'¿No estarás pensando tú en recurrir a esas cosas?', le pregunté. 'A ti sí que no te hacen falta.'
Rió un momento, así salió de su breve silencio cavilatorio.
'Si no me hacen falta hoy, será mañana, ni siquiera pasado mañana', dijo. 'Pero en todo caso no podría permitírmelas, seré de los parias y de los raídos.' Y volvió a reírse, decir esto le había hecho gracia. 'Aunque estás mandando mucho dinero desde que tienes ese trabajo del que no cuentas nada', añadió. 'Quiero darte las gracias, Deza, ahora mismo estamos ya a un paso del lujo. No hace falta tanto.' Era como si quisiera hacerse perdonar, por aceptarlo; por eso me llamó Deza y no Jaime, no quería sacarme nada ni estaba de mal humor por mi causa.
'Ya me las das tras cada transferencia. Es lo justo, tienes a los niños, yo estoy ganando bien ahora y tampoco tengo muchos gastos. Ya lo reduciré, si me aumentan.'
'Ya, pero podrías ahorrar. Preguntan que cuándo vienes.'
'No sé si será muy pronto. He de acompañar a mi jefe en un viaje, pero aún no sabemos cuándo, si dentro de una semana o de un mes o más tarde, hasta entonces estoy atado. A ver si después puedo, algún fin de semana con bank holiday.'Así llaman en Inglaterra a los festivos, los hacen caer todos en lunes, Navidad y Año Nuevo aparte. 'Pero ya ahorro, me alcanza. Y me compro buenos libros de viejo, mejores y más caros que nunca.'
'Pues conserva ese trabajo. A ver si alguna vez me cuentas algo, de eso que haces.' No creía que le interesara de veras, era una forma de mostrarse amable. No había manifestado curiosidad al respecto, en otras conversaciones. O es que eran siempre más cortas.
'Apenas hay qué contar', dije, y aquí mentí, sobre todo pensando en dos noches antes. 'Traducir de diplomacia y negocios es rutinario, aunque haya gente interesante por medio, de vez en cuando. Pero no lo conservaré si me canso, ya lo sabes.'
Aguardó un par de segundos y respondió:
'Sí, ya lo sé. Y a mí me parece bien eso, también lo sabes.'
La vi sonreír al decirlo, con los ojos de la mente despiertos. Estaba en otra ciudad, en otro país. Pero yo la vi muy bien desde Londres.
Le di las gracias, las buenas noches, nos despedimos, colgué. Pero no con el pensamiento. Alcé la vista, me levanté del sillón, me acerqué a la ventana de guillotina y la subí de golpe para airear la habitación, había estado fumando mientras hablaba. No llovía, no hacía ningún frío o eso me pareció en el primer instante, podría haber sido una noche de primavera temprana de no ser porque no era muy tarde, ni siquiera para Inglaterra, y sin embargo había ya anochecido unas cuantas horas antes, fuera se veía la pálida oscuridad de la Square o plaza, apenas alumbrada por esas farolas blancas que imitan la siempre ahorrativa iluminación de la luna, y las luces encendidas del hotel elegante, algo más lejos, y de las habitadas casas que albergan familias o bien hombres y mujeres solos, cada uno encerrado en su protector recuadro amarillo, lo mismo que yo para quien me observara. También me pareció oír una música muy débil, tanto que cualquier movimiento mío la tapaba o la ahogaba, así que me estuve quieto —otro cigarrillo en la mano— y traté de escucharla e identificarla sin éxito, llegaba tan tenuemente que no distinguía su clase ni tan siquiera su ritmo. Miré entonces, como de costumbre, por encima y más allá de los árboles y de la estatua y la plaza y hasta el otro extremo, en busca de mi vecino despreocupado y danzante.
Allí estaba como casi siempre, y la noche debía de ser en efecto tibia, porque también él mantenía abiertos dos de sus ventanales, dos de cuatro, y era probable que la música procediera de su salón alargado y desprovisto de muebles, como una pista libre de obstáculos; al no ser tarde habría prescindido por una vez de sus auriculares o su artilugio inalámbrico, y esta vez la pieza no sonaría en su cabeza tan sólo —y en los deductivos oídos de mi mente, al contemplarlo en su baile—, sino en toda la casa y fuera, hasta morir como sombra o hilo raído en donde yo me encontraba, ante mi ventana. No estaba solo sino con sus dos parejas ya por mí registradas, las dos mujeres que en alguna ocasión había visto, por separado si mal no recordaba: la blanca con pantalones prietos que no se había quedado a dormir, que yo supiera (se había montado en una bicicleta y se había alejado en la noche con pedaleo brioso), y la negra o mulata de la falda con vuelo ligero que no pareció salir luego a la calle. Ahora ambas llevaban faldas bastante breves y estrechas (a mitad del muslo, más o menos, quizá no muy cómodas para la danza), y ninguno de los tres todavía bailaba, no propiamente, más bien era como si dirimieran o decidieran los pasos exactos que iban a dar, seguramente al unísono de aquella música que casi no me alcanzaba, y que así nunca reconocería.
'Las ha juntado', pensé; 'tal vez se está profesionalizando y quiere ensayar con ellas lo que llaman una " routine" en América, es decir, los movimientos y pasos ya no improvisados sino acordados y coordinados, qué manía de arruinar vocablos la de ese país y esta época, todo es cada vez más usurpado, impreciso, más oblicuo e impostado y con frecuencia incomprensible, las palabras como los usos y como las reacciones; pero puede que sólo una de ellas sea amante suya y no tenga nada de raro que se reúnan para bailar a trío, o incluso que ninguna lo sea, y en cambio si ambas lo fueran sí sería algo extraño, supongo, pese a la artificial lenidad de estos tiempos en los que según muchas personas nada tiene nunca demasiada importancia, ni siquiera las acciones violentas, que se perdonan tan fácilmente o ante las que jamás faltan imbéciles con autoridad moral imbécil —o es frailuna—, dispuestos a indagar con infinita paciencia en sus nada misteriosas causas y que en todo caso las comprenden, como si estuvieran por encima de ellas (en la punta de la lengua les baila, los tienta permanentemente la vieja frase de los curas, por laicos que se pretendan: "Pero, ¿por qué eres así, hijo mío?"), hasta que los baja de la atalaya alguien que les da de hostias a ellos y entonces ya no comprenden, yo mismo, yo podría ser violento en algunas circunstancias aparte de por defenderme, pero sé que por causas ruines y siempre sin ningún misterio, por frustración o por envidia o revancha o por el trastorno del mezquino miedo, así que es preferible evitarlas, sin más, las circunstancias: yo no podría reunirme con un novio o amante de Luisa para una impensable actividad de los tres juntos, no de momento, quién sabe si dentro de varios años, cuando ya ni un centímetro de piel me escociera y si él además fuera un gran tipo, lo cual dudo; ni ella tampoco, yo creo, con una novia o amante mía que alguna vez existirá sin remedio, y eso que ella y yo no somos eso ni actualmente somos nada, qué seremos o ya vamos siendo, quizá tan sólo pasado, el uno del otro un pasado tan extenso y duradero que nos pareció no ir nunca a serlo. Ella no debe de estar muy distraída estos días, aunque se la oyera contenta al principio y también al final de la charla, si puede preocuparla un poco su edad futura inmediata', pensé. '"Si no me hacen falta hoy, será mañana, ni siquiera pasado mañana", ha dicho de los venenosos mejunjes y de los plásticos sanguinolentos, y eso no es muy distinto de lo que pensará Flavia Manoia al despertar cada mañana del último sueño angustioso, ya diurno, según Reresby o Tupra, que me la describió de antemano, como al marido, condicionando ya así hábilmente mi posterior percepción de ambos: "Anoche todavía sí, pero, ¿y hoy? Soy una jornada más vieja", piensa la señora Manoia al abrir los desmaquillados ojos, y entonces, durante unos minutos, le da pereza someterse a otra prueba y quiere volver a cerrarlos. Cómo me cuesta imaginarme a Luisa con semejantes aprensiones, estoy acostumbrado a que sea joven. O en realidad no me cuesta tanto, si no me engaño: tampoco a mí me son desconocidas, supongo. Esa clase de temor no es sólo de las mujeres, sino probablemente de todos después de un revés tardío o a partir del primer fuerte cansancio, yo mismo creo sentirlo a diario, ese temor o su aviso, más aún en este tiempo extranjero en el que ando desparejado y un poco solo aquí en Londres, no mucho como cree Wheeler, sólo un poco y sólo a ratos; pero ellas se lo reconocen, lo afrontan sin ennoblecerlo ni buscarle trascendencia, mientras que los hombres, la mayoría, nos lo formulamos con deliberada crudeza que por lo tanto es algo falsa, nuestro pensamiento más definitivo y más triste, pero a cambio logramos no vernos frívolos ni asustados por la soledad —que es lo accesorio— ni por la pérdida del enamoramiento —que es lo sustancial, pero también lo insignificante—. Así que más bien nos preguntamos, para no ruborizarnos: "Y para mi muerte, ¿cuánto aún falta?".'
Agucé el oído porque me pareció que la música llegaba ahora más clara, habrían subido el volumen, y al mirar de nuevo mirando —ya no absorto—, vi que habían dado por fin comienzo los tres a su discutido baile. Era elegante, no brincaban ni correteaban sino que avanzaban a pasos cortos y no sé si decir sinuosos y en efecto sincronizados, los mismos al mismo tiempo, el movimiento era de pies y caderas, y de la cabeza que afirmaba el ritmo, los brazos acompañando sólo leve y escasamente, un poco doblados y un poco extendidos a la altura de los costados, como si cada par de sus manos sostuviera un periódico abierto. Iban desplazándose por la tarima, y con celeridad, el trío, pero la impresión que daban con sus pasos ceñidos era de mantener su posición cada uno, como si sus respectivas porciones o adjudicados tramos de suelo se movieran con ellos, y cada uno pisara siempre las mismas tablas; me dije —o es que lo oía ya más, en la distancia— que tenían que estar bailando a algún son de Henry Mancini, podía ser el célebre Peter Gunn, nadie se acuerda ya de que ese tema nació para una serie de televisión antigua de detectives, no sé si se vio nunca en España, creo que era aún de los cincuenta (es decir, casi prehistórica) y desde luego en blanco y negro, pero en todo caso su música no ha envejecido y ha pasado a convertirse en un clásico del baile moderno elegante, si se tiene noción del elegante modo de interpretarlo, y aquellos tres sí la tenían. O podía ser, si no, el arranque de la banda sonora de Sed de mal, o Touch of Evilen inglés, una película de Orson Welles de esos mismos años en la que hacía de mexicano nada menos que Charlton Heston, era asombroso que se lo creyera uno por mucho bigote que luciera del primer plano al último, y se lo creía. Pero esa música es menos famosa, así que me decidí por Gunn. Hay piezas fundamentales que viajan conmigo si soy previsor (no lo fui al irme de Madrid, salí con poco) o que no tardo en volver a comprarme si me quedo en un país cierto tiempo, y entre ellas son fijas tres o cuatro de Mancini porque alegran cualquier día tétrico casi infaliblemente, de modo que busqué y saqué el disco, programé en repetición el primer corte como debían de haber hecho los tres de enfrente (dura apenas dos minutos y ellos lo bailaban largo), y lo puse a sonar en mi casa, al igual que otras melodías otras veces cuando creía adivinar lo que mi bailarín danzaba, en parte por mi diversión, en parte por evitarle el ridículo asegurado de agitarse y moverse y dar saltos absurdos ante un espectador que no oye lo que los provoca, no oye nada, aunque a él sin duda le diera lo mismo o ignorara que lotenía. Pero uno debe mostrar aún más respeto del convencional, hacia quien no puede solicitarlo.