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Mientras, me dediqué a inspeccionar el patio trasero. En realidad no sé qué andaba buscando ni qué esperaba encontrar después de seis meses. Allí no había más que hierbajos y matorrales, y un naranjo pequeño, deforme por la falta de agua, y cargado de una fruta endurecida que se estaba volviendo marrón porque nadie la cogía. El cobertizo era una de esas estructuras metálicas prefabricadas que se pueden ver en el catálogo de Sears y montar en cualquier parte. Estaba cerrado con un candado grande, ancho, impresionante, que parecía a prueba de bomba. Crucé el patio y lo inspeccioné. En realidad era un candado antiguo, de los de llave grande, que sin duda abriría en unos minutos; pero no llevaba encima la ganzúa y no me hacía ninguna gracia la idea de ponerme a forcejear con un candado en pleno día. Era mejor volver cuando el sol se hubiera puesto y averiguar lo que Grice o su sobrino guardaban allí. Sin duda muebles viejos de jardín, pero nunca se sabe.

Devolví la llave al señor Snyder, cogí el coche y volví al despacho. Llené la cafetera. Aún no había llegado el correo y no había recados en el contestador automático. Abrí el balcón y salí a respirar aire puro. ¿Dónde coño estaba Elaine Boldt? ¿Y dónde estaba su gato? Había agotado ya casi todas las posibilidades de actuación y observación. Redacté un contrato para que lo firmara Julia Ochsner y lo metí en un sobre. Cuando estuvo el café, me serví una taza, tomé asiento en el sillón giratorio y me puse a girar. Cuando hay dudas y vacilaciones, me dije, lo mejor es volver a la rutina.

Puse una conferencia a dos periódicos, uno de Boca Ratón y otro de Sarasota, para poner un anuncio: «Quien conozca el paradero de Elaine Boldt, sexo femenino, raza blanca, edad 43…», etcétera, «por favor, póngase en contacto con…» mi nombre, dirección, teléfono y un desafío para practicar el cobro revertido.

Parecía práctico. ¿Qué más podía hacer? Seguí girando otro poco y llamé a la señora Ochsner. De todos modos no podía quitármela de la cabeza.

– ¿Sí? -dijo, cuando descolgó por fin. Tenía la voz temblorosa, aunque con un dejo de esperanza, como si a pesar de sus ochenta y ocho años pudiese recibir una llamada inesperada y sucederle cualquier cosa. Confiaba en sentirme también así hasta el fin de los tiempos. Aunque por el momento no era tan optimista.

– Qué tal, Julia. Soy Kinsey, de California.

– Un momento, querida, voy a bajar el volumen de la televisión. Estoy viendo mi programa favorito.

– ¿Quiere que la llame dentro de un rato? Odio interrumpir.

– No, no. Prefiero hablar con usted. Un segundo.

Transcurrieron unos instantes y oí que el ruido de fondo bajaba de volumen hasta quedar reducido al silencio. Julia emprendió el viaje de vuelta al teléfono, sin duda a la máxima velocidad que podía permitirse. Seguí esperando. Por fin cogió el auricular.

– La he dejado encendida -me explicó-, aunque desde aquí lo veo todo borroso. ¿Y usted? ¿Qué tal está?

– Decepcionada -dije-. Ya no me queda prácticamente nada por hacer y quería preguntarle por el gato de Elaine. Porque usted no ha visto a Mingus en estos seis meses, ¿verdad que no?

– Pues no, vaya. Ni siquiera había pensado en ello. Si Elaine ha desaparecido, parece lógico que también haya desaparecido el gato.

– Eso parece. La administradora del piso de aquí dice que la vio marcharse aquella noche con lo que parecía una jaula para gatos, es decir que si realmente fue a Florida, tuvo que llegar con el gato.

– Yo juraría que el gato respiró el aire de Florida tanto como Elaine, pero puedo hacer averiguaciones en los consultorios de los veterinarios y en las guarderías para gatos de la zona -dijo Julia-. Puede que se separase de él por algún motivo.

– ¿Lo haría usted? La verdad es que me ahorraría tiempo. No sé si descubrirá algo, pero por lo menos lo habremos intentado. Quiero localizar el taxi que utilizó Elaine para saber si llevaba el gato consigo cuando fue al aeropuerto. ¿Le habló alguna vez Pat Usher del gato?

– Que yo recuerde, no. ¿Sabe que ya se ha mudado? Se ha ido llevándose absolutamente todo.

– ¿De veras? Bueno, no me sorprende, aunque me gustaría saber dónde está ahora. ¿Podría pedir a los Makowski la nueva dirección de esta mujer, de Pat? La llamaré a usted dentro de un par de días, pero, sobre todo, no se le ocurra llamar a Pat. No quiero que sepa que está usted metida en esto. Puede que más adelante la necesite para algún trabajito delicado y quiero mantenerla en la sombra. Bueno -añadí-, ¿cómo le va todo, por lo demás?

– Oh, muy bien, Kinsey. No se preocupe por mí. Supongo que si, después de solucionar este caso, le propongo fundar conmigo una agencia de detectives, no me tomará muy en serio, ¿verdad?

– Peores ofertas me han hecho en la vida -dije.

Se echó a reír.

– Voy a leer a Mickey Spillane, aunque sólo sea para entrar en calor. Hay un montón de palabras soeces que desconozco.

– Ya las digo yo por las dos, pierda cuidado. En fin, ya seguiremos hablando. Si mientras tanto descubre algo interesante, comuníquemelo. Ah, voy a enviarle el contrato para que lo firme. Hay que hacer bien las cosas.

– Roger. Corto y cierro -dijo y colgó.

Dejé mi veterano Volkswagen Cucaracha en el parking que hay en la parte trasera de mi despacho y me dirigí a pie a la Compañía de Taxis La Mejor, en Delgado Street. La administración se encuentra en una angosta arteria llena de establecimientos especializados en gangas y rebajas: zapatos, estéreos para coche, artículos de cocina, motos, más algún salón de belleza y algún que otro fotomatón. No es un buen enclave. La calle, de una sola dirección, va en un sentido equivocado. El parking es demasiado pequeño y, según parece, el propietario del edificio, aunque no exige alquileres elevados, deja que los inmuebles agonicen bajo la pintura desconchada y las alfombras raídas.

La Mejor estaba empotrada entre la tienda de ropa de segunda mano La Solidaridad Humana y la Sastrería Los Corpulentos, en cuyo escaparate podía verse un traje confeccionado para los entusiastas de la grasa animal. La administración de la compañía de taxis era larga y estrecha, y la dividía en dos un tabique de conglomerado donde se había abierto una puerta. Toda ella estaba decorada como un escondrijo infantil, a tono con los dos sofás despanzurrados y la mesa coja de una pata. Vi carteles y rótulos a mano pegados a los tabiques con cinta adhesiva, basura amontonada en un rincón, ejemplares manoseadísimos de la revista Motor en una especie de expositor surrealista junto a la entrada principal. Al fondo había un asiento de coche apoyado en la pared, la tapicería estaba rota y el desgarrón se había subsanado pegando unas tiritas adornadas con estrellas, del año de Maricastaña. El encargado estaba encaramado en un taburete y apoyaba el codo en un mostrador más desordenado que un banco de carpintero. Tendría unos veinticinco años, el pelo rizado y negro, y bigotito de igual color. Vestía pantalón ancho de algodón y camiseta azul claro con un estampado descolorido de los Grateful Dead, y una visera le aplastaba el pelo a los parietales. La radio de onda corta emitió unos sonidos incomprensibles y el chico cogió el micrófono.

– Siete-cero -dijo, concentrando inmediatamente la mirada en el plano de la ciudad que estaba pegado a la pared, por encima del mostrador. Vi un cenicero lleno de colillas, un tubo de aspirinas, un calendario de la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, una correa de ventilador, botellas de plástico de ketchup y un aviso enorme, escrito con rotulador, que decía: «¿A bisto alguien mi linterna roja?». Clavada a la pared había una lista de direcciones de los clientes que habían pagado con cheques sin fondo, y otra de los que solían llamar a más de un taxi para ver cuál llegaba primero.