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De la Garza se palpó los pantalones y la chaqueta gigante (los faldones barriendo el suelo) y me miró sin enfocarme ni volver la cabeza del todo; temí que fuera a pedirme un billete, era capaz, o a Tupra. 'Si te vas a meter un billete en la nariz, que sea uno tuyo, capullo', me adelanté a pensar con involuntaria rima. Pero por fin se echó mano a un bolsillo y sacó uno de cinco libras que enrolló rápidamente —más diestro en eso—, para improvisarse el canuto por el que inhalar el polvillo reminiscente de talco. 'Eso es', pensé, 'aquí huele un poco a talco. Qué limpios los discapacitados', aunque cada vez más dudaba de que en aquella discoteca hubiera entrado ninguno en mucho tiempo, quizá estaba por estrenar aquel cuarto de baño, una mejora reciente. 'O bien no es coca, sino talco, lo que Tupra le ha endilgado', se me ocurrió también pensar esto. Vi a De la Garza inclinar la cabeza y estirar el cuello hacia adelante, iba ya a esnifar su raya, o por la fosa nasal izquierda la mitad de ella, se tapaba con el índice la derecha. 'Parece un condenado antiguo a muerte', pensé, 'que ofrece su nuca vencida, su cuello desnudo al hacha o a la guillotina, la tapa del retrete como tocón o tajo, y si la tuviera abierta la taza haría de cesto para que la cabeza cayera dentro lo mismo que un vómito, en el agua azul, y no rodara.'

Entonces oí la voz de Tupra que me decía con autoridad:

—Apártate, Jack. —Y a la vez me cogió por el hombro, con fuerza pero sin brusquedad, y me sacó de allí, me quitó de en medio, quiero decir del umbral del gabinete que casi era como un saloncito, tal vez tenía el mismo tamaño que los de los panteones minúsculos en el cementerio de Os Prazeres, someramente decorados y pretendidamente acogedores, habitados y deshabitados. 'Stand clear, Jack', fueron sus palabras, o quizá 'Clear off’o 'Step aside', o 'Out of my way, Jack', resulta difícil recordar con exactitud lo que luego queda en nada por lo mucho más que viene luego, en todo caso lo capté, cualquiera que fuera la frase, ese fue el sentido y además la acompañaba el gesto de la mano firme sobre el hombro que se dejó arrastrar, con buena voluntad podía entenderse 'Hazte a un lado', con mala 'Fuera de aquí, Jack, quítate de en medio, no te metas ni se te ocurra impedirlo', pero el tono fue más de lo primero, fue suave para ser una orden que no admitía desobediencia ni remoloneo, ninguna dilación en su cumplimiento ni resistencia o cuestionamiento o protesta ni tan siquiera la manifestación del espanto, porque es imposible objetar u oponerse a quien lleva una espada en la mano y la levanta para abatirla, asestar un golpe, dar un tajo, sin que uno haya visto aparecer el arma ni sepa de dónde ha salido, un filo primitivo, un mango medieval, un puño homérico, una punta arcaica, el arma blanca más innecesaria o más reñida con estos tiempos, más aún que una flecha y más que una lanza, un anacronismo, una gratuidad, una extravagancia, una incongruencia tan extrema que provoca pánico sólo verla, no ya miedo cerval sino atávico, como si uno recuperara al instante la noción de que es la espada lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos —lo que ha matado de cerca y viéndosele la cara al muerto, sin que el asesino o el justiciero o el justo se desprendan ni se separen de ella mientras hacen su estrago y la clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmembran, nunca saco de harina sino siempre saco de carne que cede y se abre bajo esta piel nuestra que no resiste nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza, y una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire—; de que es lo más peligroso y tenaz y temible, porque a diferencia de lo arrojadizo puede repetir el golpe y coser a sablazos y no acabarlos, uno y otro y otro y cada uno peor, más sañudo, no es una flecha o una lanza que alcanzan y a las que no tienen por qué seguir otras que también acierten y se hinquen en el mismo cuerpo, pueden ser una y basta, y quizá hagan una sola brecha o un solo destrozo que puedan curarse si no van untadas con ningún mal veneno, mientras que la espada entra y sale y entra y taja con insistencia, es capaz de matar al sano y rematar al herido y descuartizar al muerto indefinidamente, hasta la extenuación o caída del que la sostenga, que jamás va a soltarla ni va a perderla, si no es a su vez muerto o se le arranca el brazo; y por eso el gesto de desenvainarla ya obligaba y no era en vano, más valía dejarlo a medias como amenaza o duda o ademán de alerta o recado visual de estar en guardia, porque una vez la hoja entera en el aire, una vez la punta desembarazada y mirando, eso era ya anuncio seguro de la irremediable sangre.

No había visto desenvainar a Tupra si es que había allí alguna vaina, de pronto tenía en la mano ya desnudo el acero como por ensalmo, una hoja no muy larga, bestial y afiladísima en todo caso, bastante menos de un metro sin lugar a dudas, un mango no medieval aunque todos lo parezcan en primera instancia excepto los que son de cazoleta o 'a tazza', quizá era más bien renacentista, me pareció una espada lansquenete entonces y más tarde, al recordarla en mi duermevela o mi insomnio una vez de vuelta en casa, no es que sea experto yo en esas armas, pero en mis días docentes hube de traducir en Oxford, entre tanto pasaje presuntuoso y rancio de nulas aplicaciones prácticas, uno de Sir Richard Francis Burton —para los libreros de viejo nada más 'Captain Burton'—, sobre los diferentes tipos de espada, un pasaje además ilustrado, y se me quedaron ese nombre y la correspondiente imagen así como algunos otros ('a la Papenheim', por ejemplo), aquella de los lansquenetes era conocida asimismo con un sobrenombre alemán, 'Katzbalger'o algo por el estilo, algo que significaba 'destripagatos', modesto cometido ese y con escaso riesgo, o directamente ventajoso y bajo, al fin y al cabo los lansquenetes eran mercenarios germanos de infantería, de los que mi país no se privó sin embargo en los imperiales tercios, acaso la traducción absurda había sido del español al inglés y no a la inversa, El cerco de Vienapor Carlos V, de qué si no me sonaba ese título del infinito Lope de Vega, de qué si no me sabía de memoria yo estos versos (aunque tal vez, no era imposible, de habérselos oído recitar a mi padre, tan aficionado a eso, tanto como Wheeler o más, eran casi coetáneos): 'Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando; que estos hombres, de ira llenos, son como rayos sin truenos que despedazan callando'. Muy patriótico y presumido y muy logrado el pasaje, en boca de un invasor que huye, no era el caso en aquel cerco para desbaratar y poner fin a otro, el de los otomanos a Viena al mando de Solimán el Magnífico, allí debieron de hervir las 'destripagatos' en manos de los lansquenetes a sueldo, más desalmados que furibundos, aparecen en grabados de Durero y Altdorfer, y en ellos se ven asimismo sus armas, esa espada no larga portada en horizontal, unos setenta centímetros cruzados por encima del vientre, o llevan picas a veces, no muy distintas de las de Breda en Velázquez, sólo habría faltado que Tupra hubiera blandido también una de éstas para infundirnos más pavor, desde luego a mí pero sobre todo a su víctima, De la Garza contra quien levantó la espada, Reresby la sostenía con una mano cuando me apartó para pasar y me echó a un lado, pero la empuñó con ambas para alzarla y soltar el tajo. Vi cómo se le subía el chaleco arrastrado por sus dos brazos en alto, tomó todo el impulso posible, se le vio la camisa a rayas finísimas, elegantes, pálidas, sobre el cinturón, por debajo.