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se retira y desciende hasta morderme el cuello, hasta hundirse en mis ingles a medida que arranca la pana áspera del pantalón y toma entre los dedos y sacude y exige lo que buscaba, lo que crece y se afirma en sus labios tan lejos de mí como la frialdad de la luna y bruscamente se derrama en un mediocre estertor tras el que no hay nada, ni siquiera la ávida desesperación con que ella lame y apura y se levanta el pelo, limpiándose la boca, sin mirarme, mirando la ventana abierta o la cal de la pared tras los barrotes de la cama. Qué iba a decirle yo, qué mentira, qué caricia iba a intentar cuando cayó a mi lado y se quedó palpitando, cuando estiró una sábana para taparse los muslos y hundió la cara en la almohada como en la sucia materia de la soledad y el silencio, como buscando en ella mientras la mordía un arma contra el llanto. Era la misma oscuridad y el mismo silencio lentísimo entre nosotros, envenenado de culpa y de involuntaria y minuciosa crueldad y de palabras no dichas, la abdicación en el insomnio, el suplicio de los dos cuerpos anudados entre las mismas sábanas y de las dos conciencias tan secretamente divididas como si pertenecieran a otra mujer y a otro hombre que no se hubieran encontrado nunca, que intentaran imposiblemente dormir a la misma hora en dos hoteles de los confines del mundo. La miré vestirse desde mi rincón de fría vergüenza y penumbra igual que había presenciado sus caricias, y cuando se ajustó las medias y se bajó la falda volvió hacia mí la cara alumbrada por la brasa de su cigarrillo y ya no parecía la misma mujer que unos minutos antes temblaba humillada y desnuda contra mi cuerpo, como si al vestirse hubiera recobrado su orgullo y la serena posibilidad del desprecio. Fue entonces y no a la noche siguiente cuando se despidió de mí. ¿Sabe lo que me dijo? ¿Sabe lo que había estado diez años esperando para decirme? "Lo único que no he aceptado nunca es que me dejaras por una mujer que valía menos que cualquiera de nosotros dos." Exactamente eso" me dijo, y lo peor de todo es que probablemente tenía razón, porque Beatriz no se equivocaba nunca. Ella era la lucidez del mismo modo que Mariana había sido el simulacro del misterio, pero en aquellos años en que la conocí y me enamoré de ella, le hablo de Mariana, yo era como usted, yo prefería el misterio aunque fuese al precio de la mentira, y pensaba que la literatura no servía para iluminar la parte oscura de las cosas, sino para suplantarlas. Tal vez por eso nunca supe escribir ni una sola de las páginas que imaginaba y necesitaba con la misma urgencia con que se exige el aire. ¿No ha leído mis verdaderos escritos de aquellos años en la biblioteca de Manuel? Yo era siempre el emblema exacto y un poco tardío de cualquier manifiesto que se publicara en Madrid, incluso hice uno, el año veintinueve o treinta, con Orlando y Buñuel, sólo que no llegó a publicarse. Se llamaba el manifiesto abista, porque queríamos derribar el engaño del surrealismo y proclamábamos una cosa a la que dimos el nombre de Abismo. "El límite", decía Orlando, borracho, mientras escribía sobre una servilleta del café, "el vértigo, la ceguera, el suicidio desde el trigésimo séptimo piso de un rascacielos de New York", pero cuando Buñuel, que nos iba a colocar nuestro manifiesto en La Gaceta Literaria, se enteró de que Orlando prefería los hombres a las mujeres, me escribió una carta advirtiéndome de lo que él llamaba la perfidia de los maricones y no quiso saber nada más del Abismo. Fui el más radical de todos los surrealistas, pero no lo supo casi nadie, publiqué en la Revista de Occidente un cuento que se llamaba "El aviador desaforado" y antes de que apareciera aquel número estuve seguro de que por fin iba a alcanzar la fama, pero cuando salió a la calle fue como si todo el mundo hubiera dejado de leer al mismo tiempo la Revista de Occidente. La llevaba bajo el brazo a todos los cafés y nadie me decía nada, como si mi cuento y yo nos hubiéramos vuelto invisibles. Pero yo no era peor que cualquiera de los otros: era exactamente igual a ellos, soluble en lo que escribían o decían, más pudoroso tal vez, o más cobarde, o más pobre, o más infortunado, porque seguía escribiendo y ya publicaba crónicas en El Sol y me pedían versos para las revistas de provincias, y cuando Alberti y María Teresa León fundaron Octubre me pidieron que escribiese de cine, pero la invisibilidad era como un atributo de mi entrega a la literatura, como un aviso a mi orgullo de que estaba escribiendo en el aire y de que no sería nada hasta que no me encerrase a cal y canto para emprender un libro del que sólo sabía que iba a ser deslumbrante y único y tan necesario como esos libros del pasado sin los que uno ya no puede imaginarse el mundo. Pero siempre era preciso hacer un artículo para seguir viviendo o simplemente para ver mi nombre en las páginas de una revista, siempre había que acudir a un mitin o a una reunión de algo y postergar ineludiblemente para mañana o para dentro de diez días el inicio de la verdadera literatura y de la verdadera vida, y de pronto estábamos en la guerra y ya no quedaba tiempo ni justificación moral para otra cosa que no fuera la fabricación metódica de romances contra el fascismo y de piezas de teatro que algunas veces vi representar por los frentes con una sensación de vergüenza y de fraude tan intensa y tan inconfesable entonces como la que me producía verme vestido con un mono azul entre los milicianos, entre aquellos hombres que seguirían allí cuando nosotros nos marcháramos otra vez a Madrid, con nuestras camionetas y altavoces y nuestros uniformes de fingir que también nosotros combatíamos en la guerra, que la verdad y la inmediata victoria eran tan indudables como el brío de nuestros versos o de los himnos que cantábamos al final levantando el puño desde la tarima. Pero tal vez la impostura y el error no estaban en los otros, sino dentro de mí, en esa parte de mí que no podía creer ni aceptar del todo cualquier cosa que fuera demasiado evidente, que exigiera fe y generosidad y ojos cerrados. Aquella noche, antes de irse, Beatriz me dijo que yo no había creído nunca ni en la República ni en el comunismo, que no había traicionado nada porque nunca hubo nada a lo que yo fuera leal, que si en el verano del 37 me alisté de soldado en el ejército dejando mi cargo en el Ministerio de Propaganda no fue para combatir con las armas a los fascistas, sino para buscar la muerte que no me atrevía a darme a mí mismo. Ella sí creía, como Manuel, que se ha muerto esperando la proclamación de la tercera República. Ella tenía una clarividencia inflexible y había trazado sobre todas las cosas una línea tan firme como su integridad moral. De un lado su amor por mí y su lealtad al Partido Comunista. Del otro, el resto del mundo. No piense que me burlo de ellos: me he pasado la vida admirando su fe y sabiendo que era su bondad lo que me hacía culpable. Hasta Orlando era capaz de certezas que a mí no me conmovían, aunque a veces lo secundara en ellas, igual que me emborrachaba con él y admiraba sus oráculos sobre la pintura y volvía luego de madrugada a mi casa pensando, apenas me quedaba solo, cuando el aire helado me devolvía la distancia hacia sus palabras y mis propios actos, que aquella noche, como todas, había perdido absurdamente el tiempo. Orlando creía como un artículo de fe que el genio era inseparable del cultivo sistemático de cualquier exceso. Para consolarse de no haber sido Rimbaud a los dieciséis años, cuando iba a misa diariamente y todavía no se llamaba Orlando, quiso ser Verlaine, Van Gogh, Gauguin, el salvaje, el maldito, el macho cabrío, el vidente. Pero cuando pintaba borracho sólo le salían cuadros mediocres, y el gran amor de su vida, el fruto de esa audacia que según él yo no tendría nunca si no bajaba a los infiernos, fue un jovenzuelo zafio que lo dejó muerto de desesperación al marcharse con otro que probablemente le pagaba más que él. Lo vi casi al final de la guerra, cuando volví a Madrid. Estaba muy gordo y tenía los dientes podridos y se reía contándome las trampas que había usado para que lo declarasen inútil cuando movilizaron a su quinta, burlándose de mí, del uniforme que llevaba, como si la guerra y el frío de aquel invierno y la derrota ya inevitable fueran engaños en los que únicamente él no había sido atrapado. "Mi querido Solana, sigues teniendo esa mirada tan seria, ese aire de honradez. El mundo se está derrumbando como las murallas de Jericó, pero tú piensas todavía en escribir un libro. Mírame: estoy cansado, estoy enfermo, soy feliz, me he salvado de la mediocridad, he renunciado a la pintura. La propia muerte es la única obra digna de un artista. Acuérdate de lo que decíamos hace diez o doce años: seguir escribiendo o pintando en la edad del cine es como empeñarse en perfeccionar la diligencia cuando ya existen los aviones de hélice. Hélice, ¿te acuerdas? Esa palabra nos gustaba mucho. Era como el nombre de una diosa ultraísta." Pero yo pude escribir ese libro, piensa usted, y no le importa que fuera dispersado y quemado y que nadie más que yo lo hubiera conocido íntegro. Un libro existe aunque nadie lo lea, la perfección de una estatua o de un cuadro perdura cuando se han apagado las luces y no queda nadie en el museo, y un torso de mármol descabezado restituye al mundo la belleza intocada de una Afrodita que permaneció bajo tierra durante dos mil años. Pero ese libro que usted buscó y ha creído encontrar no fue escrito nunca, o lo ha escrito usted, desde que vino a Mágina, desde aquella noche en que Inés le oyó preguntar por Jacinto Solana hasta esta misma tarde. Ahora mismo su desengaño y su asombro siguen escribiendo lo que yo no escribí, segregan páginas no escritas. ¿Conoce usted la imposibilidad de escribir? No la torpeza, ni la lentitud, ni las horas perdidas en busca de una sola palabra que acaso está oculta bajo las otras, bajo esa fisura blanca en el papel, bajo otra palabra que la suplanta o la niega y que es preciso borrar para escribir en su espacio la palabra verdadera, la necesaria, la única. No el desvelo en busca de un adjetivo adecuado, o de un ritmo que sea a un tiempo más fluido y secreto. Le hablo de una interminable parálisis que se parece a la del herido que al cabo de mucho tiempo de inmovilidad quiere volver a usar sus manos o sus piernas y no acierta a ordenar los pasos ni a juntar los dedos con la precisión necesaria para tomar un lápiz o llevarse una cuchara a la boca. ¿No ha soñado que quiere correr y que se hunde en la tierra y que abre la boca para hablar y no encuentra el aire ni sabe curvar los labios de modo que formen una sola palabra? Nunca fue fácil para mí escribir, o acaso únicamente hasta los diecisiete o dieciocho años, antes de irme a Madrid, cuando escribía tocado por la desesperación y la inocencia, en un estado como de gracia automática que me sucedía en cuanto tocaba la pluma y el papel, sin mediación de nada ni de nadie. Ni la amistad ni la rabia contra mi destino ni el tedio y la humillación del trabajo me importaron nunca, porque yo no les permitía que vulnerasen mi vida. Fue después cuando me envilecí, pero esa parte de la historia no importa. Le bastará saber que hasta la madrugada del 6 de junio de 1947 yo fui un borrador malogrado de todo lo que había querido ser a los catorce años, de todos los personajes que inventé para eludir el único al que estaba condenado y de todos los libros que me prestaba Manuel y que yo leía por las noches a escondidas de mi padre. La guerra y la cárcel me sirvieron para aprender que yo no podía ser un héroe y ni siquiera una víctima resignada a su desgracia. Pero en los seis meses que pasé encerrado en casa de Manuel y en " La Isla de Cuba" descubrí que tampoco era un escritor. Miraba la máquina recién engrasada, aquella Underwood reluciente que compró Manuel para que yo escribiera, las hojas apiladas y en blanco, la estilográfica, el tintero, la mesa sólida y limpia frente a las ventanas circulares, y todas esas cosas que él había reunido allí como si hubiera adivinado minuciosamente que el más antiguo de mis deseos eran para mis manos los instrumentos de una ciencia desconocida. Tocaba la máquina, ponía en el rodillo una hoja de papel y me la quedaba mirando hipnotizado por su espacio vacío. Cargaba la pluma y escribía mi nombre o el título de mi libro y ya no había palabras que fluyeran de ella. El acto de escribir era tan necesario e imposible como la respiración para un hombre que se ahoga. Sólo fumaba, mirando el rectángulo de papel o la plaza y los tejados de Mágina, sólo fumaba y bebía y me quedaba inmóvil interminablemente, con la historia que no podía escribir agobiándome entera e intacta en mi imaginación como un tesoro junto al que yo me muriera de impotencia y de hambre. Algunas veces, impulsado por el alcohol, escribía durante toda una noche, pensando que al fin se había quebrado el maleficio, sabiendo, a medida que escribía, que ese fervor era falso, que cuando a la mañana siguiente me despertara renegaría de lo escrito como del recuerdo de una borrachera turbia. Uno no siempre es responsable de los primeros episodios de su fracaso, pero sí de la arquitectura del último círculo del infierno. En lugar de rendirme y de huir del libro y de aquella casa y de Mágina yo persistí en el suplicio hasta convertirlo en hábito de una degradación que ni siquiera tenía la generosidad o la disculpa de la locura. Ayer, cuando usted e Inés bajaron a " La Isla de Cuba", Frasco les contó que los guardias civiles habían quemado todos mis papeles. Pero la mayor parte de esas cuartillas quemadas estaban sin escribir, y fui yo quien les prendió fuego unos minutos antes de que llegaran los civiles. Mientras quemaba todos los borradores y todas las cuartillas en blanco para negarme la posibilidad de seguir fingiendo ante mí mismo que escribía un libro era como si Beatriz todavía estuviera mirándome como me había mirado cuando se levantó de la cama, como si el automóvil no hubiera arrancado aún en la explanada del cortijo y ella siguiera haciéndome un breve gesto de adiós tras el cristal de la ventanilla y al otro lado de la muerte que llevaban consigo, en el asiento posterior, en la oscuridad donde el herido se estremecía de fiebre con los ojos cerrados. Nunca hubo una máscara que me pudiera defender de esa mirada: estaba frente a mí, inmóvil, no vengadora, serena, frente al vano gesto de renunciar y quemar al que yo me entregaba como a un suicidio menor que en vez de salvarme de la indignidad ya me anudaba a ella en el final de mi vida. Oí los primeros disparos, y antes de apagar la luz y de buscar mi pistola bajo la almohada me apresuré a quemar los papeles que no habían ardido aún y pisé las cenizas con la misma rabia con que hubiera pisado los trozos de un espejo roto que me siguieran reflejando. No había, por supuesto, ningún cuaderno azul, ni manuscritos que yo hubiera olvidado en casa de Manuel antes de irme a " La Isla de Cuba". No había más que cenizas de hojas en blanco y un hombre asediado y cobarde que no tuvo tiempo ni valor para pegarse un tiro. No me absolvió la literatura, como usted suponía, como yo le ayudé ligeramente a pensar. Me absolvió la pérdida de mi vida y de mi nombre, porque despertar en aquella casa donde me escondieron fue como volver de la muerte, y cuando uno vuelve de ella adquiere el privilegio de ser otro hombre o de ser nadie para siempre, como yo elegí. No me pregunte cómo fueron los años que pasé escondido en aquella habitación del molino, porque yo no los sé recordar como se recuerda y se mide el tiempo al que usted pertenece, el de los vivos. Hay una sola imagen estática, de inmovilidad y penumbra, aquel hombre que por las noches entraba a verme y me hablaba de mi padre y la mujer que me traía siempre tazas de caldo muy caliente y entraba sin hacer ruido para no despertarme. Se marchó al poco tiempo de que naciera su hija, Inés, supongo que porque le daba vergüenza haberla tenido con un hombre al que no conocimos nunca, y al principio escribía y mandaba dinero para la niña, pero luego dejaron de venir las cartas, y el abuelo vendió el molino y nos vinimos a Mágina, a esta casa, y llevamos a Inés a ese internado de las monjas. Pero esos pormenores no deben importarle a usted, que vino aquí para buscar un libro y un misterio y la biografía de un héroe. No me mire así, no piense que durante todo este tiempo me he estado burlando de su inocencia y de su voluntad de saber. Yo he inventado el juego, pero usted ha sido mi cómplice. Era usted quien exigía un crimen que se pareciera a los de la literatura y un escritor desconocido o injustamente olvidado que tuviera el prestigio de la persecución política y de la obra memorable y maldita, condenada, dispersa, exhumada por usted al cabo de veinte años. Sólo al principio le odié, cuando Inés llegaba todas las noches y me decía que usted estaba haciendo preguntas sobre mí para escribir un libro y que buscaba en la biblioteca las revistas en las que yo escribía antes de la guerra. Usted vino para recordarme que había tenido un nombre y una vida que no fueron extirpados del mundo, para decirme odiosamente que me levantara y anduviera con el único y sucio propósito de escribir sobre mí una tesis doctoral. Pero una de aquellas noches de insomnio en que lo maldecía y me preguntaba por qué había tenido usted que venir concebí el juego, igual que si se me ocurriera de pronto el argumento de un libro. Construyámosle el laberinto que desea, pensé, démosle no la verdad, sino aquello que él supone que sucedió y los pasos que lo lleven a encontrar la novela y descubrir el crimen. Bastaba mandar a Inés a una imprenta para que comprara un bloc y un paquete de cuartillas adecuadamente envejecidas y escribir sobre ellas con tinta diluida en agua, y hacer que usted las encontrara más tarde en los lugares propicios, en el dormitorio nupcial, en el forro de esa chaqueta que guarda Frasco en un baúl del cortijo. Bastaba añadir a las palabras escritas algunos objetos que las volviesen más reales: el casquillo de bala, mi estilográfica, esa carta que seguramente lleva usted todavía en un bolsillo de su chaqueta. Es cierto: yo no he podido inventarlo todo, y otras voces que no eran siempre la mía lo han guiado a usted. Yo no inventé la muerte de Mariana en el palomar ni la culpa de Utrera, y la carta que usted encontró esta tarde por mediación de Inés tampoco fue falsificada por mí, pero es posible que no hubiera sido yo quien encontró el casquillo de bala en el palomar, o que éste no perteneciera a la pistola de Utrera, o que el modo en que descubrí al asesino no fuera tan incitante y literario como el que le he sugerido a usted. La realidad, como la policía, suele esclarecer los crímenes con procedimientos más viles, que ni a usted ni a mí pueden importarnos esta noche, porque casi nunca son útiles para la literatura. Y acaso la historia que usted ha encontrado sólo es una entre varias posibles. Tal vez había otros manuscritos en la casa o en " La Isla de Cuba", y el azar ha hecho que usted no diera con ellos. No importa que una historia sea verdad o mentira, sino que uno sepa contarla. Piense, si lo prefiere, que este momento no existe, que usted no me vio esta tarde en el cementerio o que no fui más que un viejo tullido que miraba una tumba y al que usted vio y olvidó como un rostro que se le cruzara en la calle. Ahora usted es el dueño del libro y yo soy su personaje, Minaya. También yo le he obedecido.» Cuento las cápsulas como monedas finales, sonoras en el cristal del frasco, sigilosas de silencio y de muerte en el paladar y en el estómago, y ya el olor de la noche y las palabras de Minaya y su figura sola en el andén se diluyen en el pesado presentimiento del sueño como los ojos de Inés no enturbiados de lágrimas cuando se inclinó sobre mí para besarme tan infinitamente en la boca y me subió el embozo hasta la barbilla, ahuecando luego la almohada bajo mi nuca, como si esta noche fuera igual a todas y hubiera mañana un despertar asistido por su ternura, por la delicadeza tan cálida de sus muslos desnudos bajo las sábanas y de la taza de café sobre la mesa de noche, junto al cenicero y los frascos de medicinas. Qué extraño ahora, cuando me he quedado solo, recordar mi voz, la ironía, el deslumbramiento de Minaya, su presencia en esta misma habitación, en esa silla vacía, la pasión con que ha seguido haciendo preguntas y deseando saber más allá del conocimiento y del desengaño, a pesar de ellos, de los celos, de esa mirada que ha dirigido a Inés cuando ella ha venido para servirme una copa de vino y ha dejado un momento su dedo índice en mis labios, como si me pidiera silencio o invocara ante él una complicidad secreta que únicamente la vincula a mí. Ha preguntado hasta el final, obsesivo, inmune a la ironía y al juego, llenando mi copa cuando se quedaba vacía como para propiciar una confesión y olvidando la suya sobre la mesa de noche, levantándose luego, cuando le he pedido que se fuera y se llevara a Inés, con el gesto brusco de quien emerge del agua, vuelto hacia ella, esperando un movimiento o una señal de sus ojos, más fijos que nunca en la tela del bordado, quieto y muy alto, arrasado por el amor, por el miedo a perderla, urgido por el recuerdo del tren que debe tomar esta noche y por las campanadas que vienen desde la plaza del general Orduña, contándolas en silencio como cuento yo ahora las últimas cápsulas que he volcado sobre la palma de mi mano mientras el sueño crece y me gana los miembros como una inundación de arena. «Usted ha escrito el libro», le dije, «usted me ha devuelto por unos días a la vida y a la literatura, pero es posible que no sepa medir mi gratitud y mi afecto, que son más altos que mi ironía. Porque usted es el personaje principal y el misterio más hondo de la novela que no ha necesitado ser escrita para existir. Usted, que no conoció aquel tiempo, que tenía el derecho a carecer de memoria, que abrió los ojos cuando la guerra estaba ya terminada y todos nosotros llevábamos varios años condenados a la vergüenza y a la muerte, desterrados, enterrados, presos en las cárceles o en la costumbre del miedo. Ama la literatura como ni siquiera nos es permitido amarla en la adolescencia, me busca a mí, a Mariana, al Manuel de aquellos años, como si no fuéramos sombras, sino criaturas más verdaderas y vivientes que usted mismo. Pero ha sido en su imaginación donde hemos vuelto a nacer, mucho mejores de lo que fuimos, más leales y hermosos, limpios de la cobardía y de la verdad. Márchese ahora, y llévese a Inés con usted. Ha cumplido dieciocho años, y es injusto que su inteligencia y su cuerpo se queden sepultados aquí, junto a un muerto que no termina de morirse, en esa casa donde ahora que no está Manuel se confabularán para humillarla, si es que no han decidido expulsarla ya. Le he enseñado todo lo que recordaba o sabía. He procurado educarla igual que me eduqué yo, en la biblioteca de Manuel. Habla un francés excelente, y ha leído más libros de los que usted puede imaginar. Con su ayuda puede estudiar en Madrid y encontrar un buen trabajo. Llévesela. Esta noche, ahora mismo». No dijo nada, parado contra la puerta, vertical y oblicuo ante el techo tan bajo como la sombra de una luz posada en el suelo, extranjero y muy alto, con su traje triste de ceremonia y su corbata de luto, igual que ahora mismo, supongo, mientras espera en el andén y no sabe que Inés sube hacia la estación por las calles de Mágina, por las esquinas de ventanas cerradas con bombillas solas bajo los aleros, en el límite de los descampados oscuros donde se levantan las largas tapias del cementerio y de la estación, en otro mundo. La vio levantarse y venir hacia la cama rozándolo con su perfume y con su voluntad de desafío, sin mirarlo, negándose a reconocer que él estaba aquí, que existía igual que nosotros y era posible elegirlo. «Yo no me quiero ir», dijo, sentada al filo de la cama, acariciándome el pelo, arrancándome de la mano la copa de vino que temblaba en ella, ovillada contra mi pecho como en los días remotos en que le daban miedo el agua y la oscuridad y se acostaba junto a mí pidiéndome que le contara otra vez la historia del buque fantasma míseramente inmóvil en medio del valle del Guadalquivir cuya sirena oíamos desde el dormitorio del molino. Él, Minaya, seguía frente a nosotros, como un huésped que todavía no acepta la obligación de marcharse, pero Inés ya lo había excluido de su ternura y del mundo y se abrazaba a mí como si estuviéramos solos, diciéndome que no se iría nunca, y me besaba al curvar los labios para decir no y seguía negando con la mirada y las manos y el cuerpo entero que afirmaba su voluntad de permanecer aquí contra mi rendición o mi desidia, fieramente abrazada a mi cuello, como si me defendiera, como si al dar la espalda a Minaya y al porvenir los expulsara de nosotros. No era una sombra, era lo único que nunca había contenido ni la más leve apetencia de mentira o de culpa, el único cuerpo indudable y tan exactamente modelado para la felicidad como el deseo de un dios, y al abrazarlo y saber que estaba apurando sus caricias finales no me doblegaba el arrepentimiento ni el dolor de la despedida, sino una dulzura muy semejante a la gratitud por el único don del que nadie había podido despojarme y que ya no será gastado por el olvido. Dijo no, a Minaya, que ya no estaba en la habitación, que había salido en silencio y se había vuelto para mirarnos desde el corredor como si estuviera a punto de partir hacia un destierro más largo que su propia vida, dijo que siempre se quedaría conmigo y levantándose con la temeraria decisión de lealtad de esos adolescentes que se niegan a cumplir años y a serviles cerró la puerta y se apoyó en ella como para evitar que alguien o algo pudiera venir a dividirnos, y volvió a decir no y se arrodilló a mi lado queriendo detener mis palabras cuando vio los frascos de cápsulas para el insomnio y supo por qué era preciso que se marchara esta noche. Ahora la veo caminar hacia la estación con una claridad más firme que cualquier recuerdo y veo sus ojos que han reconocido a Minaya y se detienen desde lejos en él tan serenamente como me miraron cuando entendió que no podía deshacer mi propósito y que al marcharse iba a cumplir el último y delicado y necesario tributo a nuestra mutua lealtad. Cuando era joven me maldecía a mí mismo por no saber recordar el rostro de las mujeres que amaba. Ahora la oscuridad a la que ya desciendo como si volviera a abandonarme a las aguas tibias de aquel río del que tal vez nunca regresé o al sueño bajo las sábanas de un lecho invernal es el espacio de una clarividencia en la memoria que no quiero ni sé distinguir de la adivinación. Veo a Inés que camina sola por la avenida de los tilos y sé que no queda ni un instante en mi vida en que la forma exacta de su boca o la precisa tonalidad de sus ojos dejen de hallarse tan presentes en mí como ese olor de su cuerpo que aún permanece en la blusa que abandonó sobre la cama y que yo toco y rozo como si acariciara el perfil de su ausencia. Veo a Minaya, lo inmovilizo, lo imagino, le impongo minuciosos gestos de espera y de soledad, quiero que piense que también ahora, al huir, me obedece, que todavía no levante los ojos hacia la entrada del andén y me maldiga en voz baja y jure que en cuanto llegue a Madrid y rompa la trama de mi maleficio quemará los manuscritos y el cuaderno azul y renegará de Mágina y de Inés, quiero que sepa que lo estoy imaginando y escuche mi voz como el latido de su propia sangre y de su conciencia, que cuando vea a Inés parada bajo el gran reloj amarillo tarde un instante en comprender que no es otro espejismo erigido por su deseo y su desesperación, Beatus Ille.