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– Este hombre es imparable -dijo Chiqui dando un bufido y al ir a levantarse Martín la retuvo.

– Siempre había fiesta y alegría -continuó el barquero sin darse por enterado- porque había dinero -y movió el índice y el pulgar bajo los ojos de Chiqui-, mucho dinero. Veinte mil habitantes tenía esta isla, más de veinte mil, sin contar con los forasteros que podían llegar a ser dos o tres mil más. Pero luego vinieron los barcos de vapor y poco a poco fueron pasando de largo, y quedamos abandonados en ese extremo del Mediterráneo. Eso fue el principio. Más tarde vino una guerra, después otra. Ahora quedamos apenas doscientas personas. Todos se fueron, a todos se nos llevaron cuando comenzaron los bombardeos. Los italianos nos invadieron, los ingleses los expulsaron a bombas, se quedaron con la isla y la convirtieron en un polvorín. A nosotros nos enviaron a Palestina, al Irak, a Australia. Y cuando todo acabó, aquí no quedó nada ni nadie.

De pronto se calló. Una figura alta y sombría atravesaba la plaza flanqueada por dos perros alanos, fuertes y pardos con las orejas caídas, el hocico romo y arremangado y el pelo corto, que marchaban a su mismo paso vacilante. El hombre llevaba un alto birrete del mismo color de ala de mosca que la sotana raída y una larga barba le llegaba casi hasta la cintura, y aunque caminaba erguido sin mirar más que al frente era evidente que intentaba conservar el equilibrio. Pero aun así, formaban los tres un conjunto altivo.

– Es el pope con sus perros que va a tocar la campana de la tarde.

Se hizo un sitio entre Andrea y Chiqui y agachándose como si fuera a contar un secreto jocoso, o quizá temeroso de que el pope pudiera oírle, se tapó la boca con la mano y añadió:

– Siempre está borracho. Por esto está aquí, por borracho. Dicen que fue desterrado hace muchos años pero ahora es él quien manda aquí. -Y recuperando la amplitud de gestos que había utilizado para cantar los tiempos gloriosos de la isla sentenció-: Como un rey destronado que se erige a sí mismo reyezuelo.

– ¿Por qué lleva esos perros? -preguntó Chiqui a Leonardus.

– Porque le gusta -contestó Pepone-, porque está loco. En esta isla todo el mundo está loco. Mira ésta -y señaló el muelle-, Arcadia, la visionaria.

Era una vieja alta, delgada, de huesos estrechos y alargados como las sombras, envuelto el cuerpo y la cabeza en un harapo continuo que arrastraba como un manto demasiado largo, del mismo color tostado que la piel de su rostro sin mejillas. Caminaba por el muelle dando someros tumbos y a los pocos pasos desapareció en un portal o en una bocacalle, era difícil saberlo desde allí.

– Está buscando su casa. Volvía del pueblo cuando la sorprendió el bombardeo y no logró encontrarla. No había más que un inmenso agujero, y desde entonces hurga en las ruinas buscando a sus hijos. -Y se rio-. No come ni duerme jamás, no tiene casa, no habla con nadie la vieja Arcadia, se limita a canturrear y caminar desde el alba hasta la noche cerrada y buscar sin descanso desde hace más de cuarenta años.

– Pues vaya isla a la que hemos ido a parar -dijo Chiqui.

Llegaron entonces los dos hombres y el mecánico que Pepone había enviado a buscar. Saltaron a bordo y se volcaron los tres sobre el motor hablando entre sí como si a nadie más importara la avería. Y entonces Pepone, recuperado su papel de intermediario, se dirigió a Leonardus y después de reclamarle el pago de la operación de remolque, le comunicó con una seguridad no exenta de cierta alegría que no podrían zarpar por lo menos hasta el día siguiente, porque no había en la isla la pieza de recambio que necesitaban. Y añadió que habían tenido suerte, aunque por el tono parecía indicar que no la merecían en absoluto, porque el barco que una vez cada semana hacía la travesía de ida y vuelta desde Rodas, llegaba precisamente los miércoles, es decir, mañana. Dimitropoulos, el mecánico, iría a llamar ahora mismo siempre que el teléfono funcionara, y ellos, entretanto podían visitar el pueblo, e hizo un amplio gesto con el brazo para dar a entender que algo habría por ver en aquellas calles vacías y aquellas laderas desoladas. Él, por supuesto, estaba a su disposición para llevarles con la barca a donde quisieran. ¿Deseaban acaso visitar la cueva azul, la más hermosa de cuantas cuevas había en las islas del Dodecaneso? Hoy precisamente era el día adecuado porque la calma permitiría entrar en ella sin dificultad. ¿O preferían mañana por la mañana cuando la luz del sol, y señaló el lejano segmento de horizonte entre las bocanas del puerto, entrara por la ranura y se polarizara en tonos irisados de color azul? Él vivía allá, en la casa ocre junto al café. No tenían más que llamarle y gustosamente les atendería.

La inmovilidad o quizá la certidumbre de que habían de permanecer al menos un día en la isla incrementaba el calor que después del mediodía se había condensado, y aunque la línea de sombra de la roca se desplazaba ganando terreno a la bahía, faltaba el aire incluso en cubierta. Leonardus se había quitado la chilaba y había prendido el ventilador de su camarote, y tumbado en la litera con la puerta abierta de par en par para crear una corriente de aire inexistente, transpiraba y resoplaba como una ballena.

Las dos veces que en el transcurso de la tarde Martín se había asomado a cubierta no había visto un alma por el muelle. Chiqui se había puesto los auriculares de Tom y seguía el compás de la música con el cuerpo sudoroso mientras los dos hombres hablaban en voz baja como si no quisieran despertar al pueblo sumido en la siesta. Pepone y su barca habían desaparecido.

– Acabaremos deshidratados -gritó Chiqui a Martín desde cubierta sin siquiera quitarse los auriculares cuando le vio sacar agua de la nevera.

Hacia las seis dos mujeres con barreños en la cabeza atravesaron la plaza, como comparsas contratadas para aderezar un escenario hasta ahora desierto y mostrar al público que la función iba a comenzar. Al poco rato el estruendo de la persiana metálica del café rompió el silencio de la tarde. Un hombre con delantal blanco sobre la inmensa barriga sacó un par de veladores más y varias sillas que colocó bajo las moreras y un poco más tarde avanzaron hacia el centro de la plaza tres ancianos apoyados en su bastón que tomaron asiento, sacaron de una bolsa un montón de fichas de hueso y las echaron sobre la mesa. El dueño del bar les llevó unas cervezas. Se movían despacio pero nadie hablaba aún, quizá esperando que remitiera el bochorno. Se abrió el balcón de la casa frente al Albatros y un hombre y una mujer ocuparon dos asientos frente a frente separados por una mesa de madera; sin hablar, sin mirarse apenas, se dispusieron a contemplar lo que iba a ocurrir con la inusitada llegada de ese barco al puerto. Él vestía una chaqueta de pijama y ella, mucho más corpulenta, envuelta en una bata floreada, llevaba un pañuelo amarillo en la cabeza y se abanicaba con un pedazo de cartón.