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– ¿Ha llamado al número de Florida?

– Según tengo entendido, el abogado llamó varias veces. Elaine, por lo visto, vivía con una amiga y el señor Wender le dejó su nombre y su número de teléfono, pero no hubo contestación. Tillie no tuvo mejor suerte.

– ¿Tillie?

– La administradora del edificio de Santa Teresa, donde está el domicilio habitual de Elaine. Le envía, el correo que recibe ésta y, según me ha dicho, Elaine le escribe unas palabras casi cada semana, pero desde marzo no ha recibido nada. Yo creo, francamente, que la cosa no pasa de ser una tontería, pero no tengo tiempo para localizarla por mi cuenta. -Dio una calada final al cigarrillo y lo apagó con una serie de golpecitos. Yo seguía tomando notas, pero imagino que tenía que notarse mi cara de escepticismo-. ¿Qué ocurre? ¿No suele hacer trabajos de esta clase?

– Claro que sí, pero cobro treinta dólares por hora más los gastos. Y si no hay más que dos o tres mil dólares por medio, no sé si vale la pena. Lo digo por usted.

– Mire, tengo intención de reclamar el dinero que invierta en buscarla y de que me lo paguen de la parte que corresponde a Elaine, ya que es ella la causa de todo este lío. Mientras no obtengamos su firma, todos los trámites estarán paralizados. Debo añadir que es así como se ha comportado siempre.

– ¿Quiere decir que voy a tener que tomar el avión de Florida para ir en su busca? Aunque sólo le cobrase la mitad de mis honorarios normales cuando viajo, le costaría una fortuna. Yo creo, señora Danziger…

– Beverly, por favor.

– Como quiera, Beverly. No quiero desanimarla, pero creo sinceramente que este trabajo podría hacerlo usted misma. Incluso le detallaría con gusto algunos métodos de actuación.

Me sonrió en aquel punto, aunque con un rictus de dureza, y acabé por comprender que estaba acostumbrada a salirse con la suya. Había dilatado los ojos, azules e inflexibles como el cristal, y me observaba con fijeza. Sus pestañas negras se abrían y cerraban mecánicamente.

– Elaine y yo no nos llevamos bien -dijo con voz fluida-. En mi opinión, ya he dedicado demasiado tiempo a este asunto, pero prometí al señor Wender que la encontraría para que pudiera procederse al reparto de la herencia. Los otros herederos le presionan y él me presiona a mí. Le puedo dar un anticipo, si usted quiere.

Se puso a rebuscar nuevamente en el bolso y esta vez sacó un talonario de cheques. Desenroscó la capucha de la pluma de madera y se quedó mirándome.

– ¿Bastará con setecientos cincuenta dólares? -dijo.

Abrí el cajón de la mesa.

– Voy a redactar un contrato.

Ingresé el cheque en el banco, saqué el coche del parking que hay detrás del despacho y me dirigí al piso que Elaine Boldt tenía en Vía Madrina. No estaba lejos del centro.

Imaginaba que iba a ser un trabajo rutinario que solucionaría en un par de días y pensaba con dolor que terminaría devolviendo la mitad del dinero que acababa de ingresar. Aunque por el momento no es que estuviera haciendo mucho; estas cosas suelen ser lentas.

El barrio en que vivía Elaine Boldt constaba de modestos bungalows de los años treinta y de ocasionales complejos de apartamentos. Dominaban los chalecitos de madera y estuco, pero los solares, uno tras otro, se estaban reconvirtiendo con fines comerciales. Empezaban a trasladarse a la zona los especialistas de la columna vertebral y no pocos dentistas baratos dispuestos a cloroformizar a los pacientes para poder limpiarles la dentadura sin provocar aullidos de dolor, prótesis DENTALES EN EL ACTO. GARANTÍA TOTAL. Daba escalofríos. ¿Qué harían a los pacientes que descuidaban el pago de los plazos del puente superior? La zona estaba aún intacta en su mayor parte -los pensionistas seguían apuntalando sus hortensias con tesón-, pero las inmobiliarias acabarían por derribarlo todo. En Santa Teresa hay dinero por un tubo y buena parte se dedica a dar un look determinado a la ciudad. No hay anuncios de neón, ni barrios pobres, ni complejos fabriles que enturbien el paisaje con humos contaminantes. Todo es yeso y estuco, tejados de tejas rojas, buganvillas, madera envejecida artificialmente, paredes de adobe, ventanas de arco, palmeras, balcones, helechos, fuentes, paseos y flores. Abundan los edificios antiguos restaurados. Todo es extrañamente irreal, tan exuberante y refinado que impide estar a gusto en otra parte.

Llegué al domicilio de la señora Boldt, estacioné enfrente el coche, cerré con llave y empleé unos minutos en inspeccionar el lugar. Era realmente curioso. El edificio tenía forma de herradura y las dos anchas extremidades se prolongaban hasta la calzada; tres pisos, garaje en el sótano, una extraña mezcla de modernidad y estilo español de pega. En la fachada había arcos y balcones, y puertas altas de hierro forjado que comunicaban con un patio lleno de palmeras, pero los laterales y la fachada trasera eran insípidos y carecían de adornos, como si el arquitecto hubiera dado una mano colonial a un tablón de conglomerado y hubiera puesto encima una fila de tejas para sugerir un tejado donde no lo había. Hasta las palmeras parecían recortes de cartón sostenidos por palos.

Crucé el patio y me encontré en un vestíbulo con mucho vidrio y, a la derecha, una fila de buzones y timbres. A mi izquierda, a través de una sucesión de puertas de vidrio, cerradas al parecer, vi la puerta del ascensor y una salida que comunicaba con la escalera de incendios. A lo largo y ancho de la entrada había grandes macetas ordenadas con espíritu artístico. Enfrente tenía una puerta que daba a un patio interior donde entreví una piscina rodeada de hamacas y tumbonas de lona de color amarillo chillón. Repasé el nombre de los inquilinos, escrito en tiras de plástico, pegadas a su vez junto al timbre de cada apartamento. Había veinticuatro.

La administradora, Tillie Ahlberg, ocupaba el apartamento número 1. En el número 9, que supuse estaría en el primer piso, vivía una tal «E. Boldt».

Pulsé primero el timbre de «E. Boldt». O mucho me equivocaba o la mujer contestaría por el interfono y mi trabajo terminaría allí mismo. Cosas más extrañas me habían sucedido en la vida y no quería pasar por una imbécil buscando en plan policía a una señora que muy bien podía estar en casa en aquellos instantes. Como no hubo respuesta, apreté el timbre de Tillie Ahlberg.

Al cabo de diez segundos crepitó su voz en el interfono como si procediera del otro mundo.

– Diga.

Pegué la boca a las ranuras del micro y levanté un poco la voz.

– Señora Ahlberg, me llamo Kinsey Millhone. Soy detective privada y trabajo aquí, en Santa Teresa. La hermana de Elaine Boldt me ha pedido que localice a ésta y me gustaría hablar con usted.

Hubo un momento de silencio y a continuación una respuesta a regañadientes.

– Está bien. Como quiera. Iba a salir, pero no creo que venga de diez minutos. Estoy en la planta baja. Cruce la puerta que hay a la derecha del ascensor, siga hasta el final del pasillo y doble a la izquierda. -Zumbó el abridor automático y empujé la puerta de vidrio.

Tillie Ahlberg había dejado entornada la puerta mientras cogía una chaqueta ligera, el bolso y un carrito plegable de la compra que estaba apoyado en la consola del recibidor. Golpeé en la jamba con los nudillos y apareció por mi izquierda. Entreví un frigorífico y un fragmento del fogón de la cocina.

Tendría sesenta y tantos años, llevaba el pelo teñido de color albaricoque y lucía una permanente que parecía recién hecha. Debían de haberle hecho más rizos de lo que le gustaba porque se estaba ajustando un gorro de punto. Le sobresalía un mechón rebelde de pelo albaricoqueño, igual que a Ronald McDonald, y la señora bregaba por esconderlo. Sus ojos eran de color avellana y tenía la cara salpicada de pecas de color jengibre. Vestía una falda sin forma definida, calzaba calcetines y zapatillas deportivas, y parecía muy capaz de correr al galope si se lo proponía.