El hospital era en realidad un elemental ambulatorio en una pequeña casa de la segunda fila de callejas tras el mercado. No había más señal sobre la puerta que una gran cruz y una media luna rojas pintadas en un rótulo de madera sobre unas escuetas letras griegas. Las paredes recién encaladas mostraban las protuberancias del adobe pero estaban impolutas. El interior olía vagamente a desinfectante, se notaba el fresco de los edificios con gruesos muros y el silencio era más denso. Uno de los soldados le hizo sentar en un banco de la entrada, encalada también y luminosa, como si fuera la casa de otra isla o como si la isla hubiera cambiado de lugar. Y se sentaron ellos uno a cada lado, pero permanecieron tan ajenos a él como él a ellos, a su lengua y a su deteriorado uniforme.
Martín se dispuso a esperar. No tenía prisa alguna, ni inquietud, le dolía ligeramente la cabeza, de sueño probablemente, y se sentía más cansado y más débil, pero no más vulnerable. Se había atrincherado en el límite de la situación de la que, menos la muerte, lo había previsto todo, y sabía que estaba condenado. Nada pues podía sorprenderle, nada había de empeorar su condición. Sentado en el banco de madera junto a dos puertas cerradas y a pocos metros de un elemental consultorio, seguía quieto como había estado durante toda la noche aunque ahora no atendía más que el ritmo pendular de su propio pensamiento. Por esto tal vez no reconoció en la mujer que venía por el pasillo a la chica de la cola de caballo que había visto en la casa de la parra. Será la doctora que la atiende, pensó al ver de soslayo el estetoscopio que le colgaba del cuello. Ella se acercó y le miró sonriendo. Llevaba el pelo cubierto con un pañuelo anudado en la nuca y una bata blanca sin abrochar.
– ¿Es usted el marido de la señora Andrea Corella? -preguntó en inglés después de leer el nombre en una ficha que sostenía en la mano.
– Sí -respondió él y levantó la vista.
– ¿Español?
– Sí -repitió.
– La señora va bien, en unas pocas horas podrá salir. -Y al darse cuenta de la presencia de los soldados preguntó-: ¿Ha ocurrido algo?
– Nada -dijo él y no añadió más.
La mujer apretó los párpados para enfocar la mirada.
Pero él no la veía porque había bajado los ojos otra vez. Y aunque la hubiera mirado no la habría visto tampoco. No había lugar en su mente para otra cosa que la convicción de que iba a entrar en ese cuarto y Andrea explicaría lo ocurrido al cabo, una versión que él sería incapaz de negar. Y en consecuencia se le acusaría de asesinato. No tenía miedo, pero no podía atender a nada más.
En aquel momento alguien debió de llamar a la mujer desde la enfermería porque ella hizo un gesto de asentimiento y con una cierta reticencia se fue. Sonaron los pasos en las baldosas y aún volvió la cabeza antes de meterse en la habitación.
Debían de ser las tres por lo menos cuando el cabo y Pepone llegaron al hospital. Salió a recibirles un médico anciano que se apoyaba en el brazo de la mujer. Les dio el parte del estado de Andrea y enseguida se dirigieron al cuarto que estaba junto al banco.
Habrán traído a Pepone para que haga de intérprete, pensó Martín.
Uno de los soldados abrió la puerta y le cedió el paso.
Andrea estaba sentada sobre un catre de espaldas a la ventana, un cuadrilátero de luz y de mar enmarcado por la sombría penumbra de la pieza.
El cabo acercó una silla al lado de la cama para Martín, él se situó a los pies con el doctor, la mujer y Pepone y los dos soldados un paso más atrás. Martín se sentó pero no se atrevió a mirarla y fijó la vista en las uñas moradas aún y en las manos hinchadas sobre el lienzo que a modo de sábana la cubría hasta la cintura. No podía saber tampoco qué decía su cara, ni a quién estaba mirando. Esperaba la acusación, o una pregunta, una reacción, pero Andrea callaba y también el cabo. El silencio en el cuarto encalado, un dormitorio a todas luces improvisado, era completo: no llegaban ruidos del exterior y nadie se movía en la pieza. Tenía que hablar alguien de un momento a otro, alguien había de comenzar. ¿Por qué no decía nada ella? Quizá no podía, quizá no había recuperado el habla aún y seguía con la mente inmersa en su agonía. Quizá ya no le hablaría nunca más.
No habría querido mirarla pero levantó la vista. Con la cabeza recostada en un gran almohadón sobresalían en el contraluz sus grandes ojos abiertos que ahora, sin gafas y con las ojeras oscuras que los envolvían, le devolvieron una mirada lánguida y acerada como la de los tísicos. Y con la placidez y la condescendencia que otorga la convicción de la propia bondad, adoptó ese talante de virtud desinteresada que ya no había de abandonar jamás: posó una mano sobre la suya con una fuerza inusitada y le dijo con un hilo de voz:
– Ya todo ha pasado, corazón. -Se detuvo para presionar un poco más la mano, y añadió-: ¡Cuánto sufrimiento por un simple mareo, cuánto dolor! -Y trató de incorporarse.
Pepone se volvió hacia el cabo y el médico, y como si la voz de Andrea hubiera sido la señal que estaban esperando, comenzaron a hablar todos a la vez.
Martín la vio como era ahora y como había sido, y en la doblez de su mirada violeta contempló esos rasgos plácidos cuando ya los hubiera carcomido la vejez y las arrugas cubrieran sus párpados y surcos profundos le bordearan los labios y convirtieran su boca en una línea crispada del rostro. Se vio a sí mismo frente a ella a través de la misma radiografía certera, y entre ambos el futuro que les esperaba una vez desaparecida la pasión, cuando sólo quedara para unirles la fuerza de su voluntad como queda la hiedra agarrada a los muros y a los troncos y se desvanece sobre ellos mucho después de que hayan dejado de existir.
Es cierto, las hiedras cubren los troncos de los olmos, se encaraman a ellos con un trazado de rayos jalonados de minúsculas hojas y con el tiempo se van espesando hasta dibujar en verde su perfil contra el cielo. Las líneas de sus raíces van tomando fuerza y como serpientes se enrollan en el tronco que poco a poco no podrá respirar, ni crecer, y finalmente, ni vivir, bello, sí, hermoso en su romántica figura de ser para otro, arropado en invierno y verano por hojas lustrosas, tan hermosas que ningún jardinero se atreve jamás a cortar. Con el tiempo no habrá rama ni vástago que no esté cubierto por la hiedra y las pequeñas hojas del árbol que osan salir todavía con las últimas gotas de savia que desde la raíz suben por el tronco estrangulado, se secarán mucho antes del otoño y ni la lluvia de la primavera que caerá sólo para dar lustre a la hiedra podrá reanimarlas. Así languidece el árbol. Pero poco importa a la hiedra que viva o muera porque lo único que necesita es el soporte, o la estructura, sin el cual no haría sino desparramarse por el suelo sin alcanzar altura jamás. Con él, en cambio, puede competir, trepar y lograr su mismo encumbramiento. Hasta que ahogado por ella, cederá lentamente el tronco y cuando ya ni muerto pueda sostenerse en pie, arrastrará en su caída a la hiedra, que perecerá o reptará inútilmente sobre la tierra.
Apoyó la frente sobre la mano que seguía agarrada a la suya y atónito ante su propia incapacidad de prever la reacción y las palabras de su mujer, las únicas en las que no había pensado, lloró arrimado a ella como en los tiempos del mar.
– ¿Por qué no me dijiste que habías matado al perro, corazón?
Martín se incorporó incrédulo y de pronto sintió vergüenza, como si todos los presentes pudieran haber comprendido las palabras de Andrea. Pero nadie había reparado en ellas. El cabo había salido, el doctor empujaba a los soldados y a Pepone fuera de la habitación y Martín, sin apenas tener tiempo de buscar las palabras que iba a decir, se encontró en la puerta, sosteniendo aún con su mano la mano de Andrea que no quería desprenderse de la suya.