Ahora al cabo del tiempo le era difícil saber si iba todos los días al Colón o fue solamente de tarde en tarde. El tiempo había elaborado su propia versión de ese año que estuvo en Barcelona pendiente del permiso de rodaje que había de llegar de un momento a otro y del teléfono, o de esa hora robada al trabajo que Andrea de una forma u otra le regalaba entre entrevistas, reuniones y cenas.
Cuando pensaba en esos paseos no era capaz de saber si fueron tantos o unos pocos y no acertaba tampoco la memoria porque la mañana invernal y clara de la ciudad no casaba con las hojas incipientes en la calle de Consejo de Ciento o con las gotas de humedad que vibraban en el haz de luz de las farolas a las cinco de la tarde, y sólo veía imágenes superpuestas sin lograr más que una secuencia entera con un único epílogo: la vuelta a casa una vez terminado el día y perdida la esperanza para ese hoy que se escurría en el amanecer y en la soledad de su cama colonial.
A veces una sola imagen en el recuerdo abarca un periodo completo y acaba definiéndolo de forma distinta a lo que fue en realidad. A veces basta evocar una tormenta de verano con el cielo oscuro, movido y amenazador, con indicios de rayos que apenas estallaron en truenos y dejaron en el aire un fragor sordo y lejano, para que desaparezcan de ese verano los días soleados, los plácidos crepúsculos, las noches con grillos y cigarras y nosotros mismos buscando en la calma del cielo de agosto las estrellas que cayeron en la oscuridad.
Decimos: fue la época en que todos los días me sentaba en el café Doria de la rambla de Cataluña cuando de hecho nos sentamos allí una tarde por casualidad o porque teníamos una cita con alguien que no apareció y nos quedamos mirando las hojas de los plátanos y los adoquines de la calle y los coches atropellándose y los chicos y chicas de la academia de la esquina caminando arracimados, con el fondo de edificios y tiendas que hemos visto no sólo permanecer sino también variar y sustituir conformando las capas y velos de nuestro recuerdo sin apenas ser conscientes de los cambios que se suceden a golpes silenciosos, un balcón convertido en ventana, una mercería desaparecida o un banco de madera sustituido por el desapacible banco de diseño de metal. Y permanecemos extasiados ante el pulso de la ciudad a las siete de la tarde que casi nunca tenemos tiempo de contemplar, comienza a oscurecer y la luz adquiere una tonalidad marina y recala en el aire, sobre las copas de los árboles y entre el chasquido de las ruedas de los coches contra la humedad de los adoquines del pavimento, el desgarrado lamento de la sirena de un barco: un canto para quien ha nacido junto al mar que se escurre entre nubes y humos y árboles y casas y sube por las calles hasta las laderas del monte, y nos devuelve a la tarde de nuestra infancia en que otro lamento como ése abría el camino hacia la fantasía y la aventura, la vaga inquietud de descubrir una senda desconocida que venía a intranquilizar la somnolencia de la tarde inmóvil y del libro al que no había forma de volver la hoja y que convertía en un chirrido huero y sin sentido la voz monótona del maestro. Asoma entonces un estremecimiento de nostalgia por lo que nunca hemos de vivir y respiramos entre humos el aire denso de salitre de nuestro puerto que hemos olvidado porque llevamos años sin ver. Pero ese instante -un amigo quizás pasa saludando o se destaca la conversación de la mesa contigua- logra reunir recuerdos postergados y se nos presenta la esencia de nuestra ciudad mientras recorremos con el dedo la humedad condensada en el cristal del vaso de cerveza retrasando extasiados el momento de beberla. Y es tan intensa la sensación que basta en sí misma para invadir las etapas adyacentes, los espacios y el tiempo que se extienden antes y después de ella, y ese mes o ese año o esa época regidos por el instante del crepúsculo ciudadano quedarán como él titulados para siempre con el aroma de un latido indescifrable.
Así es la ciudad, así es mi ciudad, decía ella en las raras ocasiones que caminaba con él descubriéndole casas vetustas, cada una con su historia que añadía a las oídas y heredadas de varias generaciones entreveradas con la historia de la ciudad.
– Aquí vivía mi bisabuelo con uno de sus hijos que fue alcalde durante la dictadura. Y cuando vino Alfonso XIII, mi bisabuelo, que era republicano, cerró los balcones al paso del rey al que acompañaba su propio hijo. Mi abuelo, que era hermano del alcalde, contaba que estuvieron comiendo y cenando en la misma mesa durante más de un año sin hablarse.
Martín sabía que Andrea repetía una anécdota mil veces oída pero había en ella el tono inconsciente de contar la propia historia, con sorna quizás, con burla, pero con el intimo convencimiento de que de un modo u otro estaba mostrando sus trofeos.
Tenía que volver, debía de ser muy tarde ya. No podía saber qué hora era porque no había luz suficiente para mirar el reloj y estaba tan cerca que de haber prendido una cerilla le habrían descubierto. Si no aparecía dentro de poco saldrían a buscarle.
Martín la vio mirar en dirección a la mezquita y aunque no oyó lo que decía ni pudo ver el movimiento de sus labios supo que estaba buscándole. Vestía de blanco, siempre vestía de blanco, con esas faldas lánguidas de amplio vuelo que se movían al menor gesto y al más leve soplo de aire, faldas blancas como un plagio de las de entonces, como ella era ahora una copia de sí misma, de la mujer que fue en los tiempos en que su sola presencia era un alarde de libertad e independencia.
Salió de la zona de sombra y avanzó lentamente fingiendo una calma que no tenía. Andrea al verle se levantó, fue a su encuentro y le tomó de la mano.
– ¿Dónde has estado? -preguntó con ansiedad, aunque había en su voz recriminación por la ausencia demasiado prolongada, y ese punto de inseguridad en la censura que asomaba a veces por la entonación escasamente más débil, o por una pausa en el discurso o en la pregunta para volver hacia él la mirada buscando su aquiescencia o tal vez intentando descubrir intenciones ocultas. Una atención por la que tanto habría dado al principio y que ahora, en cambio, le agobiaba y le sumía en una perpetua confusión.
– Anda, ven, siéntate y cena, corazón.
Y esa forma de acabar las frases añadiendo «corazón» que utilizaba en público con un tono desenvuelto y natural y que diez años después todavía le producía un vago escalofrío de desazón como el chirrido del tenedor en la porcelana o el rasguño de la tiza en la pizarra. Nadie se daba cuenta del leve gesto de impaciencia visible únicamente por un conato de mohín en la comisura del labio superior, o por el cambio de una mano a otra del objeto que estuviera sosteniendo, tal vez porque los años los habían convertido en una reacción automática, un simple resorte de respuesta despojado ya del desagrado que lo provocaba. Quizás sólo ella lo captaba, quizás era ese breve y casi agotado movimiento de rebelión lo que la hacía insistir con una tenacidad que sólo cedería cuando el temblor involuntario del labio superior no fuera visible ni siquiera para ella.
– Siéntate a cenar, corazón -repitió dulcemente-. Te estábamos esperando.
Pero antes de que ocupara la silla cambió el tono:
– ¡Dios Santo! ¡Cómo te has puesto! -Y más inquisidor aún-: ¿Qué has estado haciendo?
Tenía todavía polvo en los brazos y el agua de la fuente no había hecho más que convertirlo en reguerones de lodo que el calor había secado dibujando arabescos en la piel.