A las nueve de la mañana siguiente cogí el coche y fui a Vía Madrina. Llamé por el interfono pero Tillie no contestó, así que estuve un minuto consultando el nombre de los inquilinos en el directorio. Había un tal Wm. Hoover en el apartamento 10, al lado mismo del de Elaine Boldt. Llamé por el interfono.
El aparato adquirió vida.
– ¿Diga?
– ¿Señor Hoover? Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, trabajo en esta ciudad y estoy buscando a Elaine Boldt. ¿Le molestaría que le hiciera unas preguntas?
– ¿Ahora mismo?
– Bueno, sí, si no tiene inconveniente. Quería hablar con la administradora de la finca, pero no está en casa.
Oí un murmullo de conversación y acto seguido el zumbido de apertura de la puerta. Tuve que correr para llegar a tiempo. Tomé el ascensor y subí un piso. Cuando se abrió la puerta del ascensor, vi el apartamento número 10 enfrente de mí. Hoover se encontraba en el vestíbulo con un albornoz azul y lleno de agujeros. Le eché treinta y cuatro o treinta y cinco años. Era bajo, alrededor del metro sesenta y cinco, y tenía unas piernas delgadas y musculosas, sin vello apenas. Llevaba el pelo moreno revuelto y daba la sensación de que no se había afeitado en dos días. Aún tenía los ojos hinchados a causa del sueño.
– Dios mío, le he despertado -dije-. Lo siento mucho, es algo que detesto.
– No se preocupe, ya me había levantado -dijo. Se pasó la mano por el pelo y se rascó la coronilla mientras bostezaba. Tuve que apretar los dientes para no bostezar yo también. Echó a andar hacia el interior, descalzo como estaba, y fui tras él.
– Acabo de poner la cafetera al fuego. Estará en un segundo. Pase y siéntese. -Tenía la voz clara y aguda.
Me señaló la cocina, que estaba a la derecha. El piso era una reproducción invertida del de Elaine Boldt; el dormitorio principal tenía que estar pared con pared con el de ella. Eché un vistazo a la salita de estar, que, lo mismo que la de ella, comunicaba directamente con el recibidor y también daba a la propiedad de los Grice. La magnífica vista exterior que se apreciaba desde el piso de Elaine era aquí menos interesante: apenas un vislumbre de las montañas que se extendían a la izquierda, vislumbre eclipsado en parte por las dos hileras de pinos mediterráneos que flanqueaban Vía Madrina.
Hoover se ajustó el albornoz y tomó asiento en una silla de la cocina con las piernas cruzadas. Tenía las rodillas bonitas.
– ¿Le importaría repetirme su nombre? Discúlpeme, pero aún estoy medio dormido.
– Kinsey Millhone -dije.
La cocina olía a café casi listo y a los efluvios de unos dientes aún sin cepillar. Los suyos, no los míos. Cogió un cigarrillo negro y delgado y lo encendió, tal vez con la esperanza de camuflar con algo peor el estado matutino de su boca. Tenía los ojos de un castaño claro atabacado, la faz magra, las pestañas ralas. Me observaba con el mismo aburrimiento que una boa después de haberse zampado una marmota entera. La cafetera emitió los últimos gorgoteos y Hoover cogió dos tazas blanquiazules mientras aquélla enmudecía. Una estaba decorada con conejitos follando. La otra con elefantes entregados al mismo menester. Me esforcé por no mirar. Algo que me ha preocupado durante años es cómo se apareaban los dinosaurios, en particular los dotados de una espina dorsal gigantesca. Alguien me dijo en cierta ocasión que follaban en el agua, que contribuía a aligerarles el peso, pero me cuesta creer que los dinosaurios fueran tan listos. Con aquella cabeza que tenían, pequeña y aplastada, me parece poco probable. Volví a la realidad con una sacudida de cabeza.
– ¿Y a usted cómo le llaman? ¿William? ¿Bill?
– Wim -dijo. Cogió un tetrabrik de leche del frigorífico y buscó una cuchara para el azúcar. Añadí leche a mi café y le observé mientras endulzaba el suyo llenando hasta el borde dos cucharas soperas. Advirtió mi mirada-. Quiero engordar un poco -dijo-. Sé que el azúcar es mala para los dientes, pero es que todas las mañanas tengo que tragarme uno de esos mejunjes superproteínicos, ya sabe a qué me refiero, una mezcla de huevo, plátano y brotes de trigo. ¡Uf! Sabe de un modo inconfundible. Además, no soporto comer antes de las dos, así que tal vez debiera resignarme a la delgadez. Bueno, pues por eso pongo tanto azúcar en el café. Dicen que lo que no mata, engorda. Usted sí que tiene figura de sílfide.
– Corro todos los días y me olvido de comer. -Di un sorbo al café, que sabía un poco a menta. Estaba realmente bueno-. ¿Tiene usted mucho trato con Elaine?
– Hablamos cuando coincidimos en el pasillo -dijo-. Hace años que somos vecinos. ¿Por qué la busca? ¿Se ha ido sin pagar los recibos?
Le expliqué por encima la aparente desaparición de Elaine Boldt y añadí que la situación, aun sin ser de mal agüero, era sin embargo desconcertante.
– ¿Cuándo la vio por última vez?
– No lo recuerdo con exactitud. Tuvo que ser antes de que se marchara. Por navidad, creo. No, táchelo. La vi en Nochevieja. Me dijo que iba a quedarse en casa.
– ¿Sabe por casualidad si tiene gato?
– Desde luego. Un gato de Angora gris, muy gordo y vistoso, que se llama Mingus. En realidad era mío, pero como yo apenas aparecía por casa, pensé que estaría mejor acompañado y se lo di a ella. No era más que un minino por entonces. Pero si hubiera sabido que iba a ser el gato más guapo del mundo, no se lo habría regalado. Me lo he reprochado muchas veces desde entonces, pero ¿qué puedo hacer? Un trato es un trato.
– ¿Y cuál fue el trato?
Se encogió de hombros con indiferencia.
– La hice jurar que nunca le cambiaría el nombre. Charlie Mingus. Por el músico de jazz. También le hice prometer que no lo abandonaría nunca, porque, ¿qué sentido tenía entonces que lo regalara? Para eso hubiera seguido conmigo.
Dio una cuidadosa chupada al cigarrillo con el codo apoyado en la mesa de la cocina. Oí el crepitar de una ducha, procedente del fondo del piso.
– ¿Se lo lleva a Florida todos los años?
– Desde luego. Y a veces en el mismo avión, si hay sitio. Dice que a Mingus le gusta estar allí, que se siente como el amo. -Cogió una servilleta y la dobló por la mitad.
– Pues es extraño que no aparezca por ninguna parte.
– Probablemente estará donde esté ella.
– ¿Habló usted con la señora Boldt después de que asesinaran a la vecina?
Negó con la cabeza mientras dejaba caer limpiamente la ceniza en la servilleta doblada.
– Hablé con la policía; mejor dicho, la policía habló conmigo. Las ventanas de mi sala de estar dan a la casa y les interesaba saber lo que yo pudiera haber visto. Y la verdad es que no vi nada. El policía encargado de la investigación era el chulo más asqueroso que he visto en mi vida y no me gustó ni un pelo su actitud hostil. ¿Quiere que se lo caliente?
Se levantó para traer el café. Asentí y rellenó ambas tazas con el contenido de un termo. El crepitar del agua había cesado de repente y el hecho no nos pasó inadvertido a ninguno de los dos. Se acercó al fregadero, apagó el cigarrillo poniéndolo bajo el grifo y lo tiró al cubo de la basura. Cogió una sartén y sacó del frigorífico un envoltorio con bacón.
– La invitaría a desayunar, pero no tengo con qué; a menos que quiera compartir conmigo uno de mis mejunjes de proteínas. Voy a preparar uno ahora mismo, aunque me da un asco indescriptible. Tengo que cocinar comida de verdad para un amigo.
– Me voy inmediatamente, no se preocupe -dije, poniéndome en pie.
Me hizo un ademán de impaciencia.