Martín entonces se quedaba mucho más solo, sin compañía ni casi esperanza. Así transcurrían todos los viernes, sábados y domingos y todos los periodos de vacaciones. Y cuando un día del mes de febrero, después de un fin de semana que se había convertido en un viaje de varios días sin previo aviso, la vio aparecer finalmente a las siete de la tarde en el bar del hotel Colón, y convencido de que no le sería posible resistir otra prueba como la que acababa de pasar le propuso en un arrebato de pura inconsciencia no un fin de semana con él sino toda la vida, fue la única vez que ella se refirió a su marido acercándose al fondo de la cuestión con una gravedad que dio por terminada la conversación: «No puedo. Eso no puedo hacerlo. No le amo más que a ti pero esto no puedo hacerlo».
– ¿Qué le vas a decir a tu marido? -repitió al ver que ella no le respondía, consciente de que se internaba en terreno vedado pero con la voluntad de hacerlo, ahora precisamente que con el fin del verano parecían entrar en una nueva etapa más perenne, más definitiva que, sin embargo, por la insistencia de Andrea en no hablar más que del presente no atinaba a saber aún a dónde les iba a llevar.
Ella se volvió, se acercó cuanto pudo hasta quedarse pegada a él y con la mano que le quedaba libre le puso el índice en la boca y susurró: «Pssssst, pssst». Luego se levantó de un salto y comenzó a recoger sus ropas, se fue al cuarto de baño y mientras esperaba a que saliera el agua caliente asomó la cabeza, y riendo, siempre riendo, dijo:
– Vámonos por ahí a cenar. -Y al ver cómo él se incorporaba, o quizás al adivinar por la sorpresa del gesto la pregunta que iba a hacer, saltó sobre la cama, se quedó en cuclillas frente a él, volvió a ponerle el dedo en los labios y repitió el mismo sonido conminándole al silencio-: Psssst, psssst.
Cuando aquella noche después de la cena, vencidos de sueño y de cansancio, Andrea le dejó en la puerta de casa, él dio la vuelta al coche y se puso en cuclillas frente a la ventanilla donde ella seguía con las manos inmóviles sobre el volante:
– No quiero dejarte -susurró, besándole la nariz y los ojos-, no sólo quiero hacer el amor contigo, quiero desayunar, comer, pasear, sin miedo, quiero decidir qué vamos a hacer, qué será de nosotros, quiero saber qué es lo que quieres tú. -Pero ella le miraba y sonreía, y él no entendía si le estaba pidiendo que tuviera paciencia o si se abstraía melancólicamente en proyectos que también a ella estaban vedados-. Déjame por lo menos que te acompañe a casa, yo puedo volver caminando.
– No -respondió Andrea cerrando los ojos y dejándose besar-, no tiene sentido. Cuando hayas aprendido a conducir, cuando tengas un coche, cuando seas rico y famoso.
– ¿Famoso yo? -Martín se puso en pie-. ¿Qué es lo que te hace suponer que quiero ser rico y famoso?
– Todos lo queremos -respondió ella, y después de un momento-: Buenas noches -dijo y puso en marcha el motor. Y antes de arrancar, recuperado a pesar del cansancio el aire desenvuelto que utilizaba para hablar en público, añadió-: Te veré mañana en la galería del paseo de Gracia, corazón, iré un poco tarde pero no te vayas hasta que yo llegue.
Martín permaneció de pie en la calzada recién regada que el calor casi estival de octubre había revestido de vaho a la luz vacilante de las farolas. Tenía en las manos todavía el olor a su piel y a su pelo, y mezclado con el sabor incierto de esa absurda palabra había irrumpido en su mente la conjetura de un desencanto aunque en su alma persistía la tristeza por la separación repentina, como si todo aquello no hubiera sido, como si él mismo hubiera inventado la historia más hermosa. Y con un escalofrío de destemplanza y soledad abrió el portal de rejas de hierro y cristal que se cerró con estruendo tras de sí dejando la noche temblorosa.
Al día siguiente en la galería apareció Andrea con su marido y tres amigos. No era excesivamente alta ni particularmente hermosa pero, decían, llenaba un local con su presencia. Y era cierto, al verla tan segura de sí misma, tan radiante, intuyó que esa gracia tal vez se originara en su capacidad de recrearse y estar atenta de una forma especial a la relación que tenía con cada uno, y distinta siempre de la que tenía con los demás, esa forma de crear un mundo tan denso y compacto que multiplicaba por sí misma el placer y la complicidad: en esa certeza radicaba su seducción y su soltura.
Aquel invierno se le fue esperando. Había conseguido quedarse n Barcelona otro año como segundo cámara de la serie documental sobre la ciudad para la televisión italiana que Federico quería poner en marcha cuanto antes, pero los permisos tardaban en llegar y el equipo perdía las horas esperando. Martín también esperaba la orden del productor para ponerse al trabajo pero sobre todo esperaba la llamada de Andrea. Por la noche, hacia las once, se sentaba a una mesa de Boccaccio cuando el local aún estaba vacío y, con una copa en la mano, esperaba a que llegara. A veces estaba sobre aviso, otras confiaba en el azar. Ella aparecía mucho después de la medianoche siempre rodeada de un grupo de amigos y una vez se había instalado en su mesa a él no le quedaba más que seguir esperando a que volviera la cabeza en la dirección donde se encontraba él porque, contrariamente a lo que había ocurrido en el verano, ahora se veían siempre a escondidas fingiendo en público una distante y fortuita relación.
Otras veces la veía entrar en el local buscando en el bolso sus gafas de grandes aros negros. Sabía entonces que aún no lo había descubierto. A veces el marido estaba con ella. Otras veces no. Se acercaba entonces con el pretexto de saludarle o le hacía una señal y se encontraban en la calle, lejos de los amigos.
Martín sabía que nunca formaría parte de esas gentes porque tenía un ritmo más lento que aquella vorágine nocturna de entradas y salidas, y de haberles querido seguir habría ido siempre rezagado. Poco a poco fue conociéndolos a todos, pero era tan silencioso y solitario que no logró hacerse un hueco en una forma de vida que le era demasiado ajena, aunque en aquel momento cualquiera con un par de ideas nuevas y cierta gracia podía. Nunca sabía si debía aceptar una invitación hasta estar seguro de que Andrea iba a asistir. Y como se imponía siempre la improvisación, cuando él se decidía la cena ya había tenido lugar y los invitados se habían esparcido por otras tantas fiestas tan inesperadas como la anterior sin que lograra adecuar su paso al ritmo de la noche de la ciudad.
– Es muy fácil -decía Andrea-, déjate llevar. Ve si te apetece, si no, no vayas.
– ¿Y si voy y tú no estás? -preguntaba él.
– Qué más da, me verás al día siguiente, o llegará un momento que sabrás si voy o no sin que yo te lo diga.
Pero ni le gustaba ahora ni le gustó nunca la vida social, ni siquiera la de entonces que tenía siempre un tono menos reposado, menos interesado, menos de invitación a plazo fijo, como la de la Europa profunda, ni habría de gustarle en Nueva York, ni de nuevo en Barcelona. Y si años después se había doblegado y asistía a muchas de las cenas a las que era invitado lo hacía como concesión al éxito pero nunca le encontró el menor placer. Era adusto, callado y en aquellos primeros meses se creía en posesión de un espíritu crítico demasiado acerado para soportar tantas horas de conversación inútil. Además el alcohol en lugar de animarle a hablar le sumía en un mutismo en el que sus anhelos y fantasmas cobraban vida a medida que aumentaba la dosis y cuando llegaba a la quinta copa se había encerrado en sí mismo y había construido un impenetrable reducto de silencio en medio del bullicio de voces y músicas donde la espera se le hacía más insoportable aún. Lo único que quería era ver a Andrea. Porque en aquellos meses de verano a verano apenas si pensó en algo más, de ahí que aceptara el papel de esperar que ella, que todo lo dirigía y de quien todo dependía, le había adjudicado: esperar que sonara el teléfono, esperar un encuentro casual, esperar a que se acercara, a que volviera de sus fines de semana, a que encontrara un pretexto que les permitiera pasar juntos unos pocos días, y esperar a que decidiera qué iba a ser de sus vidas. Y como si el tiempo que no pasó con ella, pensando en ella, se hubiera borrado de su memoria y de su vida, apenas podía recordar en qué trabajó porque ya se sabe qué escasa existencia tiene aquello de lo que no se habla y menos aún aquello en lo que no se piensa y con los años la memoria, que no registró las razones que le hacían hablar o pensar, le dio una versión tamizada y parca en la que no aparecían, por ejemplo, las mentiras que inventaba para crecer a sus ojos y olvidar él mismo hasta qué punto estaba lejos de ser el hombre seguro con un destino trazado y un porvenir que ofrecerle que hubiera querido ser para ella.