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– ¿Estas segura de que era un Buick?

– Por favor -dije con todo el desdén del que fui capaz. Sé distinguir un coche. Era uno de los genes raros que me había pasado papá, porque lo único que mamá sabe distinguir es un coche grande, un coche pequeño o una camioneta. La marca y el modelo no significan nada para ella.

– Si dice que es un Buick, es un Buick -apuntó papá, continuando por mí, y Wyatt asintió. En cualquier otra circunstancia, me habría fastidiado que aceptara automáticamente la palabra de papá después de poner en duda la mía, pero en aquel preciso momento no estaba para riñas, ni físicas ni mentales. Me sentía agotada, no sólo a causa del dolor, sino porque con éste ya eran demasiados incidentes. Quiero decir, ¿cuántas veces pueden intentar matarte para que resulte un poco deprimente? No es que yo vaya por ahí cabreando al personal y pasándome con ellos. Ni siquiera respondo enfadada a los conductores estúpidos, porque nunca sabes si han tomado sus antipsicóticos o si están conduciendo por ahí con una pistola cargada y un cerebro descargado. Estaba harta de aquello, me dolía todo y, la verdad, tenía ganas de echarme a llorar.

No podía llorar, no delante de todo el mundo. No soy una llorona, al menos no esa clase de llorona. Lloro con una película triste o cuando ponen el himno de las barras y las estrellas en los partidos de fútbol americano, pero por lo que se refiere a las penurias personales, por lo general me las trago y tiro adelante. Si me ponía a llorar ahora, significaría que sentía lástima de mí misma, y así era, pero no quería que se notara. Ya era bastante malo mi aspecto de víctima de la carretera, así que me negaba a añadir lloriqueos a mi actual lista de cualidades poco atractivas.

Si algún día le echaba las manos encima a la zorra que había provocado todo esto, la estrangularía.

– Podemos hablar de esta cuestión después -dijo mamá-. Necesita descansar, no una repetición de los hechos. Iros todos para casa, yo me quedo con ella esta noche. Es una orden.

Wyatt no acepta bien las órdenes, ni siquiera las de mi madre, y eso que ella por lo general le provoca auténtico pánico.

– Yo también me quedo -dijo con ese tono suyo de poli: nadadetonterías.

Pese a tener los ojos medio cerrados podía verles poniéndose en guardia. En cualquier otro momento hubiera observado la batalla con interés, pero lo único que quería en ese instante era un poco de paz y tranquilidad.

– No necesito que nadie se quede conmigo. Todos tenéis trabajo por la mañana, de modo que mejor os vais a casa. Estoy bien, en serio. -Nota: Cuando alguien dice «en serio», lo normal es que esté mintiendo, como era mi caso.

– Nos quedamos los dos -respondió Wyatt sin tener en cuenta mi valiente y tranquilizador ofrecimiento. Bajé la vista para ver si mi cuerpo estaba visible, ya que todo el mundo actuaba como si yo no estuviera allí. Primero lo de permanecer tirada en ese asqueroso aparcamiento durante lo que me parecieron varias horas, sin que nadie reparara en mí, y ahora la sensación de que, pese a que hablaba, nadie me oía.

– Debo de ser invisible -me dije entre dientes. Papá me dio unas palmaditas en la mano.

– No, todos estamos de lo más preocupados -dijo con calma, atajando mis bravuconadas. Tenía esa habilidad, pero también es cierto que tenía mucha intuición en todo lo referente a mí, tal vez por lo mucho que me parezco a mamá. Me temo que Wyatt tiene esa misma intuición, lo que estará bien cuando llevemos casados los treinta y pico años que llevan mamá y papá; pero mientras aún nos estemos disputando nuestro lugar, aquello más bien significaba una desventaja para mí: tenía que mantenerme alerta. En este aspecto,

Wyatt le lleva años luz a Jason, mi ex marido, que nunca veía más allá del pelo rubio y el trasero firme… los suyos, por cierto.

Jason es una de esas personas que parece un Slinky, uno de esos larguísimos bucles enrollados; siempre sonríes cuando piensas en verle caer por la escalera.

En fin, de vuelta a la habitación del hospital. Mamá organizó a todo el mundo en un santiamén. Mandó a papá y a mis hermanas para sus casas, porque ya casi eran las dos de la mañana y nadie había dormido nada. Ella y Wyatt mostraban señales de la tensión acumulada, con ese aspecto preocupado, ojeroso, alrededor de los ojos, pero al menos tenían mejor aspecto que la otra ocupante de la habitación: yo misma.

Entró una enfermera para ver si estaba dormida y para despertarme en caso de que lo estuviera. No dormía, de modo que me tomó la tensión y el pulso y salió, con una alegre promesa de regresar al cabo de dos horas o menos. Aparte del desagradable dolor de cabeza, ésta es la peor parte de tener una conmoción cerebraclass="underline" ellos -en referencia al personal médico- no quieren que te duermas. O más bien, no pasa nada si te duermes, siempre que puedan despertarte y sepas donde estás y ese tipo de cosas. Lo cual significa que, para cuando acaban de controlar tus funciones vitales y hacerte preguntas, para cuando te pones cómoda y vuelves a echar una cabezadita, una enfermera entra tan campante por la puerta para empezar otra vez con toda la rutina. Preveía una noche larga e intranquila.

Wyatt ofreció a mamá el sillón que se abría en forma de cama estrecha e incómoda, y ella lo aceptó sin discutir, optando por aprovechar el poco sueño que pudiera, por intermitente que fuera. Él acercó la alta silla de las visitas a mi cama y se sentó, alargando el brazo a través de la barra para cogerme la mano. Mi corazón se aceleró y me dio un brinco cuando lo hizo, es que le quiero tanto, y él sabía cuánto necesitaba en esos momentos incluso la más mínima comunicación silenciosa.

– Descansa un poco si puedes -murmuró.

– ¿Y tú qué?

– Puedo echar una cabezada aquí mismo. Estoy acostumbrado a horarios raros y sillas incómodas.

Eso era verdad, al fin y al cabo era un poli. Apreté sus dedos e intenté ponerme cómoda, lo cual no era posible en realidad por el terrible dolor de cabeza y la manera en que me ardían las diversas heridas. Pero cerré los ojos de todos modos, y esa habilidad mía para dormirme en cualquier lugar, a cualquier hora, hizo efecto.

Me desperté en medio de la oscuridad; después de que me durmiera, Wyatt había apagado la tenue luz. Permanecí allí tumbada escuchando el ritmo de las respiraciones de las otras dos personas dormidas: mamá al pie de la cama, Wyatt a mi derecha. Era un sonido reconfortante. No podía ver el reloj para saber cuánto había dormido, pero no importaba en realidad, porque no iba a ir a ningún lado.

La cabeza me seguía doliendo tanto como antes, pero la náusea parecía haber mejorado ligeramente. Empecé a pensar en todo lo que tenía que hacer: llamar a Lynn y organizamos para que ella sólita se hiciera cargo de Great Bods al menos el próximo par de días, pedir a Siana que regara las plantas, que alguien retirara mi coche del centro comercial, y otros detalles latosos. Debí de agitarme un poco, porque Wyatt se incorporó en la silla de inmediato y buscó mi mano.

– ¿Estás bien? -preguntó susurrando para no despertar a mamá-. No has dormido mucho; menos de una hora.

– Sólo estaba pensando -respondí susurrando.

– ¿En qué?

– En todo lo que tengo que hacer.

– No tienes que hacer nada. Me lo dices a mí, y yo me ocuparé de todo.

Sonreí para mis adentros, que era la única manera en que podía sonreír ya que estaba oscuro y él no podía verme.

– Eso era más o menos lo que estaba pensando, intentando recordar todo lo que tengo que pedirte que hagas.

Soltó un débil resoplido.

– Debería haberlo imaginado.

Como estaba oscuro, encontré el valor para continuar:

– También estaba pensando en que no sé cómo puedes mirarme con la pinta que tengo y volver a desearme alguna vez. -Mantuve la voz muy baja, porque, ay, mi madre estaba justo ahí en la misma habitación; yo escuchaba su respiración con un oído, y no había cambiado, de modo que seguía durmiendo.