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La anécdota de Krug produce el efecto deseado. Ember deja de sorber. Escucha. Después, sonríe. Por último, entra en el espíritu del juego. Sí, ella fue encontrada por un pastor. En realidad, su nombre puede derivarse del de un enamorado pastor de Arcadia. O, posiblemente, es una variación de Alfeios, perdiendo la «S» en la hierba mojada: Alfeo, el dios-río, que persiguió a una ninfa de largas piernas hasta que Artemis la transformó en un arroyo, que, desde luego, convenía a la liquidez de aquél (v. Lago Winnipeg, ola 585, ed. Vico Press). O también podemos fundarlo en la versión griega de un antiguo nombre de serpiente Danske. La fina y flexible Ofelia de delgados labios, el sueño húmedo de Amleth, una ninfa del Leteo, una rara serpiente de agua, Russálka letheana en términos científicos (evocando los largos mantos de púrpura). Mientras él trajinaba con sirvientas germanas, ella, en un balcón cerrado de su casa, coqueteaba inocentemente con Osric, mientras el viento frío de la primavera repicaba en los cristales. Su piel era tan fina que, con sólo mirarla, aparecía en ella una mancha rosada. El raro enfriamiento de un ángel de Botticelli teñía de rosa las aletas de su nariz y desdibujaba su labio superior —ya sabes, cuando los bordes de los labios se confunden con la piel. También era una buena moza de cocina..., pero de cocina vegetariana. Ofelia, la servicial. Muerta en servicio pasivo. La linda Ofelia. Un primer Folio con algunas correcciones limpias y unos cuantos crasos errores. «Mi querido amigo (podríamos hacer que Hamlet dijese a Horacio), era tan dura como el pedernal, a pesar de su delicadeza física. Y escurridiza: un ramillete hecho de anguilas. Era una de esas doncellas-ofidios, de poca sangre y ojos pálidos, fina y viscosa, que son tan ardorosamente histéricas como irremediablemente frígidas. Sin ruido, con una especie de elegancia diabólica, seguía un peligroso curso en la dirección señalada por la ambición de su padre. Incluso estando loca, seguía hurgando su secreto con el dedo del muerto. El cual me apuntaba a mí. Oh, desde luego, yo la amaba como cuarenta mil hermanos, con la fuerza de los ladrones (jarrones de terracota, un ciprés, una luna de uña), pero todos éramos discípulos de Lamord, si es que me entiendes.» Y aún podría añadir que había pillado un resfriado durante la húmeda escena. Agallas rosadas de ondina, sandía helada, l'aurore grelottant en robe rose et verte. Su falda baladí.

Hablando de las deyecciones verbales de un decrépito erudito alemán, Krug sugiere manipular también el nombre de Hamlet. Tomemos la palabra «Telemachos», dice, que significa «luchando desde lejos», lo cual era, también, la idea que tenía Hamlet de la guerra. Mondémosla, quitémosle las letras innecesarias, todas ellas adiciones secundarias, y obtendremos el antiguo «Telemah». Ahora, leámoslo al revés. Así, la pluma caprichosa se fuga con una idea lasciva, y Hamlet, en marcha atrás, se convierte en el hijo de Ulises, que mata a los amantes de su madre. Worte, worte, worte. Verrugas, verrugas, verrugas. Mi comentarista predilecto es Tschischwitz, un manicomio de consonantes... o un soupir de petit chien.

Ember, sin embargo, no ha terminado aún con la muchacha. Después de observar apresuradamente que Elsinore es un anagrama de Roseline, con todas sus posibilidades, vuelve a Ofelia. Ésta le gusta, dice. Contrariamente a las opiniones de Hamlet sobre ella, la chica tiene encanto, una clase de encanto que rompe el corazón: los ojos vivos y de un verde gris, la risa súbita, los menudos dientes, sus pausas para ver si uno se burla o no de ella. Sus rodillas y sus pantorrillas, aunque muy bien formadas, eran un poco demasiado robustas en comparación con sus finos brazos y su ligero busto. Las palmas de sus manos eran como un húmedo domingo, y llevaba una cruz colgada del cuello, en lo que im diminutograno de uva de carne, una gota coagulada pero todavía transparente de sangre de paloma, parecía siempre en peligro de ser cortada por la cadenita de oro. Estaba, también, su aliento de la mañana; olía a narcisos antes del desayuno, y, después, a leche cuajada. Esto tenía algo que ver con su hígado. Nada llevaba en los lóbulos de las orejas, aunque habían sido delicadamente perforadas para lucir corales, no perlas. La combinación de estos detalles, sus codos afilados, su cabello clarísimo, sus lisos y satinados pómulos y la sombra de un vello rubio (delicadísimamente erizado a la vista) en las comisuras de la boca, le recordaba (dice Ember, rememorando su infancia) cierta anémica doncella estonia, cuyos pobres y pequeños pechos, tristemente separados, oscilaban débilmente bajo su blusa cuando se agachaba, muy abajo, para ponerle sus calcetines a rayas.

Aquí, Ember levanta súbitamente la voz, en un afectado grito de desesperación. Dice que, en vez de esta auténtica Ofelia, ha sido elegida para el papel la imposible Gloria Bellhouse, irremediablemente rolliza, con una boca como un as de corazones. Le irritan en particular los claveles y los lirios de invernadero que le da la dirección para que juegue en la escena de «la locura». Ella y el productor, a semejanza de Goethe, se imaginan a Ofelia como un melocotón en almíbar: «todo su ser flota en una dulce y madura pasión», dice Johann Wolfgang, poeta, nov., dram. & fil. alem. Oh, horrible.