Pensé de inmediato lo que habría pensado casi cualquier hombre, solemos ignorarlo todo sobre las menstruaciones —hemos visto su huella sólo en alguna colcha o en alguna sábana, yo al menos he procurado ignorarlo—, hasta si puede caer una gota al suelo o más que eso inadvertidamente, en el caso de estar una mujer de pie con falda, sin bragas, y sin tener a mano compresas ni sucedáneos, algodones, kleenex, algún papel absorbente o quizá secante como para la tinta —no, eso es impensable, idiota, eran rígidos y de color rosado, no he vuelto a verlos desde la infancia, desde los tiempos en que mi madre nos contaba el cuento—, no sabía una palabra de tales cuestiones pese a haber estado casado durante muchos años que ahora parecían menos al haber terminado, de la misma forma que jamás había visto a Luisa sentada orinando como se me había mostrado la desconocida, hay cosas que la convivencia no trae nunca, o es que la educación, la que yo tuve al menos, la que tuvo Luisa, impone límites naturales y tácitos a las confianzas, y rehuye las dejadeces siempre, e impide acabar siendo indiferente y perezoso testigo de lo que no debe uno serlo.
También Comendador, mi antiguo amigo del colegio tan torcido luego, había pensado en menstruaciones sobrevenidas cuando vio la sangre de aquella muchacha, sobre la madera y las sábanas y en su camiseta larga, la pasajera novia del camello Cuesta a la que creyó muerta tras su tambaleo y su tropezón y su golpe de frente contra una pared muy seco, había sonado como leña partida y en seguida le descubrió una brecha cuando quedó inconsciente, o para él difunta. Y más tarde había dudado de haber visto nada y hasta admitió la posibilidad de haber tomado por sangre lo que tal vez era sólo cognac o vino o incluso una veta oscura del entarimado. Yo tenía ahora una desazón o problema en ciernes por culpa de aquel hombre tan afín a Comendador que me parecía él mismo en algunos instantes, Incompara su nombre, algo había además en esos dos apellidos que me hacía remitirlos el uno al otro, o que en mi sentido particular de la lengua me los asociaba: Incompara, Comendador; Comendador, Incompara, no sé, como si fueran del mismo calibre o equiparables, recomendables ambos y comparables (para ir por el mundo con aplomo y brío y pisando fuerte, para eso recomendables).
Pero lo que me vino a la memoria como una ráfaga fue la otra mancha de sangre, la que vieron mis ojos, la de la escalera en casa de Wheeler que yo había limpiado a conciencia en mitad de la noche allí pasada, madrugada del domingo de hecho pero para mí noche del sábado, puesto que la jornada se me eternizó con libros y aún no me había acostado, me fui a la cama tan tarde o temprano que ya intuí la claridad del cielo, sosegado o arrullado por el rumor del río. Continuaba sin saber de quién o de qué había salido, aquella sangre, al día siguiente les había preguntado por fin a Peter y a la señora Berry durante el almuerzo, sin éxito: su respuesta tan decepcionante que empecé a dudar de la existencia de la gruesa gota cuyo cerco se me había resistido de noche, reacio a desaparecer y borrarse (y esa incertidumbre futura ya la había yo previsto, hasta cierto punto: de cuanto cesa y no persiste puede uno dudar siempre, luego de todo, porque nada es nunca presente interminablemente, o lo son sólo los astros y las estaciones y yo quiero decir: nada humano); así que me pasó un poco lo mismo que a Comendador en su día, que desconfió de la realidad de las varias manchas que en su pánico había visto en aquel piso. Pero yo no sentía pánico cuando descubrí la mía, en lo alto del primer tramo de la escalera de Wheeler, aunque sí había bebido y andaba algo febril de palabras y aun de la vigilia tan larga, con mis muchas lecturas nocturnas encadenadas y los recuerdos de mi padre entremezclados, más los suyos que los míos: 'colaborador asiduo del diario moscovita Pravda; enlace, acompañante voluntario, intérprete y guía en España del bandido Deán de Canterbury; conocedor de la entera trama de la propaganda roja a lo largo de la contienda', de todo eso había sido acusado, ideas de su mejor amigo cuyo rostro él no supo ver, el del mañana que llegó muy pronto, casi hoy mismo. Pero ahora eran también recuerdos míos, a veces tenemos algunos que solamente son de oídas, o heredados. Como las piernas de mi princesa de cuento entre otros seis o trece o veinte pares.
Debía salir ya de aquel lavabo inadecuado y lleno o que no me correspondía, fuera se estaría formando más cola, llevaba allí un par de minutos durante los que no había entrado ni salido nadie, las mujeres de dentro entretenidas, las que había a mi espalda, en la zona de espejos, reían ya abiertamente la mayoría tras escuchar mi cruce de frases con la caribeña sedente —cubana, puertorriqueña, nicaragüense, o más sureña, colombiana o venezolana o hasta brasileña; o española, también eso era posible—. No fui capaz de no advertírselo, a una joven de tan poderosos muslos que ya entonces supe que se me representarían más tarde, incluso en otras noches o días. Tenía ojos muy rasgados, eso me dio tiempo a verlo, no el color, sí las aletas de la nariz algo anchas, o eran unas fosas nasales demasiado aireadas o ambas cosas, me hizo el efecto de una de esas bellezas con cara de exhalación involuntaria, abundan hoy mucho en todas las razas, quizá sea uno de los modelos de nariz más solicitados por quienes se la operan, casi nadie anda contento con la suma de sus facciones. Así que le dije a través de la portezuela ya de nuevo cerrada, de hecho con mi mano izquierda sujetando aún el pomo para que no se abriera otra vez sola (el pestillo por su lado, por dentro, y no la había oído volver a echarlo), o no insistiera ella en abrírmela, quién sabía:
—Se le ha manchado de rojo uno de sus zapatos blancos, señora. Por si no se ha dado cuenta.
Podía haberme contestado que no era grave ni asunto mío, en el mismo tono que Wheeler (o en uno más desabrido) cuando le advertí sobre sus calcetines bajados aquel sábado ya muy tarde, justo antes de que se diera la vuelta y acabara de subir los peldaños del primer tramo de su escalera, para por fin retirarse. Pero la mujer se limitó a responder 'Thank you', y tampoco pude notarle ahí acento. 'De rojo', dije. No me atreví a decir 'de sangre'. Aunque estaba seguro de que aquella gota y la del suelo eran sangre, recién vertida, recién caída.
Salí de allí con tanta decisión como había entrado, murmurando 'No luck. No luck', 'No ha habido suerte', como si me diera una explicación a mí mismo o me presentara excusas, ni siquiera miré a las mujeres de dentro ni a las de fuera cuando pasé a su lado (éstas eran otra vez tres o cuatro), había que dar con Flavia y conducirla de vuelta a la mesa de su marido, no es que mi cabeza no estuviera en eso ni que hubiera perdido la encomienda de vista, pero unas cuantas cosas se me habían mezclado ahora con ella, versos e imágenes y heredados recuerdos además de un cuento, ninguno llegaba a hervirme porque ninguno era apremiante, pero por allí se me quedaron flotando todos, quizá también a la espera de ser recogidos más tarde por el pensamiento ocioso —es decir, por el más activo— al término de la jornada, cuando por fin me acostara.
La canción de Laredo y de Armagh me seguía rondando pese a la música de la discoteca altísima, volvió a ser abrumadora en cuanto franqueé las dos puertas y me encontré en la sala, poco rato ausente y la muchedumbre crecida, el local encaminado hacia su apogeo. Pero si reaparece una melodía conocida antigua y se nos aloja, no hay manera de echarla sin la mediación de algo externo y de otro carácter (tal vez un susto, como con el hipo), 'And when Sergeant Death's cold arms shall embrace me', eso era de la versión irlandesa de Armagh, 'Y cuando me abracen los fríos brazos del Sargento Muerte', en inglés aún pervive la idea de la muerte como figura o ser masculino aunque los nombres comunes carezcan de género gramatical con la excepción de 'barco' —eso creo—, pero no siempre fue así o no para todos, el emparentado alemán sí conserva los géneros y en él no cabe duda de que es el muerte y de que se trata de un hombre cuando se lo representa, así sucede en el tema clásico de la Muerte y la Doncella, tantas veces en la pintura o en los grabados se lo ve, es un caballero con yelmo y armadura y lanza, o quizá es con espada o con ambas armas, Sir Deathfue llamado en más de una obra medieval inglesa, y también se lo ha visto disfrazado de médico con su bata blanca en algún dibujo de la época nazi, acechando con su linterna en la frente y con predilección por las jóvenes semidesnudas como Pérez Nuix aquel día y la mujer con la falda subida en el lavabo de damas aquella noche, al igual que sus antecesores férreos de la Edad Media y el Renacimiento que perseguían doncellas a través de los bosques y de los campos, se les desgarraban las ropas en su huida vana a las pobres desesperadas, según la fantasía de las estampas. Mientras que para nosotros latinos, con nuestras palabras con género casi obligado, se trata de un ser femenino y además anciano, esa vieja decrépita con la guadaña de tantos cuadros y de tantos textos, y quizá por eso son sus víctimas varones en ellos con más frecuencia que las de su sexo, aunque nos visite o nos cace a todos o nos siegue literalmente con su herramienta rústica, tiene sentido que sea anciana, empezó a trabajar a destajo hace mucho y no ha parado ni una sola hora de la noche o el día desde que se estrenó con aquel primer muerto desconocido y remoto que todavía aguarda a que se acabe el mundo y no haya en él ya nadie, para por fin ser juzgado y relatar su historia y exponer su caso, 'cuando todas esas piernas y brazos y cabezas segadas en la batalla se junten el último día y griten todas "Morimos en tal lugar"'. Y también tiene sentido que en la imaginación germánica sea un caballero en su plenitud, un guerrero brioso y fuerte y capacitado para arrancar vidas sin tregua, un profesional experto con sus fríos brazos de disciplinado sargento, porque cualquier otro ser no daría abasto a tan infinita tarea en aquellos antiguos tiempos: y muchos siglos más tarde ese fue el problema de los dirigentes nazis, que buscaron cómo ir más rápido y con menos gasto y no tanta fatiga en sus labores de exterminación masiva, y así recurrieron a la inteligencia de hombres de bata blanca, a físicos y a químicos y a biólogos y también a los médicos con su linterna en la frente, matar no es tan fácil y lleva su tiempo. Y desde luego cansa y aun extenúa.