiando las cosas en España, añadió, con la llegada de la democracia y hay que estar preparado. Andaba con prisa, pero aún le quedó tiempo para recordarle que esa escala en Nueva York no había de hacerle concebir otras esperanzas que, insistió, no tendrían fundamento alguno.
– Sin embargo tú me quieres.
– Ya lo sabes -respondió ella-, pero no hay solución para nosotros. La vida es así, no le pidas más de lo que puede darte -y sonreía como entonces como el día, un año antes -un año ya- que se había presentado en la casa de la plaza de Tetuán donde él vivía con una hermana de su padre, para rematar la larga discusión que habían tenido la noche anterior y darle a conocer un veredicto cuya urgencia y brutalidad no pudo comprender.
– Pero ¿por qué tengo que irme? ¿Qué me estás queriendo decir? -preguntó él entonces.
– Federico ha desaparecido, bien lo sabes. La policía lo busca. La productora sin él no funciona. Tienes una oportunidad en Nueva York con ese contrato que te ofrecen a través de Leonardus. ¿O prefieres quedarte en Barcelona sin trabajo, expuesto a que la policía te encuentre? Sabes que te están buscando.
Era cierto que desde hacía una semana la puerta de la productora estaba sellada por orden judicial, que hacía varios meses que nadie había cobrado y no se tenían noticias de Federico, pero nunca se le había ocurrido relacionar esos hechos con la política.
– ¿Por qué habrían de buscarme? -le preguntó-. Si lo hicieran ya me habrían encontrado, nada más fácil.
– Sé lo que me digo -respondió Andrea que a todas luces tenía prisa, y sacó del bolso una cartera con el billete, una lista de direcciones de Nueva York y el contrato del piso que había alquilado para él por un año entero en la calle 14 con la Segunda Avenida -. Y tampoco nosotros tenemos futuro -dijo con dulzura.
Pero él casi no la oyó porque lo único que le interesaba en ese momento ella no estaba dispuesta a aportarlo.
Bajaron juntos en el ascensor y salieron a la calle.
– Siempre te estaré esperando -juró aún en el último minuto sin darse cuenta cabal de que desaparecía en el taxi perdido en la circulación hasta que, consciente de que había salido sólo con la llave, volvió a casa. El apartamento tenía un olor distinto ahora y estaba más vacío que durante todos esos meses y su trabajo, su vida en Nueva York y él mismo, de pronto carecían de sentido.
Llamó al plato e inventó la excusa de una caída, como había hecho ella en tantas ocasiones aquel primer año en Barcelona, y se tumbó en la cama revuelta. Tenía el día libre y no sabía muy bien qué hacer. Daba vueltas y más vueltas a cada uno de los gestos de ella, a sus palabras que repetía incansablemente hasta agotarlas y gastarlas y lograr que se vaciaran de sentido, y hacia las tres de la tarde ni el aroma que su cuerpo había dejado flotando en el aire ni el temblor decreciente de sus manos eran más que otra imagen fugaz que añadir al bagaje que la memoria arrastraba consigo desde que tomó el avión aquella mañana de junio en Barcelona.
Salió de nuevo y se fue al japonés de la calle 16. Comió lo que no había comido en dos semanas y se tomó dos bloody mary. Y cuando al salir miró el reloj y vio que eran las cinco y media decidió ir a la biblioteca.
La vio inmediatamente con la cabeza inclinada sobre los libros, jugando distraídamente con un mechón del flequillo. Tomó una revista y fue a sentarse casi frente a ella. Hasta mucho rato después, al levantar la vista quizás atraída por el reclamo de su mirada, no le vio; le sonrió con timidez pero sin sorpresa y volvió a su libro. Cuando se levantó para irse él la siguió y una vez en la puerta la invitó a tomar un café. Ella aceptó. Él no tomó un café sino una cerveza y luego otra y mientras la tarde se adormilaba sobre los rascacielos y el rosa del crepúsculo teñía el cielo brumoso y espeso de la ciudad, le contó la misma versión de su vida que había querido contar un par de años atrás a Andrea, sin prisas porque nadie les esperaba ahora y porque posiblemente tampoco él estaba tan impaciente como el día que la conoció en la playa, ni tan ansioso como cada uno de los instantes que estuvo con ella aquel verano y el invierno que le siguió hasta que se fue, y aun después. Y porque estaba seguro también de que en aquel mundo de cemento, ruidos y excesos, hablar con calma de su infancia en la lejana aldea escondida entre trigales resultaría cuando menos una historia mucho más exótica. Comenzó casi de la misma forma, como hacemos todos afianzando la versión oficial de nuestra propia vida, esa versión que acabamos creyendo y a partir de la cual elaboramos un dictamen sobre nosotros mismos que a toda costa queremos que acepten los demás:
– Me llamo Martín Ures -le dijo en un inglés que a pesar de haber mejorado seguía siendo elemental- y soy español. -Ella asintió como si ya lo supiera-. Soy de Ures, provincia de Guadalajara, en el centro de España y estoy muy orgulloso de llevar el nombre de mi aldea.
Cenaron aquella noche en un restaurante del Village y pasearon hasta el amanecer. Al día siguiente, tal como habían convenido, Katas apareció en su apartamento para recoger su bolsa y llevarla a la lavandería junto con la de ella. Martín fue por la tarde a buscarla a la biblioteca y le pidió que le acompañara al rodaje del otro lado del puente de Brooklyn y tres días después le ayudó a pintar el apartamento que, dijo, necesitaba una mano de pintura. Hablaban por teléfono por lo menos una vez al día y si llegaba pronto a casa Martín preparaba una ensalada y tortillas que compartía con ella. Fueron al cine, al Central Park, y al gimnasio de la Segunda Avenida y acabaron contando el tiempo por las horas que les faltaban para encontrarse. Pero ni siquiera cuando al cabo de tres meses pidió prestados a Dickinson, el primer cámara, los cincuenta dólares que necesitaba para llevarla a cenar al New Orleans, un restaurante con manteles a cuadros y velas en copas de cristal sobre las mesas donde había decidido pedir una botella de vino y regalarle luego los largos pendientes de azabache que ella había descubierto en un escaparate de la Segunda Avenida muy cerca de su casa, ni siquiera esa noche, convencido como estaba de que a la vuelta ninguno de los dos habría de pulsar el botón del piso 14, quiso aceptar que había marginado a Andrea. Es más, mientras se preparaba para salir y se ponía la camisa blanca que él mismo había planchado, se aferraba con obstinación al recuerdo de su mirada azul como nos aferramos a la memoria de un muerto para que no desaparezca la parte de nuestra vida que se fue con él y sigamos siendo lo que somos.