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Apagué las luces, me tumbé y no tardé en volver a sentarme. No era suficiente. Me levanté y encendí las luces del vestíbulo y las de la escalera. De ese modo tenía luz, pero sin que me diera directamente en los ojos. Además, si alguien se acercaba a la puerta de mi dormitorio, su silueta quedaría recortada contra la luz, pero no sería capaz de verme. Buen plan.

Empecé a sentir sueño de nuevo y me pregunté por qué no tenía una pistola. Mujer soltera que vive sola: una pistola tenía sentido. Toda mujer necesita una pistola.

Me desperté una hora después y me di media vuelta para mirar el reloj. Dos y cuarto. Todo estaba tranquilo. Comprobé una vez más el visor de identificación del teléfono; no había habido llamadas.

Debería haber ido a casa de mis padres, pensé. O a casa de Siana. Al menos entonces habría podido dormir un poco. Mañana estaría agotada todo el día.

Volví a echar un sueñecito y me desperté poco después de las tres. No se perfilaba la silueta de ninguna tarada contra la luz del pasillo. No verifiqué el teléfono, porque a esas alturas no me importaba si la zorra chiflada había llamado. Digamos que medio adormilada, intenté ponerme cómoda en la cama y me di con el paraguas en la rodilla. Tenía calor y estaba incómoda, y la luz parpadeante era un fastidio.

¿Luz parpadeante? Que se fuera la luz sí era para asustarse.

Abrí los ojos y observé el pasillo, parecía haber luz ahí; nada fuera de lo habitual, pero con toda certeza en mi habitación la luz parpadeaba.

Sólo que no había dejado ninguna luz encendida en mi dormitorio.

Me senté para observar las ventanas y, más allá de las cortinas corridas, vi unas luces rojas danzantes.

De pronto, un fuerte estrépito llegó desde abajo al mismo tiempo que algo rompía las ventanas y la alarma iniciaba sus pitidos, avisando que estaba a punto de empezar a sonar con toda estridencia.

– ¡Mierda!

Bajé de un brinco de la cama, cogí el paraguas y el cuchillo de jefe de cocina y salí como un rayo al pasillo, dónde tuve que retroceder mientras una explosión de calor y chispas ardientes ascendía a mi encuentro.

– ¡Mierda! -repetí una vez más, retirándome a la habitación y cerrando de golpe la puerta para bloquear el calor y el humo. Con retraso, la alarma inició su chillido penetrante.

Cogí el teléfono y marqué el 911, pero no sucedió nada. El servicio telefónico ya no funcionaba. Vaya con nuestro plan. ¡Tenía que salir de ahí! Asarme viva tampoco entraba en mi programa. Cogí el móvil y marqué el 911 mientras iba hasta la ventana delantera y miraba al exterior.

– Aquí la operadora de nueve uno uno de emergencias. Explíqueme la naturaleza de su emergencia.

– Mi casa está en llamas -grité, ¡Mierda! Toda la fachada delantera de la vivienda estaba envuelta en llamas-. ¡Mi dirección es tres uno siete Beacon Hills Way!

Fui corriendo a la otra ventana, la que daba al pórtico. Las llamas ya empezaban a devorar su techo inclinado, situado debajo de la ventana. ¡Mierda!

– Acabo de mandar al cuerpo de bomberos a su dirección -dijo la calmada operadora-. ¿Hay alguien más dentro de la casa con usted?

– No, estoy sola, pero es un edificio de casitas adosadas y hay cuatro unidades más. -La velocidad con que ascendían el calor y el humo era aterradora; todas mis ventanas estaban bloqueadas por el fuego. No podía bajar al piso de abajo y salir por los grandes ventanales que daban al patio porque lo que habían arrojado por las ventanas, fuera lo que fuese, por lo visto había prendido en todo el salón, y la escalera para bajar acababa justo ahí, junto a la puerta de entrada.

¡El cuarto de invitados! Sus ventanas daban a la parte de atrás, que estaba protegida por la verja de privacidad.

– ¿Puede salir y dar indicaciones al cuerpo de bomberos para que lleguen al edificio correcto? -preguntó la operadora.

– Estoy en el piso superior y toda la planta baja está en llamas, pero voy a intentarlo como en los tiempos del colegio -dije tosiendo a causa del humo-. Voy a saltar por la ventana. Cuelgo ahora.

– Por favor no cuelgue -dijo con urgencia.

– A lo mejor no lo ha entendido -le grité-. ¡Voy a saltar por la ventana! ¡No puedo hacer eso y hablar por teléfono al mismo tiempo! A los bomberos no les costará distinguir la vivienda. ¡Sólo dígales que busquen la casa de la que salen llamas por las ventanas!

Tras cerrar el móvil, lo eché al bolso y luego salí disparada hasta el baño, donde humedecí una toalla con la que me cubrí la nariz y la boca, y otra con la que me envolví la cabeza.

Todos los expertos dicen que no te molestes en coger el bolso ni ninguna otra cosa, que te limites a salir de ahí, porque cuentas con tan sólo unos segundos para hacerlo. No hice ningún caso a los expertos. No sólo cogí el gran bolso, donde llevaba la cartera y el móvil y las facturas de Sticks y Stones a nombre de Jazz -las facturas parecían algo terriblemente importante-, sino también el cuchillo de jefe de cocina y lo eché dentro. El plan era que, una vez fuera de esta trampa mortal, si había alguna zorra psicópata esperando ahí, deleitándose apoyada en un Malibu blanco, iría por ella con intención de sacarle las tripas.

Ya había llegado a la puerta del dormitorio, pero entonces me di media vuelta y me abalancé de cabeza hacia el armario. Agarré los zapatos de la boda y los puse también en el bolso. Entonces, descalza, abrí como pude la puerta del dormitorio. Con un rugido, las llamas del salón parecieron precipitarse escaleras arriba. Las chispas danzaban en el aire y el humo negro ya oscurecía el pasillo. De todos modos, sabía con exactitud dónde me encontraba y sabía con exactitud dónde estaba la puerta del otro dormitorio. Me puse a cuatro patas y, con las asas trenzadas del gran bolso colgando del hombro, me arrastré todo lo rápido que pude por el pasillo. El humo quemándome los ojos era un calvario, de modo que me limité a cerrarlos y avanzar a tientas. Supe por el tacto cuándo alcancé la puerta y me puse de rodillas para buscar el pomo. Lo encontré, lo giré y empujé hacia dentro, casi cayéndome en el interior del aire relativamente limpio del dormitorio.

Relativamente, porque el humo rebasó la puerta abierta, pero yo me apresuré a cerrarla otra vez, tosiendo mientras la maligna cosa negra bordeaba los extremos de mi toalla húmeda y penetraba a través del tamiz del tejido. Al menos no era tan denso como para no ver el rectángulo más claro de la ventana. Me arrastré hasta ella, descorrí las cortinas a un lado, busqué a tientas los pestillos…

– ¡Mecachis! -dije con aspereza al descubrir que uno de ellos no cedía-. ¡Será hijaputa! -No iba a permitir que esa zorra me quemara viva.

Me descolgué el bolso del hombro y metí la mano en su interior, y de milagro no me corté el dedo con la hoja afiladísima del cuchillo de jefe de cocina. Cogí el pesado cuchillo por el mango y empecé a golpear fuertemente con el extremo en el pestillo que se resistía.

Desde abajo llegó el estallido de más cristales haciéndose añicos con el calor. Golpeé con más fuerza, y el pestillo empezó a ceder. Dos golpes más y se abrió.

Tosiendo y respirando con dificultad, abrí de golpe la ventana doble y me eché sobre el antepecho, intentando mantenerme por debajo del humo que salía de la habitación para así poder respirar un poco de aire fresco. Me ardían los pulmones pese a la toalla mojada que me protegía la boca y la nariz.

Me pareció oír sirenas, pero podía tratarse de mi propia alarma que continuaba lanzando el pitido de alerta con toda valentía. Tal vez la alarma del vecino se hubiera disparado también. Tal vez hubieran llegado los bomberos. No sabría decir, pero no iba a esperar a ver de qué se trataba.