– Mierda -dije. No se me ocurría nada. Lo último que quería en aquel momento era que me echara la bronca Andy Montycka, el encargado de reclamaciones de La Fidelidad. Andy es un cuarentón conservador e inseguro, cuyas obsesiones más elementales consisten en morderse las uñas y pasar inadvertido.
– ¿Le digo que no estás? -preguntó.
– Sí, hazme ese favor, ¿quieres? Oigo lo que haya en el contestador automático y desaparezco -dije. Abrí el archivador, cogí el expediente de Elaine y me volví-. ¿Sabes? Esto es dinamita pura. Leonard Grice ha tenido seis meses para presentar una reclamación y no ha movido un dedo. Ahora, de pronto, entra a saco en la compañía de seguros para que le paguen. Me gustaría saber qué le ha estimulado.
– Oye, lo siento pero me voy, si no, vendrán a buscarme -dijo Vera-. Y, por favor, no te cruces hoy en el camino de Andy o te lo hará pagar caro.
Le di las gracias por avisarme y quedamos en llamarnos. Salió al pasillo y cerró a sus espaldas. Noté con algo de retraso que se me encendían las mejillas y el corazón se me ponía a cien. Una vez, en primera enseñanza, me mandaron al despacho de la directora por pasar chuletas en clase y aún no me he recuperado del miedo que pasé. Era culpable de lo que me acusaban, pero jamás me había metido en líos. ¡Si me hubierais visto! Una criatura apocada, de piernas huesudas, y con tanto miedo que me fui directa a casa deshecha en lágrimas. Mi tía me llevó de vuelta inmediatamente y se puso a vociferar contra todo el mundo mientras yo estaba en el patio, sentada en un banco de madera, pidiendo al cielo que me matara. Es difícil hacerse la adulta cuando una parte de mí sigue estancada en los seis años, totalmente sometida a la autoridad.
Una sola mirada al contestador automático me reveló que no había mensajes. Volví a cerrar con llave y bajé por la parte delantera para no tener que cruzar las puertas dobles de vidrio de La Fidelidad de California. Cogí el coche y volví al antiguo piso de Elaine. Quería ver a Tillie para contarle lo que pasaba. Giraba ya a la derecha para acceder a Vía Madrina cuando miré por el espejo retrovisor y vi que tenía a un motorista pegado al tubo de escape. Me hice a un lado para dejarle pasar y volví a mirar por el retrovisor. El tipo se puso a pitarme con insistencia. ¿Habría atropellado a su perro? Me acerqué a la acera y el motorista se detuvo detrás de mí, apagó el motor y de una patada puso en posición el caballete. Vestía una especie de uniforme negro de paraca, guantes y botas negros y se cubría con un casco negro de visera ahumada. Salí del coche y anduve hacia el individuo, que se desprendió del casco en aquel punto. Oh rábanos, era Mike. Habría tenido que figurármelo. El rosa de su cepillo craneal parecía descolorido y me pregunté con qué se lo retocaría, con tintes Rit, con azafrán o con caldo de remolacha. Estaba furioso.
– ¡Hostia, vengo tocándote el claxon desde hace rato! ¿Por qué no me has llamado? El lunes te dejé un aviso en el contestador -dijo.
– Lo siento. No me di cuenta de que eras tú. Además, creo que dijiste que volverías a llamarme.
– Bueno, lo he intentado, pero lo dejé estar porque siempre me respondía el contestador. ¿Dónde has estado?
– Fuera de la ciudad. Volví anoche mismo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Ha ocurrido algo?
Se quitó los guantes y los metió en el casco, que sostenía con un brazo como si fuera un niño de teta.
– Creo que tío Leonard tiene una amiguita. Pensé que te gustaría saberlo.
– Vaya por Dios. ¿Cómo te has enterado?
– Bueno, yo estaba limpiando… o sea, estaba sacando la mercancía del cobertizo aquel, y entonces lo vi entrar en el edificio que hay al lado.
– ¿La comunidad de propietarios?
– Sí, bueno, eso creo. Vamos, el edificio ese de pisos grandes.
– ¿Cuándo fue?
– El domingo por la noche. Por eso te llamé el lunes por la mañana. Al principio no estaba seguro de que fuera él. Me pareció verle aparcar enfrente, pero estaba muy oscuro y no veía bien. Pensé que querría coger algo de la casa y metí la mercancía en el petate a toda velocidad. Joder, tía, no se me ocurría nada para explicar mi presencia allí. Al final me encerré en el cobertizo, cerré la puerta y lo espié por una ranura. En vez de acercarse a la casa, vi que entraba en el otro edificio.
– Ya. Pero ¿por qué crees que tiene una amiguita?
– Porque lo vi con ella. Como no tenía otra cosa que hacer, crucé la calle, me escondí en un árbol y esperé hasta que salieron. No estuvo en el edificio más que cinco o diez minutos, luego se apagaron las luces, las del primer piso a la izquierda. Salieron inmediatamente después, metieron no sé qué en el portaequipajes y subieron al coche.
– ¿La viste a ella?
– No muy bien. Era difícil verles desde donde estaba y además iban con prisa. Luego, cuando estuvieron dentro, empezaron a meterse mano. Casi la desnudó en el asiento delantero. Era bastante raro, quiero decir que no es normal ver cómo se magrea la gente a esa edad. Además, nunca me habría imaginado a mi tío haciendo esas cosas. Pensaba que no era más que un viejo carcamal al que ni siquiera se le levantaba. Vamos, que ni siquiera tenía paquete que pudiera ponerse gordo.
– Mike, tu tío tiene cincuenta y dos años, según creo. ¿Te importaría dejar en paz ese tema? ¿Qué aspecto tenía ella? ¿La habías visto antes?
Se llevó la mano a la barbilla.
– Estaba allí para verse con él. De eso me di cuenta. Llevaba el pelo echado hacia atrás y sujeto por una especie de pañuelo, bueno, como se llame. No la había visto en mi vida. Vamos, que no es que me dijese ah, sí, coño, es aquélla, ni nada parecido. Era eso, una tía y nada más.
– Oye, hazme un favor. Coge papel y lápiz y escríbelo todo, ahora que aún es reciente. Me especificas la fecha, la hora y todo lo que recuerdes. No tienes por qué explicar qué hacías allí. Siempre puedes decir que fuiste a comprobar cómo estaba la casa o algo parecido. ¿Podrás hacerlo?
– Pues claro. ¿Y tú? ¿Qué harás?
– Aún no lo he decidido -dije.
Volví al coche y al cabo de cinco minutos me abría Tillie la puerta del zaguán. Me estaba esperando en la puerta de su apartamento y me hizo pasar a la salita. Las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz y me observaba por encima de la montura. Se sentó en la mecedora y siguió con el bordado. Se trataba de una especie de tapiz que reproducía un paisaje con bosques y montañas, los ciervos pacían aquí y allá y un torrente discurría entre las rocas. Se había rodeado de pegotes de guata y los estaba pegando en el reverso del paño con una aguja de hacer ganchillo. El relleno daba tridimensionalidad a los ciervos que, perfilados con aguja e hilo, producían un efecto acolchado.
– ¿Qué haces? -dije, tomando asiento también-. ¿Lo estás guateando?
Esbozó una ligera sonrisa. Había acabado por dejar en paz la permanente que se había hecho hacía poco y su cabeza era un gorro de baño aureolado de rizos tiesos de color albaricoque.
– Pues sí, es lo que hago. Se llama bordado de realce. Haré que lo enmarquen cuando lo termine. Es para la subasta de beneficencia que se celebra en otoño. El algodón lo he ido cogiendo de los tapones de los frascos de píldoras; ya sabes, si tienes que comprar un frasco de Tylenol o de pastillas para el resfriado, guárdame el envase. Siéntate. Hace días que no te veo. ¿A qué has venido?
Le expuse un resumen de lo acontecido desde el día en que la había visto por última vez, es decir, el viernes. No se lo dije todo. Le conté cómo había encontrado el gato, pero pasé por alto la farmacopea que tenía Mike en el cobertizo de la casa vecina. Le hablé de Aubrey Danziger y de la posterior escena con Beverly, de las maletas, del viaje a Florida, de la posibilidad de que me llevaran ante los tribunales y de lo que me había contado Mike sobre que Leonard Grice tenía una amante en el piso de arriba. Al oír aquello, se quitó las gafas y cerró las patillas.