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Mentía porque de ningún modo quería que conociera su precaria situación laboral y fingía a veces tener otros trabajos, además de su contrato con la productora de Federico, y hablaba de ellos con indiferencia como dando a entender que no eran exactamente lo que le habría gustado pero los había aceptado por la insistencia con que se los habían ofrecido o simplemente por hacer un favor a un amigo y sin darse cuenta empleaba el mismo tono y la misma doblez que tantas veces había recriminado en su interior a las personas que le rodeaban cuando se referían a una cena o a un acontecimiento social a los que pretendían haber sido requeridos con esa misma insistencia, no tanto por convencerse a sí mismos de que así era cuanto por olvidar los esfuerzos y horas que habían perdido para no quedar al margen, sabedores, como él mismo, de que sólo esas palabras habían de darles ante sus propios ojos, y ante los de algún inocente despistado, el prestigio que no tenían y que no podrían jamás alcanzar de otro modo. Llámame mañana a las diez en punto, le decía cuando se separaban, después tengo ese trabajo que me retendrá hasta tarde. No te olvides. Y para evitar la espera, la inagotable espera junto al teléfono, descolgándolo cien veces para comprobar que tenía línea y estaba bien colgado porque no podía comprender que habiendo convenido que llamaría a esa hora no lo hiciera, se ponía a escribir para que fuera cierto que tenía algo que hacer y de ningún modo su inactividad pudiera aumentar en ella la seguridad de que le tenía siempre a mano. Pero no lograba concentrarse en un guión que de hecho no terminó hasta un año más tarde, en Nueva York, porque era demasiado consciente de que sólo estaba haciendo un esfuerzo para engañar la espera, y aunque habría querido apasionarse hasta el punto de olvidar el teléfono para que cuando finalmente sonara le cogiera desprevenido, nunca lo consiguió. La espera anulaba cualquier otro proyecto y en eso residía una parte del tormento, bien lo sabía. Sin embargo nunca le dijo lo que había sufrido ni por supuesto lo que estaba dispuesto a sufrir. Y no por temor a que no llamara que, estaba seguro, indefectiblemente lo haría sino porque mucho antes de la hora la incertidumbre ya llenaba el ámbito de su conciencia con un fermento de angustia que podía palpar con las manos, unos monstruos y fantasmas que se sucedían y se superponían y crecían con cada minuto, que tomaban formas precisas y le herían a embestidas y dentelladas: se sentía olvidado, abandonado, ultrajado y finalmente le atribuía tal doblez o tan estudiada estrategia de equilibrio -o de represalia quién sabe por qué desconocida razón- que él mismo habría estado dispuesto a poner en práctica de no habérselo impedido la duda y la suspicacia que se adherían y permanecían en su conciencia, incluso después de haber cedido la tensión con la llamada, prolongando el dolor y la amargura. Andrea, que parecía conocer y además no importarle el pretexto, llamaba a las nueve de la noche pidiendo vagamente disculpas y a veces ni siquiera eso.

Otras veces, no pudiendo soportar más la espera, era él quien llamaba y después de haber intentado hacerla descender de sus fantasías, de sus zalamerías y de sus sueños lograba arrancarle unos minutos al final del día que la mayoría de las veces no iban más allá del tiempo de tomar una copa en el bar del hotel Colón, donde por un motivo u otro siempre había de pasar antes de cenar para entrevistarse con algún personaje, o la vaga promesa de que quizás se encontrarían en Boccaccio después de la medianoche.

No era mucho, pero le tranquilizaba. Era como poner un límite al tiempo infinito, como fabricar un objetivo preciso al final del día, como enmarcar un paisaje o vislumbrar el punto final de las horas interminables que tenía ante sí. Entonces llamaba a la productora con la seguridad de que nada había de ocurrir porque a Federico cada vez le era más difícil conseguir los permisos, y salía a la calle y caminaba por la Gran Vía hasta internarse en el barrio de Santa Catalina bordeando callejas empedradas, evitando el ruido de la Vía Layetana sumida siempre en la penumbra y por el barrio umbroso de Santa María del Mar salía a la plaza de Palacio y al paseo de Colón. La tarde se estaba velando y un sol tibio, oreado, trataba de abrirse paso entre las nubes. El cielo movido de invierno se oscurecía a veces cobrando el ambiente la humedad oscura del asfalto. Se desperezaban las palmeras con la brisa del mar y los claros de luz que el viento dejaba en la ciudad le confundían. Cuando sea rico, pensaba desde el pedestal de su inactividad, viviré en el piso más alto de una de esas casas sólidas y patriarcales de grandes portalones y escaleras de amplio vuelo, y tras las persianas de mi habitación descubriré todos los días a lo lejos el mar más allá de los tinglados y los mástiles de los veleros y cuando se ponga el sol contemplaré desde mi casa la línea nítida del horizonte rojo de atardecer. Volvía a mirar el reloj para convencerse de que faltaban sólo dos horas para esa copa al final de la tarde porque de repente el paseo adquiría con la luz un tono de mañana de fiesta que duraba unos instantes antes de caer la lluvia. Poco a poco los claros se hacían más escasos, las palmeras se calmaban, se oscurecían las fachadas ya de por sí oscuras del paseo y al poco rato se encendían las farolas, los faros de los coches coincidían con un guirigay de bocinas porque había comenzado a caer la lluvia suave, sin gotas ni goterones, tan tenue que se confundía casi con la humedad densa que la había precedido.

Otras veces subía hasta Consejo de Ciento y hacia finales de marzo se quedaba arrobado con la luz que se filtraba por las diminutas hojas de los plátanos, o bajaba hasta la Rambla y se sentaba en una silla de madera y se entretenía en tejer y retejer sueños que le redimían de esa pasividad a la que le habían sometido un arrobamiento y dulzura tan profundos que se habían llevado sus deseos e inmovilizado su ambición. Luego se iba al Colón.

Le habría gustado que alguna vez ella estuviera ya esperándole pero llegaba siempre cuando todavía faltaban quince minutos y aunque antes de entrar contaba hasta cien y a veces hasta mil, daba diez vueltas a la manzana o subía y bajaba las escalinatas de la catedral para darle tiempo al tiempo a transcurrir, la aguja del reloj apenas si avanzaba. Un solo día llegó con retraso, incluso se había visto obligado a tomar un taxi, un lujo que apenas podía permitirse porque el dinero se le iba terminando pero la angustia de que ella siempre con prisas se hubiera marchado se unía a la emoción de verla sentada por una vez ante su gin and tonic. Sin embargo ese día ella no fue. Lo supo al pisar la alfombra floreada del pasillo que se extendía hasta el bar. Lo supo sin saber que lo sabía, consciente de que por alguna señal misteriosa había recibido el mensaje, y mucho antes de llegar a la puerta vio el sofá donde en sueños tantas veces ella le había estado esperando, vacío, sin Andrea, ni su gin and tonic, ni la intensidad porosa de su mirada azul.