– Te estuve esperando -le dijo.
– ¿Dónde? -preguntó él-. No veo yo que seas tan impaciente como dijiste en el mar.
Andrea, tal vez por el efecto de las copas o porque el súbito encuentro no le había dado tiempo a hacerse con la situación, se echó a reír tan sonoramente que en el balcón de la casa de enfrente asomó la cabeza una mujer chillando y conminándoles a callar.
– Ven -dijo entonces en un susurro, y se arrimó a él como si de repente con el silencio le hubiera entrado frío-. Ven -repitió.
– Espera -dijo él apartándola con cuidado, entró en la pensión, pidió una habitación, dejó la bolsa y volvió a salir.
Andrea se había apoyado en la pared y parecía haber perdido toda iniciativa. Llevaba una casaca muy corta de mangas largas y anchas y unas sandalias con una tira apenas visible, las gafas le colgaban de la cinta azul sobre el escote y la humedad había encrespado tanto sus cabellos que cuando Martín le tomó la cabeza para acercarla a la suya, por un momento el contacto de esa masa esponjosa borró cualquier otra sensación. Después le besó un párpado, luego el otro y le dijo muy quedo al oído: «Vamos».
El mar en calma a los reflejos de las luces de las ribas mostraba el fondo cubierto de algas. Brillaban como manchas en la oscuridad las balizas y los cascos blancos de las primeras barcas fondeadas y tras ellas quizá la intensidad de zonas más oscuras hacía adivinar otras y otras como telones borrosos superpuestos. Andrea se quitó la casaca de algodón y las sandalias y lo dejó todo en el suelo con las gafas, sin apenas preocuparse de ellas, igual que su madre se había puesto un cigarrillo en la boca segura de que alguien habría de encenderlo, le susurró al oído espera un minuto, vuelvo al instante con la Manuela y se metió en el agua tibia aún de sol. La estela de su cuerpo al alejarse fue ensanchándose hasta que abarcó la totalidad de la pequeña bahía y el vértice desapareció en la oscuridad y sólo quedó en el aire el rastro de un chapoteo acompasado que al poco rato dejó de oírse.
Se sentó en el suelo. El cielo era negro, el agua oscura tenía la calidad espesa de petróleo que adquiere a veces en las noches de bochorno. Le habría gustado saber cuál era la Manuela pero para los de tierra adentro, pensó, todas las barcas son iguales como son iguales para los miembros de una raza los rasgos de los de otra. En los fines de semana siguientes, cuando ya formaba parte del grupo heterogéneo que se reunía todos los mediodías en la terraza de la playa, y cuando sin saber muy bien qué decirles, porque era reservado, silencioso y tímido y no tenía ganas de hacer esfuerzo alguno para desmentirlo, asistía pasivo a sus inacabables conversaciones y debates, habría de intentar descubrir los detalles precisos que según Andrea caracterizaban cada una de las barcas que cruzaban la bahía. ¿Ves ésa con la proa levantada y popa de espejo? Así son las barcas de Tarragona. Pero Martín nunca supo qué era el espejo de una barca ni una popa de revés, ni logró percatarse de esa diferencia en la altura o el lanzamiento de las proas que al parecer constituía una forma inequívoca de conocer las barcas por su origen. Y al terminar el verano no era aún capaz de distinguirlas más que por el color de la pintura, por la escalerilla que llevaban adosada, o como mucho, por la altura del cambucho. Nunca pudo, como ella, reconocerlas por la forma de navegar y afrontar la proa la marejada con el sol de frente que oscurecía el contorno de las siluetas lejanas o cuando a la hora del crepúsculo se confundía el mar con el cielo y eran apenas una mancha que avanzaba medio escondida por la marejadilla.
Tras el horizonte se adivinaba un pálido resplandor de la luna que no tardaría en aparecer. Al poco rato en la lejanía rompió el silencio el leve zumbido de un motor y en unos minutos más apareció de frente la Manuela acercándose lentamente hasta que la quilla rozó la arena. Desde el suelo la proa se alzaba contra el cielo y ocultaba a Andrea, que al poco asomó la cabeza y le dijo quedamente:
– Anda, sube.
Martín se quitó los zapatos y se los dio con la casaca, las sandalias y las gafas, se agarró al botalón con una mano y saltó a cubierta.
La Manuela se apartó de la playa en marcha atrás. Andrea accionaba la caña del timón y la hizo serpentear entre otras embarcaciones y balizas hasta que tuvo el espacio suficiente para maniobrar, cambió entonces de sentido la caña, la hélice bajo el agua hizo un pequeño ruido de remolino y dando un giro casi en redondo la Manuela enfiló las tinieblas.
Desde su asiento, apoyada la espalda en el tambucho, Martín tenía las luces del pueblo de cara y apenas podía ver más que la silueta de Andrea desnuda, su cuerpo borroso como un sueño y la barbilla levantada para descifrar la oscuridad que se abría desde la proa hasta el horizonte. Cuando al doblar el cabo que cerraba la bahía salieron a mar abierto apareció la luna, y la visión fantasmagórica de la mujer fue adquiriendo forma hasta convertirse de nuevo en un ser tangible que tenía al alcance de la mano.
El amanecer les sorprendió en una cala cerca del cabo de Creus donde habían fondeado hacía un poco más de un par de horas. Habrían dado la vida por un vaso de agua y a la brutalidad de la primera luz que no había logrado devolverles el sentido de la orientación y del tiempo, los dos tenían la cara desencajada, los ojos rodeados de sombras y la piel temblorosa. Tienes la piel lisa de los asiáticos y los africanos, decía ella y recorría con los dedos la barbilla, y éclass="underline" ¿hasta cuándo me vas a querer?, tomándola por las palabras que había pronunciado aquella noche, ¿hasta cuándo?, para arrancarle una promesa, un compromiso, para alargar en el futuro el incipiente presente de esa noche mágica. ¿Hasta cuándo me vas a querer? Ella hizo un gesto evasivo con la mano y le lanzó una mirada que le devolvía la pregunta, como si hubiera querido decir, eso depende de ti o a ti me remito o, como llegó a pensar alguna vez, hasta donde tú estés dispuesto a soportar.
Martín volvió a la ciudad en el coche de línea del mediodía después de que hubieron tomado un café en la terraza del bar de la playa, cegados por la luz del sol que había salido aquella mañana más contundente, más mortificante, más intenso, y Andrea en contra de lo previsto le siguió por la noche del día siguiente en su coche y le llamó nada más llegar con una voz todavía sorprendida, premiosa y suplicante que no le había oído más que en la oscuridad del tambucho de la Manuela, donde tuvieron el resto del verano su punto de encuentro más allá de la medianoche. Para siempre el olor a salitre habría de quedar unido en su memoria al primer paso de esa relación imprevista, desordenada, que habían iniciado sin objetivo, sin camino casi, libres pero sin rumbo como voces errantes a la deriva, y que había de interrumpirse un año más tarde cuando ella planteó una ruptura de la que, tal vez para paliar esa injustificada separación, tal vez para asegurar su conclusión definitiva, tenía previstos todos los detalles.
Pero por una de esas imprevisibles trampas del tiempo, aquellos meses del inicio -como una edad de oro recuperable o por lo menos repetible- ocupaban mucho más espacio en su memoria que los años que les siguieron en que se mezclaron y confundieron las horas vacías, los proyectos dejados a medias y las desavenencias y reconciliaciones y su complicada evolución sustituidos día a día por otras que borraban las anteriores sin dejar apenas más rastro que el de ir avanzando en el inexorable camino hacia la rutina y el reproche, sin comprender tampoco cómo iban llegando a él, igual que los padres no pueden recordar el rostro de su hijo suplantado en cada instante por el nuevo, de tal modo que si una fotografía no hubiera inmovilizado en la memoria la imagen de una expresión determinada o no contaran con el recuerdo fosilizado de la narración repetida hasta la saciedad, no podrían rememorar el rostro ni el proceder del niño que contemplaron durante tantas horas.