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Mary Balogh

Baile De Compromiso

Estaba prisionera en el último travesaño de la escalera de la biblioteca. En camisón. Con el pelo suelto cayéndole por la espalda. Aferraba a la mano izquierda el candelabro, con la vela que había tenido que apagar a toda prisa, y con la derecha sujetaba el libro que acababa de sacar del estante mas cercano al techo y que aún no había tenido tiempo de abrir. Tres minutos más, incluso dos minutos, y habría bajado por la escalera de mano, salido de la biblioteca y llegado sana y salva a su habitación del piso superior.

Pero no había sido así y estaba atrapada en el travesaño superior y por lo visto tendría que quedarse allí el resto de la noche. Se miró cautamente los pies desnudos y se preguntó si sería posible bajar un travesaño y sentarse sin caerse ni hacer ruido. Las alturas siempre le habían dado vértigo y el techo de aquella estancia era muy alto. Se sentiría más segura si no tuviera que forzar las rodillas para guardar el equilibrio.

Se sentía una tonta, una tonta asustada.

Muy asustada. Cuando por fin pudiera moverse, la habitación estaría a oscuras, a menos que fuera después de amanecer, y no tenía ninguna posibilidad de volver a encender la vela. Tendría que bajar la escalera a tientas y cruzar la habitación para ganar la puerta. Miró de nuevo hacia abajo. La escalera parecía totalmente vertical.

Qué necia había sido. Qué estupidez haber olvidado que en la casa se había producido un cambio fundamental aquel día. Qué tontería no haber recordado que él había vuelto a casa. No es que lo hubiera olvidado exactamente. ¿Cómo iba a olvidarlo? Había sido precisamente su regreso lo que la había mantenido despierta, pensando en su primer encuentro con él, cuando debería haber estado durmiendo. Había sido el insomnio lo que la había hecho bajar a la biblioteca en busca de un libro. Lo había hecho en muchas ocasiones. Al descubrir que todos los habitantes de la casa se retiraban pronto, aprendió que no necesitaba conducirse con furtividad. Ni vestirse ni adornarse la cabeza con un sombrero decente.

Se había vuelto descuidada y temeraria.

Aunque no había olvidado que había vuelto, había descuidado la posibilidad de que él no siguiera las costumbres de la mansión y tampoco se retirara temprano.

Y allí estaba, en la biblioteca, debajo de ella, sentado en un gran sillón de cuero, delante de la chimenea, aunque estaba apagada, pues era una cálida noche de verano. Desde las alturas sólo veía la parte superior de su cabeza, el negro cabello que sobresalía por el alto respaldo del sillón… y sus largas y bien formadas piernas, embutidas en el calzón ajustado y estiradas cómodamente sobre el fogón de la chimenea.

Iba muy elegante al aparecer inesperadamente en el estudio a última hora de la mañana. Llevaba unas flamantes botas alemanas de borlas blancas, calzón pardo hasta la pantorrilla, camisa blanca de encaje, pañuelo al cuello, chaleco verde y levita de un verde más oscuro. Tenía el aspecto que ella imaginaba que tendría un caballero de Londres, pero mejor aún. Y la verdad es que era un caballero de Londres que raramente aparecía por la finca rural que había heredado junto con el título poco más de un año antes, al morir su hermano mayor.

Al abrir la puerta del estudio, Bea había dado un gritito y corrido por la estancia para arrojarse en sus brazos.

– ¡Tío Bram! -había exclamado-. Has vuelto.

– Ya lo ves, niña -había dicho él, dándole un breve abrazo y apartándola para mirarla-. Te estás poniendo muy guapa. Pero tus modales me producen escalofríos. Las damiselas, y para el caso las señoras en general, no gritan ni chillan ni corren, Beatrice. Y por supuesto no se arrojan en los brazos de los hombres, por mucho que los caballeros lamenten esta convención. ¿No te han enseñado esas cosas?

– ¿Qué me has traído de Londres? -había preguntado Bea, sin hacer caso de la reprimenda, cogiéndole una mano perfectamente arreglada y enjoyada, y llevándosela a la mejilla-. ¿Me has traído algún regalo, tío Bram?

Él había hecho una mueca.

– Ten paciencia -había dicho-. Diablillo avaricioso. ¿Tienes una nueva compañera? Y he oído que te dura ya más de lo habitual.

– Ah, la señorita Melfort -había dicho Bea sin mucho miramiento-. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar? No bromees, tío Bram. ¿Es un sombrero? ¿Una sombrilla?

Pero Bramwell Lattrell, conde de Dearborne, había preferido concentrarse en la institutriz de Bea, una mujer que detestaba profundamente que la llamaran compañera de su pupila. Bea era una discípula difícil, pero Laura Melfort era una auténtica preceptora. Estaba probando todos los métodos que conocía para enseñar a Bea a leer. No era fácil, pues Bea tenía quince años y la cabeza llena de pájaros; por lo menos eso pensaba Laura en sus momentos menos generosos.

Pero, compañera o institutriz, era una sirvienta, una empleada del conde de Dearborne. Se había dado perfecta cuenta cuando él la había inspeccionado sin prisas, de pies a cabeza, con sus ojos azul claro. Ella le había devuelto la mirada, reprimiendo las ganas de mirarse en algún espejo para convencerse de que estaba vestida. La mirada del hombre la había hecho sentirse como si no lo estuviera.

El conde había asentido fríamente con la cabeza antes de volverse para reanudar la conversación con su sobrina. Había puesto un dedo bajo la barbilla de Bea y le había dicho que cenaría con él aquella noche si era muy buena y prometía no volver a chillar.

La respuesta de Bea había sido otro chillido y varias palmadas.

La invitación no había incluido a la institutriz de Bea.

Pero en aquellos momentos ya no iba tan formalmente vestido. Con los pies enfundados en unas zapatillas de piel, no llevaba puesto más que el calzón oscuro y la camisa blanca de encaje, desabrochada y abierta casi hasta la cintura. Laura se había fijado en este último detalle cuando lo había visto entrar en la biblioteca con un candelabro de varios brazos. Laura había apagado su vela nada más oír la puerta.

Había imaginado, tonta de ella, que se quedaría sólo un momento, lo necesario para coger una carta del escritorio o quizá un libro. Había esperado que saliese en seguida y había contenido el aliento, rezando para que no levantara los ojos hacia las sombras y la viera allí, donde no tendría que estar. En su biblioteca.

Y más bien ligera de ropa.

Pero él no se había quedado sólo unos momentos. Mientras ella observaba desde arriba, petrificada y horrorizada, él había cogido un libro de un estante más bajo y se había sentado en el sillón de cuero. Y si alguna duda le había quedado acerca de sus intenciones, había desaparecido cuando al cabo de unos minutos entró su ayuda de cámara con un frasco de licor en una bandeja. Le había servido una copa y había dejado la bandeja al lado del conde.

Era ya demasiado tarde, tras la partida del criado, para dar a conocer su presencia. Para anunciarse habría tenido que ser inmediatamente. No habría tenido que apagar la vela y habría bajado la escalera con toda la dignidad posible, murmurado una disculpa y dejado al conde de Dearborne en su sillón de cuero, con su libro y su brandy.

Ay, cuánto deseaba ahora haber hecho aquello.

Tardó alrededor de diez minutos, aunque le parecieron una hora, en depositar el candelabro en un estante y sentarse en el travesaño superior, todo con el máximo sigilo. Y allí se quedó, no atreviéndose a mover un músculo, durante lo que le parecieron horas, aunque quizá sólo transcurrieran otros diez o quince minutos. No, seguro que había pasado más tiempo. El travesaño se le estaba clavando en los muslos y el dolor estaba a punto de hacerle gritar. Pero no se atrevía a moverse. Se apretó el libro cerrado contra el pecho.

Quería toser. Había polvo flotando en el aire cerca del techo, polvo que probablemente había levantado ella al investigar los libros del último estante; porque, cielos, ¿por qué siempre la había fascinado el último estante cuando habría podido encontrar fácilmente algo legible sin despegarse del suelo? Tragó saliva tres veces, conteniendo el impulso de toser.