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¡No! No era posible. Él había tenido razón al cuestionar aquella idea. No funcionaba. En la realidad no. Quizá en las páginas de una novela de aventuras, pero no en la vida real.

Y, naturalmente, no era cuestión de comprobarlo.

Bea contaba con las simpatías de todas las señoras. A pesar de sus ruegos y carantoñas, su tío no le permitía unirse al grupo ni para cenar ni para los entretenimientos posteriores. Era demasiado joven, le decía firmemente. Pronto llegaría el momento, pero a veces, como aquella tarde en el río, las señoras le pedían que se uniera a ellas en alguna actividad diurna.

Una tarde, la señorita Hopkins y su hermana la señora Crawford fueron de visita al estudio. No llamaron, sino que entraron directamente, hablando y riendo. Ambas abrazaron a Bea, admiraron la acuarela que estaba pintando y luego la invitaron a tomar el aire con ellas. Ni siquiera repararon en Laura, que se apartó en silencio de su propia pintura y empezó a despejar la mesa. Asintió con la cabeza cuando Bea la miró con aire inquisitivo, y la muchacha salió corriendo en busca de un sombrero.

Algún día aprendería Bea que las señoras no debían correr. Algún día perdería la impetuosidad de la juventud. Laura suspiró. ¿Por qué ella y todos los demás responsables de la educación de Bea trabajaban incansablemente para que ese día llegara pronto? ¿Por qué la juventud y el ímpetu tenían que desaparecer?

– Es muy torpe -dijo la señorita Hopkins.

– Pues debes tratarla con cariño -dijo la señora Crawford, mirando de nuevo el dibujo de Bea y sonriendo con desdén-. Dearborne la quiere mucho.

– Podríamos enviarla a un colegio durante un par de años -dijo la señorita Hopkins-. No estoy segura de querer compartir esta mansión con una sobrina tan sana, por grande que sea la casa.

La señora Crawford miró a su alrededor, vio a Laura limpiando pinceles y tosió con delicadeza.

– Cuidado, querida -dijo-. Creo que hay oídos cerca.

– Oh. -La señorita Hopkins siguió la dirección de la mirada de su hermana y, durante unos segundos, miró a la institutriz con desprecio-. Los sirvientes que desean mantener el empleo y que les den una carta de recomendación si los despiden han de saber cuándo es obligatorio tener la boca cerrada.

Bea entró como una tromba en aquel momento, con los ojos brillantes, colorada y sonriendo.

– Estoy lista -dijo-. Éste es el nuevo sombrero de paja que el tío Bram me ha traído de la ciudad.

– Y es ciertamente precioso, querida -dijo la señora Crawford-. A la última moda, te lo aseguro. No podía esperarse menos si lo eligió el propio Dearborne.

– He de confesar que casi estoy celosa -dijo la señorita Hopkins-. Eres diez veces más guapa que yo, querida Beatrice. Hemos de convencerte de que vengas con nosotras para alegrarnos el paseo, ¿verdad, Clara? No recuerdo haber sentido por nadie un cariño tan profundo como el que siento por ti.

– Se desenvuelve de un modo exquisito -murmuró Clara Crawford cuando las tres abandonaban el estudio, dejando la puerta abierta.

Laura siguió ordenando la estancia. Pobre Bea. No era una muchacha especialmente inteligente ni particularmente habilidosa en ninguna de las cualidades que se esperaban de una señora. Pero era dulce y cariñosa. Con la educación y compañía adecuadas, podría llegar a ser una mujer cálida y adorable, y aspirar a una vida feliz.

Bea no se encontraría a gusto en un colegio. Y como su madre la había abandonado de pequeña y en el fondo dudaba siempre de si la querían o no, lo que menos necesitaba era una tía que no simpatizaba con ella y la despreciaba… y encima tenía celos de ella. La honorable señorita Alice Hopkins había sido sincera en esto.

Y con quien él se iba a casar era con la señorita Hopkins.

No importaba. De verdad que no importaba con quién se casara. Laura levantó los ojos de súbito. Él estaba en la puerta, apoyado en el marco, observándola. No sabía cuánto tiempo llevaba allí.

– ¿Se ha ido Beatrice? -preguntó.

– La señorita Hopkins y la señora Crawford han venido a invitarla a dar un paseo con ellas.

– Ah -dijo, sin perderla de vista mientras ella ordenaba papeles que no necesitaban ser ordenados-. Bueno, ya lo sabía. Las he visto paseando juntas. Los demás invitados están con otros asuntos. Me he excusado con ellos diciendo que tenía cosas que atender durante unas horas.

Laura enlazó las manos, harta de revolver cosas en su presencia.

– ¿Ya ha empezado? -dijo-. ¿Siente ya la necesidad de escapar del aburrimiento?

– Señorita Melfort -dijo el conde, clavando los ojos en los suyos desde el otro lado de la habitación-, es usted una impertinente.

Era verdad. Laura no sabía cómo había sido capaz de decir una cosa así en voz alta. Quizá había sentido la necesidad de devolver parte de la humillación a que la habían sometido su futura prometida y la hermana de ésta.

El conde se apartó de la puerta y se acercó a la ventana. Se quedó mirando los jardines de abajo.

– Pero tiene razón, que Dios la confunda -añadió.

– En la rectoría en la que crecí -dijo Laura- no se nos permitía utilizar palabras ofensivas y nadie podía utilizarlas en nuestra presencia.

El conde volvió la cabeza y la miró fríamente. Laura no supo si sus ojos inexpresivos ocultaban cólera o burla.

– Le pido disculpas -dijo el conde.

Ella tragó saliva.

– Los huéspedes me aburren -añadió el hombre- cuando tengo que soportarlos todo el día y parte de la noche. Así que urdo estratagemas para huir de vez en cuando. He venido a verla, señorita Puritana, señorita Rectitud. Distráigame.

Laura se preguntó si el conde se daba cuenta de la provocación que había en sus palabras. Pero ¿y si había reparado ella en este matiz porque se estaba corrompiendo?

– No sé cómo -dijo.

Él seguía mirándola por encima del hombro.

– Y sin embargo, los dos estamos pensando claramente en lo mismo, ¿verdad? -dijo-. Sería incorrecto, señorita Melfort. No sé si alguna vez podré perdonarla por darme a entender cierta noche memorable que era usted una mujer. Ni si podré perdonarme a mí mismo por haberla besado. Hábleme. De cualquier cosa que no sea el tiempo, los sombreros o los abanicos.

No estaba flirteando con ella. Eso lo había dejado muy claro. Pero ella sólo podía verlo -y de qué modo tan asfixiante- como hombre. La moderna levita entallada, el calzón hasta la pantorrilla y las botas alemanas perfilaban su cuerpo macizo. Y era guapo hasta la desesperación.

– No me diga que sólo sabe hablar de esos temas -insistió él-. Esperaba algo mejor de usted. Venga. -Se apartó de la ventana-. Siéntese en el banco de la ventana, póngase cómoda y no se quede ahí en las sombras, como una estatua.

Ella se acercó a él con algún titubeo y se sentó en el banco acolchado de la ventana, delante de él, arreglándose cuidadosamente la falda de algodón al sentarse. El siguió de pie, aunque levantó una pierna y puso la bota en el asiento, junto a ella. Apoyó el codo en la rodilla para que su rostro quedara al nivel del de la muchacha, quizá demasiado cerca para que ésta se sintiera tranquila.

– La rectoría -dijo-. Hábleme de ella. Hábleme de su niñez y de su adolescencia.

– Sería muy aburrido, señor -dijo Laura, sintiendo un ramalazo de nostalgia. No le gustaba pensar en su adolescencia.

– Permítame que sea yo quien juzgue -dijo el conde-. Hábleme de sus padres, y de sus hermanos, si los tuvo. Hábleme de Laura Melfort y de quién es ella.

– Tuve una infancia feliz -dijo, casi en un susurro-. Muy feliz. Éramos once, incluyendo a mis padres.