Hubo una breve y rápida sucesión de chillidos y el encargado trasladó un imán redondo de un punto a otro del plano de la pared. Era como si estuviese jugando solo a las damas. A continuación imprimió un giro circular al taburete y se me quedó mirando.
– Usted dirá.
Le tendí la mano.
– Kinsey Millhone -dije. Pareció un tanto desconcertado ante la idea de estrechármela, pero se defendió de la manera más deportiva que supo.
– Ron Coachello.
Saqué la cartera y le enseñé la documentación.
– ¿Podría usted consultar unos datos que necesito?
Tenía los ojos negros y brillantes, y su forma de mirarme me decía que podía consultar todos los datos que le diera la gana.
– Cuénteme su película.
Le conté una versión condensada al estilo del Reader's Digest y le di la dirección de Elaine Boldt y la hora aproximada en que había ido a buscarla el taxi.
– ¿Puede mirar el 9 de enero de este año y comprobar si fue La Mejor quien hizo el servicio? Tal vez lo hicieran Taxis Urbanos o Raya Verde. Quisiera hacer unas preguntas al conductor.
Se encogió de hombros.
– Claro. Pero quizá tarde un día. Tengo todos los papeles en casa. No los guardo aquí. ¿Por qué no la llamo yo, o mejor aún, me da usted un toque? ¿Qué dice?
Sonó el teléfono, escuchó el mensaje y lo anotó. A continuación cogió el micrófono y apretó el botón.
– Seis-ocho. -Inclinó la cabeza mientras escuchaba con indiferencia. Se oyó el chisporroteo de la electricidad estática y luego un graznido-. Cuatro-cero-dos-nueve Orion -dijo y cortó la comunicación.
Le entregué mi tarjeta. La miró con curiosidad, como si nunca hubiera conocido a una mujer que utilizase tarjetas profesionales. La radio resucitó de repente y volvió a coger el micrófono. Me despedí con una seña y me la devolvió por encima del hombro.
Hice exactamente lo mismo en las otras dos compañías de taxis, que por suerte estaban lo bastante cerca para ir andando. Al contar la película por tercera vez, me sentía ya como si sufriese de parálisis aguda de lengua.
Cuando llegué al despacho, me aguardaba en el contestador automático un mensaje de Jonah Robb.
– Eeeeh…, hola, Kinsey. Aquí el agente Robb, es sobre aquello que…, bueno, sobre aquello de que hablamos. Estaba pensando si querrías llamarme alguna vez…, bueno, esta tarde, por ejemplo, para buscar una forma de afrontar juntos la situación. Hoy es viernes y son…, eeeeh…, las doce y diez del mediodía. Ya hablaremos. En fin. Gracias.
El número al que quería que le llamase era el de la Jefatura de Policía, extensión Personas Desaparecidas. Lo llamé y me identifiqué en cuanto se puso al habla.
– Creo que tienes cierta información que me interesa -dije.
– Sí -dijo-. ¿Te importaría pasar por mi casa más tarde?
– Supongo que no -contesté. Tomé nota de su dirección y quedamos para las nueve y cuarto, después de cenar. Como no era momento para abordar asuntos personales, le di las gracias y colgué.
Ya no podía hacer nada más aquella tarde en relación con el caso, así que cerré la oficina y me fui a casa. No era más que la una y veinte y, como había trabajado poco, me sentía obligada moralmente a ser útil en casa. Lavé la taza, el platito y el plato que había dejado en el fregadero y los dejé en el escurridor en espera de un nuevo uso. Metí un montón de toallas en la lavadora, limpié la pila del cuarto de baño y la de la cocina, saqué la basura y pasé al aspirador por entre los muebles. De vez en cuando corro los muebles para limpiar la pelusa de debajo, pero aquel día me contenté con despejar los espacios más concurridos y con que el piso oliera a esa mezcla tan característica de aceite industrial caliente y polvo frito. Me gustan el orden y la limpieza. Cuando una vive sola, o se vuelve una cerda o limpia sobre la marcha, que es lo que yo hago. No hay nada más deprimente que terminar una jornada agotadora y volver a una casa que parece una cuadra.
Me enfundé en el pantalón del chándal y me puse a quemar energías a lo largo de cinco kilómetros. Era uno de esos días extraños en que correr se me antojó inexplicablemente grandioso.
Me duché al volver, me lavé la cabeza, dormí la siesta, me vestí, fui a comprar algo de comer y al final me instalé ante la mesa y me puse a dar vueltas a mis fichas mientras acompañaba con un vaso de vino blanco un emparedado caliente de huevo duro con mucha sal y mucha salsa mahonesa de régimen y que me supo a dinamita.
A las nueve cogí una cazadora, el bolso y las ganzúas y, ya en el coche, puse rumbo a Cabaña Boulevard, la ancha avenida que discurre en sentido paralelo a la playa. Giré a la derecha. Jonah vivía en una travesía de Primavera, en un pequeño y extraño grupo de casas situado a casi dos kilómetros de donde me encontraba. Dejé atrás el club náutico y miré a mi izquierda al pasar ante Ludlow Beach. Aunque ya se estaba haciendo de noche, distinguí el gran cubo de basura donde había estado a punto de perder la vida hacía dos semanas. Me pregunté cuánto tiempo tendría que transcurrir para perder la costumbre inconsciente de mirar a la izquierda cada vez que pasaba ante el punto donde había pensado que iba a ajustar cuentas con la muerte de una vez por todas. Los últimos resplandores del día despertaban brillos en el agua y el cielo era de un gris argentino, veteado de rosa y un lila que se volvió magenta allí donde las montañas más próximas rompían el paisaje. Aguas adentro, las cabelleras flotantes de luz del sol creaban charcos temblorosos que envolvían a las islas en una aureola de luminosidad mágica y dorada.
Subí la colina, pasé ante el Sea Shore Park, giré a la derecha y me introduje en la red de calles que hay al otro lado de la avenida. La proximidad del Pacífico cargaba el aire de niebla fría y salitre corrosivo, a pesar de lo cual habían construido allí mismo una escuela de párvulos. Era un barrio que no estaba mal para Jonah, que había tenido que mantener a una familia con un salario de policía, pero no era un barrio de lujo ni mucho menos.
Encontré el número que buscaba y entré en el sendero del garaje. La luz del porche estaba encendida y el jardín parecía bien cuidado. La casa era una especie de rancho con mucho estuco pintado de añil y cenefas azul marino. Calculé que tendría tres dormitorios y quizás un patio embaldosado en la parte trasera. Llamé y Jonah vino a abrirme. Llevaba unos téjanos y una camisa de vestir con una raya rosa. Sostenía en la mano, cogido por el cuello, un botellín de cerveza; me hizo una seña para que entrara al tiempo que miraba el reloj.
– Llegas pronto -dijo.
– No vives lejos. Mi casa está al pie de la colina.
– Ya lo sé. ¿Quieres darme eso?
Alargó la mano, me quité la cazadora y se la di junto con el bolso. Arrojó ambas cosas en una silla, sin ceremonias. Durante un minuto no se nos ocurrió nada que decir. Dio un sorbo a la cerveza. Me introduje las manos en los bolsillos de atrás. ¿Por qué tanta torpeza? La situación me hizo recordar aquellas bochornosas salidas de la época del bachillerato elemental en que la madre de alguna amiga nos llevaba en coche al cine y nunca sabíamos de qué hablar. Eché un vistazo en derredor.
– Bonita casa -observé.
– Ven conmigo. Te la enseñaré.
Le seguí mientras me hablaba con la cabeza vuelta hacia atrás.
– Cuando nos mudamos a este barrio era un montón de mierda. La habían tenido en alquiler unos rarillos que tenían un hurón en el armario y nunca tiraban de la cadena porque iba contra sus creencias religiosas. Seguramente los habrás visto por ahí. Van descalzos, se ponen trapos amarillos y rojos en la cabeza y se visten como en la Biblia. El dueño me contó que casi nunca le pagaban el alquiler y que cada vez que se presentaba para reclamárselo se ponían a canturrear, le cogían la mano y le miraban fijamente a los ojos. ¿Te apetece un poco de vino? Tengo uno muy bueno, sin tapón de rosca.