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Entre las brumas del sopor y el sudor, Martín miraba el reloj una y otra vez para cerciorarse de que las agujas se movían, pero el tiempo parecía no tener impulso para avanzar.

Un golpe en la puerta le asustó.

– ¿Qué ocurre?

– Yo voy a dar una vuelta por ese maldito pueblo -dijo Chiqui con la voz crispada-. ¿Alguien quiere venir? Si me quedo un minuto más en este barco voy a arder.

– No estará mucho mejor fuera.

– Da igual, yo me voy.

– ¡Yo no! ¡Yo me quedo! -bramó Leonardus desde su camarote.

La sombra de la roca se había fundido ya con la línea del horizonte. Sin embargo, persistía la luz hiriente del día sostenida por una humedad viscosa que se negaba a desprenderse de la piel y de los suelos. Graznaron las gaviotas del albañal y como un resorte pulsado por error se puso en marcha la cadencia rítmica de la central eléctrica.

III

Eran las siete cuando, más por la esperanza de que con el atardecer remitiera el bochorno que por haber percibido un indicio de brisa, un hálito de frescor, Andrea, Chiqui y Martín decidieron ir a tierra.

Martín saltó al muelle y luego retrocedió para dar la mano a Andrea en un gesto casi mecánico, seguro de que ella le seguía y de que agarrada con una mano al estay de popa alargaría la otra para tomar la suya temblando por el vértigo pero apaciguada al mismo tiempo por su propia sumisión y por la ayuda que él le prestaba.

Chiqui, en cambio caminó con seguridad y casi con indiferencia por la pasarela, sin evitar en absoluto mirar el agua oscura y maloliente a la que, estaba segura, ni iba a caer ni quería echarse, como había explicado el primer día Andrea de sí misma. Luego los tres caminaron por el muelle y la plazoleta, despacio, para no alborotar el calor inerte de la tarde.

Al pasar frente a la antigua lonja, un atrio sostenido por melladas columnas de mármol con los mostradores del pescado conservando aún el orden circular y las mesas laterales arrimadas a las paredes, se detuvieron y entraron. Olía a pescado seco y a sebo. Resonaron las voces en la bóveda vacía y se arrastraban las palabras, desprendidas de sus ecos, por la superficie marmórea de los antiguos mostradores. Una golondrina desbarató el silencio y fue a esconderse en su nido en la viga más alta.

Al hacerse a la oscuridad descubrieron en un rincón un hombre sentado en el suelo, apoyada la espalda en una columna y la cabeza doblada sobre el pecho. Estaba inmóvil envuelto en un trapo y los pies descalzos asomaban por debajo. Junto a él, desplegado sobre las losas, un paño oscuro mostraba una colección de objetos diversos. Andrea y Chiqui se acercaron a curiosear: un pequeño cajón con postales amarillentas de la isla en épocas de antiguos esplendores, cartones cortados a mano con zarcillos, aros, cuentas de colores, collares, cajas de cerillas y una caja de cartón llena de cintas elásticas de todos los colores.

– ¿Qué son esas cintas? -preguntó Chiqui y levantó la cabeza sorprendida por el cercano eco de sus propias palabras.

– ¿Qué son esas cintas? -repitió en voz más baja.

El hombre se desperezó y sin mostrar intención ninguna de incorporarse, levantó hacia ellos la cabeza un poco ladeada y les miró con un solo ojo: el otro, mucho mayor, estaba fijo e inmóvil, era blanco y lo mantenía abierto sin ningún rubor. Luego tomó una cinta con la mano y con gestos les indicó que era una cinta para sostener las gafas.

– ¿Tan corta? -preguntó Chiqui, que sólo había visto los largos cordones que utilizaban Leonardus y Andrea.

– Éstas son para navegar, se mantienen fijas las gafas aunque te zarandee el temporal. Son las que utilizan los marinos -dijo Andrea y se volvió sonriendo hacia Martín.

– No tengo este modelo -añadió-, debe de ser el único que me falta. -Volvió a sonreír y mirándole como si se refiriera a un secreto que compartían escogió una de color azul, y mientras él intentaba descubrir el precio de la compra en dólares que el hombre le reclamaba, sacó las gafas oscuras de la cesta y comenzó a pasar las varillas en los ribetes que formaban los extremos de la cinta.

Nunca había logrado saber hasta qué punto necesitaba las gafas porque podía estar durante horas sin ellas y en cambio de repente era incapaz de continuar lo que estaba haciendo si no las encontraba. Y aunque preguntaba siempre si alguien las había visto bien es cierto que jamás esperaba una respuesta. Tal vez por eso creyó entender desde el principio que no eran sino un pretexto para dar por terminada una conversación que había comenzado a aburrirle o para cambiar de grupo cuando quería estar en otra parte, a veces precisamente donde se encontraba él. Pero a medida que fueron pasando los años era cada vez más evidente que las necesitaba, sobre todo de noche, aunque siguiera sin llevarlas y las perdiera y las buscara después, pero en contra de lo que podía parecer no para esconder su miopía sino porque no había acabado de convencerse a sí misma de cuánto las necesitaba.

Desde que le había dejado solo en la terraza aquel primer día, deshaciendo la figura lánguida a la que él habría querido contar su historia, no podía recordar las veces que se había repetido la escena. Y cuando aquel mismo verano, exactamente el viernes de la semana siguiente, volvió a la casa de la playa con Federico, que había sido emplazado de nuevo por Sebastián, le llevó una cinta azul con dos arandelas para sujetar a las varillas de las gafas y poder llevarlas colgadas del cuello.

La había guardado en el bolsillo del pantalón y tenía la mano dispuesta para dársela en el momento en que pudieran quedarse solos en la terraza como había ocurrido la semana anterior. Había imaginado ese encuentro desde el instante en que ella acudió a la puerta por la tarde a despedirse de ellos a toda prisa porque Federico tenía que estar temprano en la ciudad esa noche, y aunque a lo largo de la semana desde su repentina soledad había aguzado el oído para descifrar las palabras que pronunció al darle la mano y él había perdido entonces, o para confirmar las que no había sido capaz de creer que había oído, no estaba seguro de que ella hubiera susurrado exactamente, vuelve pronto por favor. Quizá sí había dicho vuelve pronto y lo que no había comprendido fuera por favor, lo cual le llevaba a suponer que ella, de un modo u otro, le estaría esperando, aunque tampoco ese convencimiento servía para tranquilizarle sino todo lo contrario: le temblaba la mano en el bolsillo y le fallaba la voz cada vez que intentaba hablar. Pero había pensado tanto en la forma en que ocurriría, quizá para que no le traicionara la timidez y el nerviosismo, que estaba seguro de que en cuanto llegaran a la casa Federico y Sebastián se enfrascarían en sus papeles, y entonces él saldría a la terraza y desde la sombra del toldo, en una posición entre indolente y abstraída de la que había previsto incluso el detalle de cómo iba a apoyar la mano en el barandal, se echaría el pelo hacia atrás igual que le había visto hacer a ella y, como si saliera de las profundidades de su ensimismamiento, levantaría la mano con una cierta sorpresa pero con absoluta naturalidad en cuanto ella dejara de nadar y le llamara a gritos haciendo bocina con las manos: