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'Tuve que utilizar mucho algodón, para sacar la mancha. No les quedará ya demasiado, convendrá que lo repongan pronto. Y con el alcohol lo mismo.' Eso les dije. Me pareció justo advertirles. Y no fueran a creer que hasta eso eran figuraciones, o que también me lo había inventado.

Ahora veía otra posibilidad, se me ocurría otra ahora, al salir del lavabo de damas o más bien fue luego, esa misma noche pero horas más tarde, cuando trataba de conciliar el sueño y no acababa de conseguirlo, a lo sumo una duermevela pensante durante la que estuve pensando cuanto se me había alumbrado y yo había aplazado en el curso de los sucesos. Debió de ser más entonces, porque llevaba prisa y la vista aguzada hacia lo exterior tan sólo cuando salí del lavabo, donde sin embargo me surgió la ocurrencia sin duda, esa idea nunca habría cruzado la cabeza de Wheeler ni la de la señora Berry, de hecho no pasó por la mía hasta aquel momento, tras haber visto sentada en la tabla a la mujer de los abundantes muslos, no, eso hace concebir gordura y no la había, cómo decir, era imponencia, era formidabilidad, era presencia. Era llamada. 'Una mujer no lleva bragas', pensé; 'aunque sí lleve medias, pueden ser de esas que se venden ahora, que llegan hasta la mitad del muslo como las de antes y se sujetan con un elástico que hace las veces y la imitación sin gracia de las antiguas ligas, usaba de ésas aquella inminente heredera consorte que se quedó una noche a desayunar en casa y cuyo teléfono móvil parecía una obsesión o un objetivo bélico para su aún premarido pero ya postcornudo, o al menos las usó esa vez única en que la vi quitárselas o se las quité yo mismo, de la vicisitud ya mal me acuerdo.' Rememoré y pensé eso echado en la cama, poco interesado en rememorarlo, fue del todo involuntario. 'Una mujer no lleva bragas en la cena fría de Wheeler, algunas tienen a gala prescindir de esa prenda para sentirse muy drásticas y radicales, o lo hacen ocasional y provocativamente para arriesgarse a ser vistas si visten falda mediana o corta y va a haber muchos testigos (una reunión, un banquete, un estreno, una clase si son estudiantes, y el profesor varón siempre está enfrente), o para incordiar a un marido al que de camino a la fiesta informan del detalle íntimo y que se inquieta por ello, o para que brote un deseo fugaz y primario donde no lo había ni quizá iba a haberlo —una vislumbre, un relámpago— y así pueda luego hacerse persistente y elaborado —una condensación, un crecimiento—, no pocas aprendieron esto de aquella película célebre con la actriz Sharon Stone y el cara de bruja hijo de Douglas.

Esa mujer sube al cuarto de baño del primer piso, está ocupado el de abajo, o acaso sube en busca de una habitación vacía en la que ya espera alguien o a la que acudirá ese alguien al cabo de un minuto o no llega, un encuentro acordado pero afanoso y rápido, lo que se llama gráfica y vulgarmente en mi lengua un mete y saca y en inglés un quicky(en verdad muy vulgarmente: no importa, el pensamiento es más vulgar que el habla, o lo es en los que tendemos a evitar la vulgaridad verbal para que así tenga sentido cuando incurramos en ella), en esos lances viene de perlas la ausencia previa de bragas, aunque tampoco sean éstas un impedimento, basta apartarlas con un par de dedos y con delicadeza —cuidado con pellizcar nada—, a la altura apropiada. Sube esa mujer con falda, suenan sus tacones altos sobre la tarima o no suenan sobre la parte alfombrada, y tiene la mala suerte —o es peor para el anfitrión, según se mire, o para un invitado con mejor ojo que el resto— de que justo entonces, al llegar arriba y detenerse un instante buscando con la mirada la puerta adecuada o la convenida, le hace acto de aparición la regla —sin duda ya presentida, pero no tanto o no lo bastante— en forma de gota que cae al suelo al no haber tela ninguna para frenarla; pero la cosa es aún incipiente y es sólo una gota, la primera, una sola, no ha lugar a reguero porque no es un flujo y no continúa inmediatamente, y así ella puede no darse cuenta del advenimiento hasta un poco después, cuando ya ha entrado en el cuarto de baño y puede ponerle provisional remedio o cuando el hombre que la esperaba nota esa humedad distinta o más cálida y ya se ha manchado, la mancha sobre la madera queda allí inadvertida y por eso no se limpia hasta bien entrada la noche, cuando yo subo a buscar un libro y al bajar ya con él la descubro, la veo, y pienso que no debo dejarla ahí una vez que sé que existe: me toca a mí, toca quitarla o si no podría resbalarse Wheeler con ella por la mañana —aunque para entonces se habrá secado—, y a su edad no podemos permitir que se caiga, más vale ahorrarle cualquier riesgo y salvarlo.'

Mi antiguo compañero Comendador había pensado en la posibilidad menstruosa con más rapidez que yo, pero él tenía una joven delante cuando vio la sangre, y también observó gotas rojas minúsculas en su camiseta y otra más grande en su sábana, lo tuvo más fácil para ocurrírsele, y además nunca sabríamos, él seguro y yo muy probablemente, si esa era la explicación acertada para nuestras respectivas manchas, sí lo sería para las de la mujer del gabinete —baldosa y zapato blanco— que se había conducido con tanto cuajo. Pero quién sabía.

De pronto me encontré haciendo memoria de qué mujeres llevaban falda en la cena de Wheeler (fue también medio involuntario, o quizá es que cualquier recuento atrae siempre al parcial sueño): desde luego Beryl y muy llamativa, que además bien podía haber prescindido de la prenda íntima a tenor de la avidez con que De la Garza trataba de poner la vista, sentándose en un pouf muybajo, a ras o casi de sus patas largas (muslos como toboganes por los que deslizarse, había dicho el muy loco); y también le pegaba haber querido incomodar a Tupra con ese rasgo de descaro (no se lo habría comunicado hasta ya cerca de Oxford, en el automóvil), o haber pretendido reseducirlo, pese a su desdén aparente, de un modo elemental y tosco, sin rozarse apenas y a relativa distancia, sin esfuerzo personal, psicológico, sentimental, biográfico, nada más que animalesco, que viene a ser sin esfuerzo alguno. Llevaba falda la señora Fahy, esposa del historiador irlandés soporífero Profesor Fahy, así como la alcaldesa laborista y aciaga (por matrimonio) de las desdichadas poblaciones de Eynsham o Ewelme o Bruern o Rycote, o quizá de aquella con peor fama en el Oxfordshire desde la lejana época del poeta Marlowe, Hog's Norton; pero ambas damas habían sobrepasado con creces el tiempo concedido a los regulares advenimientos, al igual que la propia señora Berry, que era claramente más joven que Wheeler pero no tanto como cuatro decenios ni siquiera tres ni dos y medio, de hecho me dio instantánea vergüenza pensar en ella o en ellas (sobre todo en ella, la conocía y la respetaba desde hacía siglos, aún al servicio de Toby Rylands) en semejante circunstancia a sus años, quiero decir en sociedad y sin bragas, la idea me suscitó gran rechazo, más que nada por irreverente, y un poco de compasión hipotética, me afeé mis cavilaciones. En cuanto a la Deana de York que había provocado delirios zafios en De la Garza ('Joder joder, esta tía está pistonuda', había dicho el anormal completo), resultaba aventurado pronunciarse sobre el actual influjo de la luna en su cuerpo, la viudez difumina la edad y engaña bastante, hace mayores a las muy jóvenes y rejuvenece a las ya talludas; asimismo vestía falda, y yo habría dicho que anticuadas enaguas y aún más anticuada faja, y por tanto no creía que la inaccesible dowagerde un clérigo renunciase nunca a ropas más fundamentales (quizá ni siquiera en su cama a solas, no digamos en casa ajena y en compañía nutrida). Alguna había con pantalones, pero esa no fue Harriet Buckley, la Doctora en Medicina recién divorciada y que según Tupra podía estar más dispuesta aquella noche a hacer averiguaciones sobre el terreno que Beryl y que la señora Wadman (este nombre sólo supuesto); yo no había estado atento ni había hablado con ella más allá de las presentaciones, pero no le faltaba a esa Doctora cierto atractivo básico, y en realidad fue un milagro que no hiciera estallar su falda, no por gorda ella sino por estrecha y ceñida y ajustada la falda (en verdad se necesitan estas redundancias para dar idea de cuánto), y en toda la cena no se quitó unas gafas que le conferían un aire distraídamente vicioso, como de secretaria pimpante en una comedia norteamericana de los años cincuenta (luego secretaria fantaseada); la Doctora desbragada me pareció una idea aceptable o al menos no me causó dentera ni muy mala conciencia (sólo una pizca), como tampoco Beryl a pelo ni una jovencita que pululó por allí aburrida a lo largo de la velada y que nunca supe quién era, seguramente la hija estudiante de alguno de los convidados, podía serlo de la propia Buckley: en todo caso me la había figurado caprichosa y atrevida de lejos, y le había notado en la boca un aviso de indecencia (incisivos separados; labios que jamás lograban estar del todo cerrados ni ocultar, en consecuencia, aquellos dientes procaces); no creí que fuera abusivo imaginarla aligerada, quiero decir bajo la falda.

Una de las tres habría subido al primer piso en un momento desafortunado, habría perdido o soltado su gota sin percatarse de ello, lo mismo que la centroamericana que me había contestado 'Gracias', eso indicaba que la de su zapato no la había descubierto antes de que yo se la señalara. Era improbable, sin embargo, una conjunción de esos factores durante la fiesta de Wheeler, y ni siquiera sabía si algo como la desprevención y la consiguiente mancha en el suelo era técnicamente posible (técnica o fisiológicamente, por decirlo de algún modo). Me di cuenta de que en Londres no contaba con ninguna amiga ni amante estable a quien preguntarle al respecto, nadie con quien tuviera suficiente confianza, en Madrid sí, en mi vida normal le habría consultado a Luisa en primer lugar, también estaba mi hermana, y viejas amigas y antiguas novias, old flamescomo Beryl de Tupra o lo era Tupra de Beryl, ella más indiferente a su pasado. 'Mi vida normal': no acababa de hacerme a la idea de que ya no lo era, había sido expulsado de ella o mi tumba estaba allí bien hundida, cavada hasta lo más hondo; aún conservaba la sensación engañosa de que aquel otro país era un paréntesis, de que aquella segunda estancia inglesa era vida no vivida del todo, esa que no cuenta mucho y de la que apenas si se responde, o sólo al celebrarse el gran baile cada vez más inverosímil —seguramente hoy abolido, cancelado hasta nuevo aviso o más bien nueva creencia—, del tiempo que ya no es tiempo o está helado y sin transcurso. ('Cuan largo me lo fiáis', exclamábamos los españoles irónicos ante perspectivas tales, parafraseando a Don Juan en el verso de un contemporáneo de Marlowe; ahora se dice menos pero todavía es posible oírlo, cuando el tiempo no es temible y parece que no llegará lo anunciado, de tan lejos.) Quizá aquel periodo mío resultara provisional a la postre, pero nada es nunca provisional ni es periodo mientras no concluye y se cierra, y mientras eso no ocurre el paréntesis se convierte en la frase principal, dominante, y al leer uno se olvida hasta de que se abrió su signo.