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Conocieron todos los meublés de la ciudad, hoteles de día y de noche, sin luces, carteles, ni leyendas, cuyas fachadas de balcones cerrados o ciegos, deterioradas a veces, escondían un panal de habitaciones y pasillos silenciosos y lámparas de lágrimas que tintineaban a su paso. Los recorrían cogidos de la mano, haciendo muecas Andrea o imitando los andares del camarero que los precedía con la mirada baja, voces en sordina, timbres apagados en algún rincón del caserón cerrado que indicaba a la recepción el deseo de salir de otra pareja. Eran habitaciones amplias y cómodas, con un aspecto de lujo venido a menos, de morada de viejas damas, de antigualla exquisita y depauperada que daba al entorno la magia de un reducto secreto y olvidado. Una institución que dejó a Martín sin aliento la primera vez que se vieron en la ciudad después del verano y de los largos fines de semana de septiembre, cuando después de haberse besado como adolescentes detrás de una puerta en su oficina, Andrea lo tomó de la mano, cogió el bolso y bajó las escaleras arrastrándole hasta el garaje y sin más explicación que una sonrisa de connivencia le hizo subir al coche y atravesaron la ciudad a toda velocidad sin obedecer los semáforos ni los desaforados silbidos de los urbanos al Minimorris rojo que se escurría entre el tráfico. Y al llegar a lo alto de una cuesta se metió en la boca oscura de un edificio, el coche se deslizó por una rampa profunda, siguió a marcha lenta por un pasillo casi a oscuras y se detuvo ante una puerta escondida entre cortinas. Al momento apareció un camarero con la mirada en el infinito que no pudo evitar un leve sobresalto al darse cuenta de que abría la portezuela a un caballero. Andrea dejó las llaves en el contacto sin apagar el motor y salió del coche, y riendo como si estuviera haciendo una travesura, se colgó de su brazo y entró con él tras el camarero.

Aquel día no volvió a la redacción y hacia las ocho saltó de la cama y desde el teléfono de la pared llamó a casa para decir que llegaría tarde y no la esperaran a cenar.

Cuando se tumbó de nuevo a su lado, Martín cogió uno de sus rizos negros y se entretuvo en enrollarlo en el dedo, y con la mirada abstraída en lo que hacía le preguntó:

– ¿Y tu marido? ¿Qué le vas a decir a tu marido?

Ni el uno ni el otro lo habían mencionado abiertamente en todo el verano y ella no parecía relacionar la deslealtad con las noches secretas y prolongadas que habían pasado en la Manuela, unas citas que ni siquiera interrumpieron cuando volvió Carlos de la Argentina a mediados de septiembre, aunque, como si su regreso hubiera impuesto un toque de queda a la fantasía, ella se apresuró desde entonces a volver a casa antes de que amaneciera. Y aunque a mediados de septiembre las noches comenzaban a ser más largas, ya no les daba tiempo a salir a cubierta para contemplar el fulgor de la luna sobre el mar, ni descifrar los caminos misteriosos de las estrellas, ni ver clarear, ni se durmieron más al primer calor del sol como cuando eran dueños de un tiempo que les pertenecía hasta por lo menos las nueve de la mañana. Martín se maravillaba de la poca importancia que Andrea concedía a lo que su madre, en Sigüenza, habría llamado los respetos humanos, y de cuan poco se preocupaba de esconder sus pasos, hasta el punto de que, ya casi desvanecido el verano, en un momento de duda y soledad llegó a vislumbrar la posibilidad de que cuando volvían a tierra y él se iba a la pensión, ella corría a casa y le contaba al marido lo que había ocurrido entre los dos, igual que le había hablado a él de sus proyectos hacía media hora, apoyada la cabeza en sus rodillas, la Manuela a la deriva y el motor parado -nunca hagas esto si algún día tienes una barca, decía, si me vieran los pescadores perdería el poco prestigio que tengo ante ellos-. Algunas noches de mar rizada, Martín, sentado en la bañera, acusaba el incontrolado balanceo de la falta de gobierno y sentía un peso en la boca del estómago que por nada del mundo se habría atrevido a confesar, que intentaba paliar mirando un punto fijo como le habían enseñado cuando era niño y se mareaba en el coche de línea camino del molino de Ures. Luego, cuando ella se levantaba para poner el motor en marcha escondía también el indefinible e intenso terror a que no arrancara como había ocurrido otras veces, aunque nunca de noche, sin poder descubrir si lo que temía era que quedara al descubierto su secreto o andar a la deriva en ese cascarón a merced del mar y de las entradas de viento del norte, o peor aún, decían, del de levante, de las que tanto había oído hablar y aún no había conocido. Pero ella, que sabía leer en su rostro, se sentaba en sus rodillas y le decía al oído como si se tratara de una importante revelación: «No sufras, el mar está en calma y no va a entrar el viento. Y si el motor no arranca la corriente nos llevará a la costa, o algún pescador nos recogerá cuando salga al amanecer. Pero arranca -y se levantaba y apretaba el botón-, ¿ves?», y las explosiones colmaban el silencio y tranquilizaban su mente y su estómago cruzado de vahídos. Andrea triunfante se ponía al timón y enfilaban con parsimonia la bahía dormida aún.

Incluso cuando, quizá por mostrar que nada tenía que ocultar a su marido, invitó a Martín a pasar el último fin de semana del verano en aquella casa que no había pisado desde que fuera con Federico a mediados de julio, la misma noche, al salir de una fiesta, se zafó del resto de la gente, le tomó de la mano como la primera vez y fueron a nado a la Manuela. Martín interpretó tal audacia como un alarde de su amor por el riesgo, de la necesidad de llevar los acontecimientos a su punto límite como el funambulista sólo se siente seguro sobre el precipicio. Quizá Carlos, que la conocía bien, debía de saber que la fidelidad esencial era la que le dedicaba a él. Quizá ninguno de los dos traspasaba los límites de lo que tácitamente se habían permitido. Pero dónde estaban esos límites Martín no pudo saberlo jamás. Porque al día siguiente a la hora de cenar no mostraba el menor asomo de violencia ni de tensión, cuando era evidente que de los tres, por lo menos uno y en alguna medida dos, eran los engañados. Por eso, la segunda noche, no queriendo prolongar más una situación en la que no sabía qué papel estaba jugando, se retiró pronto y desde su habitación en el piso superior les vio juntos leyendo la prensa en la terraza que daba sobre el mar en una escena de placidez perfecta que parecía escrita para mostrar en un guión la indisolubilidad de dos cómplices amantes y seguro de que ellos a su vez le habían visto asomado tímidamente a la ventana, se preguntaba con amargura cuál de los dos se la estaba dedicando.

Porque desde el principio Andrea -como hacen los hombres cuando conquistan una mujer para acallar los remordimientos de su infidelidad, según había dicho Chiqui días antes en el barco, o para que comprenda que no puede aspirar a más, había añadido Leonardus- le había dado a entender que a su modo amaba a su marido, quizá por marcar el tono de su relación y dejar claro hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Y nunca rectificó su posición. Jamás, ni en los momentos de mayor intimidad dejó escapar una confidencia que le mencionara, un resquicio por el que él pudiera comprender la naturaleza de esa unión que parecía indestructible y que en cualquier caso no parecía dispuesta a poner a prueba. Pero ¿no era acaso ponerla a prueba estar con él? Cuántas veces, mientras el sol del mediodía entraba por las persianas entornadas del meublé, en lugar de vestirse porque el tiempo había terminado, parecía tener una inspiración, descolgaba el teléfono y llamaba al periódico para avisar que el almuerzo terminaría más tarde de lo previsto y no llegaría a la redacción hasta las seis. Y volvía a la cama contenta como una niña que hace novillos porque había arañado un par de horas al trabajo. Tenía tal inventiva e imaginación para el engaño que se preguntaba a veces, en los momentos de mayor soledad, si no le estaría engañando a él también en una telaraña de argucias y falsedades encadenadas que quién sabe si siquiera ella misma sabía dónde estaba la verdad. Pero cuando se trataba de su marido no titubeaba. Sabía exactamente a la hora que debía partir y no se demoraba un instante más, fueran cuales fueran los pretextos que él inventara, como si esa zona de su vida fuera un jardín escondido que quería preservar y al que sólo ella tuviera acceso.