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No había pruebas de que se hubiera utilizado un mecanismo de retardación, lo que descartaba la posibilidad de que Grice hubiera preparado el incendio antes de marcharse. Mike, el sobrino de Grice, había sido interrogado y declarado libre de toda sospecha. Muchos testigos desinteresados lo habían visto en un cuchitril del centro de Santa Teresa, llamado The Clockworks, durante el período crítico en que según los expertos se había declarado el incendio. No había más sospechoso ni otros testigos. Todas las demás pruebas concluyentes, entre ellas las huellas dactilares, habían sido eliminadas por el incendio. El nombre de Elaine Boldt figuraba en una lista de personas pendientes de interrogatorio y una nota indicaba que el teniente Dolan había hablado con ella por teléfono el día 5 de enero. La había citado para el día 10, pero aquélla no se había presentado. De acuerdo con la información con que yo contaba, se había marchado a Florida la noche anterior.

En mitad de un informe vi un detalle que despertó muchísimo mi interés. Según una agente que estaba de servicio en Jefatura, a las nueve y seis minutos de la noche del crimen se había recibido una llamada que pudo haber sido de Marty Grice. Se había tratado de una mujer que, presa del pánico, había lanzado un grito de auxilio antes de que la comunicación se cortase. Puesto que se había llamado directamente a Jefatura y no al 911, la agente no había podido localizar el origen de la llamada. Había tomado nota de la misma, pese a todo, y al descubrirse el homicidio había informado a Dolan, quien incluyó el detalle en el informe. También había preguntado a Leonard Grice a propósito de aquello. Si de verdad se trataba de Marty, ¿por qué había llamado a Jefatura en vez de marcar el 911? Leonard había manifestado que tenían un contestador automático con agenda-marcador. Marty había introducido en la memoria el número de Jefatura y el de los bomberos. El contestador automático se había encontrado intacto en una mesa situada al fondo del pasillo con los números claramente impresos en el índice. Marty, al parecer, se había percatado de algún modo de la intrusión, se las había arreglado para llegar hasta el teléfono y había podido lanzar una mutilada señal de socorro antes de encontrar la muerte. Si había sido ella en efecto quien había llamado, dicha llamada determinaba que la muerte se había producido a las nueve y seis minutos o inmediatamente después.

Durante unos instantes acaricié la pasajera sospecha de que Leonard Grice estuviera complicado. A fin de cuentas, y por lo que yo sabía, la policía no contaba más que con la palabra de Lily para determinar que se encontraba en casa de ésta a aquella hora. Según mi hipótesis, había podido volver antes a casa, matar a Marty, provocar el incendio y esconderse en los alrededores hasta el momento de hacer acto de presencia. Si estaba compinchado con la hermana, bastaba con que los dos afirmasen que ambos habían estado juntos en el momento del siniestro. Pero la suerte me daba la espalda. Después de leer otros tres interrogatorios, vi un párrafo que detallaba una charla que Dolan había sostenido con unos vecinos de Lily que se habían presentado inesperadamente en su casa a las nueve para entregarle un regalo de cumpleaños. El marido y la esposa habían dicho, cada uno por su lado, que Leonard estaba allí y que no se había marchado hasta las diez, más o menos. Sabían la hora aproximada porque habían tratado de convencerle de que se quedase para ver un programa de televisión que comenzaba a las diez. Se trataba de una película que reponían, pero como estaba deseoso de volver a casa con su mujer, se marchó.

Hay que joderse, pensé.

Ahora bien, ¿por qué me cabreaba tanto aquello? Ah, pues porque yo quería que Leonard Grice fuera culpable de algo. De asesinato, de ayudar a prepararlo, de ayudar a cometerlo. Me gustaba la idea por mor de pulcritud, aunque sólo fuera por razones estadísticas. En California hay más de tres mil homicidios al año y dos tercios largos corresponden a crímenes cometidos por amigos, conocidos o parientes, lo que obliga a pensar si no será mejor ser huérfano y misántropo en este estado. La cuestión es que cada vez que se comete un asesinato hay muchas probabilidades de que haya participado una persona querida y próxima a la víctima.

Medité la posibilidad, reacia a descartarla. ¿Podía Grice haber contratado a alguien para que matara a su mujer? Desde luego que sí, aunque no era tan fácil ver lo que habría ganado en tal caso. La policía, que no pecaba de ignorante, había investigado también esta pista y no había llegado a nada. No había dinero surgido de improviso, ningún encuentro con personajes indeseables, ningún motivo aparente, ningún beneficio visible.

Lo cual me hacía volver a Elaine Boldt. ¿Podía haber estado complicada en la muerte de Marty Grice? Prácticamente todo lo que había ido sabiendo de ella arrojaba un «no» tan rotundo como resonante. No había ningún indicio de que hubiera estado relacionada con Leonard ni románticamente ni de algún otro modo, salvo como ocasional pareja de bridge. No me cabía en la cabeza que Marty Grice hubiera sido asesinada por desbaratar un pequeño slam, aunque con los jugadores de bridge nunca se sabe. Wim Hoover me había dicho que Elaine y Beverly se habían peleado en navidad por un hombre, pero resultaba difícil imaginarse a aquellas dos luchando a brazo partido por Leonard Grice. A mí me seguía tentando la vieja sospecha: que Elaine sabía algo o había visto algo relacionado con el asesinato de Marty y que se había ido de la ciudad para eludir la investigación de la policía de Santa Teresa.

Me centré en las fotos y desenchufé todas las clavijas cerebrales. Necesitaba conocer el lado visual de los acontecimientos y no podía permitirme el lujo de reaccionar emocionalmente. La muerte violenta es repugnante. Mi primer impulso consiste siempre en dar media vuelta y marcharme, en proteger mi alma del espectáculo, pero se trataba del único testimonio gráfico del siniestro y tenía que verlo por mis propios ojos. Posé una mirada de indiferencia en la primera foto en blanco y negro. Las fotos en color serían insoportables y me dije que lo mejor era comenzar por las más «fáciles».

Jonah carraspeó en aquel punto y alcé los ojos.

– Yo me voy a la piltra -dijo-. Estoy hecho polvo.

– ¿Ya? -Miré la hora con sorpresa. Eran las once y media. Llevaba allí sin moverme más de dos horas-. Lo siento -dije-. No sabía que llevase aquí tanto tiempo.

– Tranquila. Lo que pasa es que me he levantado a las cinco de la mañana y necesito pegar ojo. Llévate todos los papeles, si quieres. Pero si Dolan te coge con ellos, lo negaré todo y dejaré que los lobos te devoren; por lo demás, deseo que te sean útiles.

– Gracias. Ya me han sido de utilidad. -Metí las fotos y los informes en un sobre grande de papel marrón, que a su vez metí en mi bolso.

Cogí el coche y volví a casa, intranquila. No se me iba de la cabeza la imagen del cadáver de Marty: las facciones deformadas por las quemaduras, la boca abierta, tendida en un cerco de cenizas que parecía un montón de confetti gris. El calor le había contraído los tendones de los brazos y le había colocado los puños en postura pugilística. Había sido su último combate y lo había perdido, pero en mi opinión no había terminado todavía.

Quise exorcizar la imagen repasando todo lo que sabía hasta el momento. Había un pequeño detalle que seguía pinchándome. ¿Sería verdad lo que había dicho May Snyder sobre el insistente martilleo de aquella noche?

Estaba ya cerca de casa cuando me acordé del cobertizo del patio trasero de los Grice. Pisé el freno a fondo, di un giro espectacular a la izquierda y puse rumbo al centro.

Vía Madrina estaba a oscuras bajo la densa techumbre de los pinos. No había mucho tráfico a aquella hora. El cielo estaba un tanto nublado y, aunque había luna llena, la luz que se filtraba quedaba parcialmente eclipsada por el edificio de la comunidad de propietarios. Estacioné el coche y saqué de la guantera una linterna-pluma. Me puse un par de guantes de goma, cerré con llave y avancé por el sendero de entrada de los Grice. Avancé directamente por el costado de la casa sin que las bambas hicieran el menor ruido en el cemento.