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– ¡Blair! -chilló, era evidente que no le importaban los niños de mis vecinos-. ¡Joder! Apúntate esto, para que no lo olvides: Nadie. Te. Está. Siguiendo. ¡No hay nada que investigar! No voy a hacer lo que tú digas y gastar presupuesto municipal porque estés nerviosa. Desde el punto de vista personal, sí, acepté esta relación a sabiendas de que exigías demasiadas atenciones, pero deja mi puto trabajo fuera de esto, ¿vale? Trabajo para la policía de esta ciudad. No soy tu poli privado, al que puedes llamar para que indague cualquier cosilla que se te meta entre ceja y ceja. Estas triquiñuelas tontas no tienen gracia. ¿Entendido?

Vale. Vale. Abrí la boca para decir algo pero, curiosamente, mi mente se había quedado en blanco. Era como si tuviera los labios entumecidos, así que volví a cerrarlos. Había entendido. Vaya si había entendido.

De hecho, me parecía que ya no había nada más que decir.

Miré por la cocina, y afuera, a mi pequeño patio, con los árboles con luces blancas colgadas, para que pareciera un país de hadas. Un par de luces se habían fundido, tendría que reemplazarlas. Las flores del jarrón colocado encima de la mesa del rincón donde comíamos se estaban marchitando, tendría que cogerlas frescas mañana. Miré a cualquier sitio menos a Wyatt, porque no quería ver en sus ojos lo que temía ver. No le miré porque… simplemente no podía.

La cocina se llenó de silencio, interrumpido tan sólo por los sonidos de nuestra respiración. Debería moverme, pensé. Debería ir arriba y hacer algo, tal vez volver a doblar las toallas del armario de la ropa blanca. Debería hacer cualquier cosa en vez de estar ahí parada, pero no podía.

Había muchas cosas que alegar por mi parte, sabía que sí. Podía explicarle la situación, pero por algún motivo ahora ya no tenía sentido. Había muchas cosas que debería contarle, cosas que tendría que hacer… pero no podía, así de sencillo.

– Creo que deberías irte a casa.

Fue mi voz la que pronunció esas palabras, pero no sonaba a mí; sonaba sin tono, como si toda expresión se hubiera agotado. Ni siquiera fui consciente de que iba a decirlo.

– Blair… -Wyatt dio un paso hacia mí y yo retrocedí dando un traspiés hasta donde no me alcanzara. No podía tocarme ahora, decididamente no debía tocarme, porque había demasiadas cosas que me estaban desgarrando por dentro y tenía que aclararme.

– Por favor, mejor… que te vayas.

Se quedó ahí de pie. Retroceder ante una pelea no era propio de él. Yo lo sabía, sabía lo que le estaba pidiendo que hiciera. Esto era demasiado importante para mí como para andarme con miramientos; era una cuestión demasiado vital como para arriesgarme a algún apaño cosmético que no pasara de la superficie de la piel. Quería mantener la distancia con él, tenía que apartarme y estar a solas por completo durante un rato. Los latidos fuertes y lentos de mi corazón estaban dejando mis entrañas doloridas, y si no se marchaba pronto, podría ponerme a gritar de dolor.

Tomé aliento con un estremecimiento, o al menos eso intenté; notaba la opresión en el pecho, como si el corazón se interpusiera entre mis pulmones y no les dejara funcionar.

– No voy a devolverte el anillo -dije con el mismo tono débil y uniforme-. La boda sigue en pie… -¡A menos que quieras cancelarla!-. Sólo necesito tiempo para pensar, por favor.

Durante un minuto, largo y angustioso, pensé que Wyatt no iba a marcharse. Pero luego giró sobre sus talones y se fue, cogiendo la chaqueta del traje del respaldo de la silla al salir. Ni siquiera dio un portazo.

No me derrumbé en el suelo. No subí corriendo al piso de arriba para arrojarme encima de la cama. Me limité a quedarme allí, de pie en la cocina, durante un largo, largo rato, agarrándome al extremo del mostrador con tanta fuerza que las uñas se me quedaron blancas.

Capítulo 14

Al final, con movimientos lentos, fui a comprobar que las puertas estuvieran cerradas. Lo estaban. Aunque no me había percatado de los pitidos adicionales, Wyatt además había conectado el sistema de alarma al salir. Por enfadado que estuviera conmigo, seguía tomándose en serio mi integridad física. Aquella noción me resultó dolorosa; todo esto hubiera sido más fácil si hubiera habido algún indicio de despreocupación por su parte, pero no era el caso.

Apagué todas las luces del primer piso y luego subí la escalera con esfuerzo. Cada movimiento era un esfuerzo, como si algo se hubiera desconectado entre mi mente y mi cuerpo. Me fui a la cama, pero no apagué la luz, y sólo me senté en ella con la vista desenfocada mientras intentaba poner en orden mis pensamientos.

Mi método favorito para sobreponerme era concentrarme en alguna cosa secundaria hasta que me sintiera capaz de hacer frente al asunto importante. Esta vez no funcionó, porque todo mi mundo parecía ocupado por las cosas que me había dicho Wyatt. Me sentía azotada, ahogada, aplastada bajo su peso, sencillamente eran demasiadas como para asimilarlas. No podía aislar ningún pensamiento, afrontar alguna cuestión por separado, aún no, al menos.

Sonó el teléfono. ¡Wyatt!, fue mi primer pensamiento, pero no fui directa a descolgar para contestar la llamada. No estaba segura de querer hablar con él en ese preciso instante; de hecho, tenía la certeza de que no quería. No quería que enredara las cosas con una disculpa que restara importancia al problema principal que yo percibía; y eso era asumir que él consideraba que me debía una disculpa, lo cual era suponer mucho.

Cogí el inalámbrico tras el tercer timbrazo, sólo para ver si era él quien llamaba o alguna otra persona, y el identificador de llamadas mostró otra vez aquel extraño número de Denver. Dejé el teléfono sin responder la llamada. De cualquier modo, dejó de sonar después de sonar cuatro veces, momento en que se activó el contestador en el piso de abajo. Escuché, pero no oí que dejaran ningún mensaje.

Casi de inmediato volvió a sonar el teléfono. Otra vez Denver. Una vez más, dejé que saltara el contestador. Una vez más, ningún mensaje.

Cuando llegó la tercera llamada, inmediatamente después de la segunda, me harté. Era obvio que nadie hacía encuestas por teléfono después de las once, porque eso garantizaba que no contestaran a tus preguntas. No conocía personalmente a nadie que viviera en Denver, pero, claro, en el caso de que fuera un conocido, ¿por qué demonios no dejaba un mensaje?

Wyatt había dicho que el número y localización de Denver podía corresponder a alguien que utilizara una de esas tarjetas prepago, en cuyo caso supongo que podría tratarse de alguien conocido que llamaba e intentaba despertarme. Incluso había leído alguna noticia breve en un diario local sobre las tarjetas telefónicas: sus tarifas eran tan bajas que algunas personas las empleaban para sus conferencias. Tal vez no conociera a nadie en Denver, pero sí conocía a mucha gente que vivía en otros lugares, de modo que la siguiente vez que sonó el teléfono lo cogí.

Clic.

Un minuto después, sonó otra vez. El número de Denver aparecía en el visor.

Era obvio que se trataba de alguna gamberrada telefónica. Algún canalla de mierda se había enterado de que esas llamadas con tarjeta no dejaban rastro y se estaba divirtiendo. ¿Cómo iba a concentrarme en Wyatt con estas llamadas casi constantes?

Fácil. Me levanté y quité el sonido tanto del teléfono de mi dormitorio como del piso inferior. De este modo ese canalla de mierda seguiría quemando su dinero y sus minutos de crédito, y yo no me enteraría de nada.

Las llamadas eran tan irritantes que habían logrado perforar mi lánguida amargura. Ahora podía pensar, al menos lo suficiente como para saber que este problema me superaba y me impedía tomar cualquier tipo de decisión esta noche. Necesitaba pensar las cosas en profundidad, punto por punto.

Ya que escribir me ayuda a ordenar las ideas en la cabeza, cogí papel y boli y me acomodé encima de la cama con la libreta apoyada en mis rodillas levantadas. Wyatt había hecho muchas acusaciones, tanto directas como indirectas, y yo quería considerar cada una de ellas.