– ¿No vienes a sentarte?
Negué con la cabeza.
– No.
Entrecerró los ojos; aquello no le hacía gracia. La atracción sexual entre nosotros ya se notaba en toda la habitación, pese a nuestra actual… ¿era «indiferencia» una palabra demasiado fuerte? Wyatt no había tenido miramientos al aprovecharse de nuestra atracción sexual cuando intentaba conquistarme; había recurrido a todas sus armas para derribar mis defensas. El tacto es algo poderoso, y él estaba acostumbrado a tocarme -y a que yo le tocara, los dos lo hacíamos- cada vez que quisiera y como le viniera en gana.
Se levantó y sus poderosos hombros parecieron ocultar casi el resto de la habitación. Había ido a su casa y se había cambiado; llevaba puestos unos vaqueros y una camisa verde con botones en el cuello, con las mangas enrolladas sobre los antebrazos.
– Lo siento -dijo.
Se me encogió el estómago mientras esperaba a que acabara la frase y dijera «No puedo seguir con esto, no puedo casarme contigo». Mentalmente me tambaleé y estiré el brazo para apoyar la mano en la mesa, por si acaso mi cuerpo imitaba a mi mente.
Pero no dijo nada más, sólo esas dos palabras. Oí el tic tac de los pocos segundos que transcurrieron antes de que me percatara de que se estaba disculpando.
Aquello no estaba bien y fue como una bofetada en la cara. Retrocedí:
– ¡No se te ocurra disculparte! -estallé-. No si piensas que tienes razón y lo dices sólo para… apaciguarme.
Alzó las cejas con gesto de incredulidad.
– Blair, ¿alguna vez te he apaciguado?
Aquella pregunta me dejó parada, y tuve que admitir:
– Bien… nunca. -Me sentí mejor al caer en la cuenta de eso, excepto por esa pequeña diva adolescente que forma parte de mí, que querría que la apaciguaran de vez en cuando-. Entonces, ¿por qué te disculpas?
– Por herirte de esa forma.
Maldito, maldito, ¡maldito! Me aparté para no permitir que viera las lágrimas repentinas que escocían en mis ojos. Desde el principio, Wyatt había tenido una habilidad asombrosa para sortear mis defensas con la simple verdad. No quería que supiera que me había lastimado; prefería que pensara que estaba furiosa.
No me estaba diciendo que comprendía que se había equivocado al decir todas aquellas cosas anoche, sólo decía que lamentaba haberme hecho daño. Desde luego, no había dicho esas cosas para hacerme daño, no pretendía ser malicioso de forma intencionada. Wyatt no era un hombre rencoroso: decía lo que decía porque creía que era cierto. Y sí, eso era lo que hacía tanto daño.
Para dominar las lágrimas pensé a posta en algo asqueroso, como la gente que va de compras descalza. Eso funciona a las mil maravillas. Intentadlo alguna vez. Se me fueron totalmente las ganas de llorar y fui capaz de volverme hacia él con mis emociones controladas.
– Gracias por la disculpa entonces, pero no hacía falta -dije escogiendo las palabras con cuidado.
Él me estaba observando con atención, estaba concentrado en mí igual que solía concentrarse en el jugador con la pelota en juego.
– Deja de evitarme. Tenemos que hablar de esto.
Yo negué con la cabeza.
– No, no tenemos que hablar. Todavía no. Lo único que estoy pidiéndote es que lo dejes correr un poco, que me dejes pensar.
– ¿En esto? -preguntó, inclinándose para coger una libreta abierta sobre el sofá donde había estado sentado. Reconocí la libreta que había usado yo anoche, con la lista de cosas que él había dicho; y estaba segura de haberla dejado encima de la mesilla del dormitorio.
Me quedé horrorizada.
– ¿Has estado husmeando arriba? -le acusé-. ¡Esa lista es mía, no tuya! ¡La tuya está encima del mostrador! -Señalé la lista de sus transgresiones, que nadie había tocado, pues seguía tirada sin que nadie le hiciera caso. No me gustaba que supiera que anoche me había quedado obsesionada con las acusaciones que él había hecho, aunque probablemente no necesitara ver esa lista para imaginar que yo no había dormido demasiado.
– Me estás evitando -indicó con calma, sin incomodarse lo más mínimo-. De algún modo tengo que conseguir información. Y puesto que mi manera de afrontar las situaciones complicadas no consiste en huir de ellas…
La acusación era obvia. Le respondí.
– No estoy huyendo de esta situación. He intentado aclararlo todo en mi cabeza. Si quisiera eludirla, no pensaría para nada en ella. -Eso era verdad, y él lo sabía, pues yo tengo grandes dotes para eludir cosas. Lo que no dije fue que él tenía razón, que había mucho que aún no era capaz de afrontar, porque podría significar el final para Nosotros, con mayúsculas, para nosotros como pareja.
– Pero me estás evitando.
– Tengo que hacerlo. -Encontré su mirada-. No puedo pensar si estás cerca. Te conozco, sé cómo somos. Sería demasiado fácil acabar en la cama, pasar por alto esto y no resolver nada.
– ¿No puedes pensar cuando estás en el trabajo?
– Estoy ocupada cuando estoy en el trabajo. ¿Tú te pasas todo el tiempo pensando en mí cuando estás en el trabajo?
– Más de lo que debiera -dijo con expresión grave.
Que admitiera eso hizo me hizo sentir un poco mejor, pero sólo un poco.
– Hay demasiadas interrupciones en el trabajo. Necesito algún rato tranquilo, algún tiempo sola, para aclarar las cosas en mi cabeza y saber dónde me encuentro. Entonces podremos hablar.
– ¿No te parece que esto es algo que debemos aclarar juntos?
– Cuando sepa con exactitud el qué… sí.
Frustrado, se pasó la mano por la cara.
– ¿A qué te refieres…? Aquí lo pone con exactitud -dijo sosteniendo la libreta como si fuera la prueba «a» exhibida en un juicio.
Me encogí de hombros, incapaz de entrar en un desglose punto por punto, aunque probablemente era justo lo que él quería.
– Es obvio que anoche pensaste en estas cosas o no habrías escrito esta lista.
– En algunas. Bueno, las tres más obvias.
– Y has tenido toda la mañana para pensar en las otras cuatro.
Pero, bueno, ¿era yo sospechosa de un asesinato triple o qué? En cualquier minuto me enfocaría la cara con una luz.
– Da la casualidad de que he estado ocupada esta mañana. He estado con Jazz.
Su expresión cambió, se ablandó un poco. Estar con Jazz significaba que yo seguía dedicándome a nuestros planes de boda.
– ¿Y?
– Y mañana por la mañana seguiré ocupada, también. Buscando la tela para mi traje de novia y, si es posible, haciendo una visita a Monica Stevens.
– No me refiero a eso.
– Es todo lo que estoy dispuesta a contarte.
Todo este rato habíamos estado mirándonos como dos soldados enemigos: él en el salón, mientras yo seguía de pie en el comedor, separados por cuatro metros, tal vez cinco. No era distancia suficiente, porque yo podía notar el tirón de la química entre nosotros, aún veía la pasión en sus ojos, y eso significaba que estaba pensando en lanzarse a por mis huesos. Y mis huesos estaban encantados con la idea de recibir su ataque, pues, pese a todo este asunto inacabado entre nosotros, le quería.
La tentación de echarme en sus brazos y olvidar todo esto era fuerte. Me conozco a mí misma, y como conozco mi debilidad auténtica y patética en lo referente a él, aparté los ojos para romper el contacto visual. La luz roja parpadeante en la base del teléfono llamó mi atención, y fui de forma automática a apretar el botón para oír el mensaje.
Sé que estás sola.
El susurro no era casi audible, pero restregó con aspereza mis terminaciones nerviosas, me puso los pelos de punta. Retrocedí de un brinco como si el contestador fuera una culebra.
– ¿Qué pasa? -preguntó él con brusquedad, de repente a mi lado, abrazándome con firmeza. Desde donde se encontraba, no había sido capaz de oír el mensaje.
Mi primer impulso fue no decírselo, no después de haberme acusado de llamarle por cada cosa insignificante que se me cruzaba por la cabeza. El orgullo herido puede llevar a la gente a hacer cosas estúpidas. De todos modos, cuando estoy asustada, el orgullo herido puede irse al cuerno, y este asunto de que fueran siguiéndome por ahí me tenía espantada.