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– Por eso llevo el cuchillo -dije mientras la furia volvía a invadirme-. Cuando encuentre a esa zorra… -Los ojos del viejo se agrandaron aún más, y retrocedió otro poco.

– Blair, guarda el cuchillo y haz lo que te digo -ladró-. Es una orden.

– Tú no has estado en ese incendio -empecé a decir, defendiéndome con vehemencia, pero el sonido de la línea muerta me dijo que había desconectado.

¡Al cuerno Wyatt! Quería verme cara a cara con esa mujer. Cerré el teléfono, lo dejé caer en el bolso, y volví a abrirme camino entre el gentío de mirones, observando sus ropas en vez de sus rostros. Los hombres quedaban descartados de forma automática. Tal vez ella no estuviera allí, tal vez se hubiera marchado de inmediato después de arrojar por la ventana la bomba incendiaria o lo que fuera, pero había leído que los asesinos y pirómanos a menudo se quedaban rondando un rato por el lugar de los hechos, mezclándose con la multitud de mirones, para poder disfrutar del tumulto que habían ocasionado.

Alguien me tocó el brazo y me di media vuelta. El oficial DeMarius Washington estaba allí. Habíamos ido juntos al colegio, de modo que nos conocíamos desde hacía mucho tiempo.

– Blair, ¿estás bien? -me preguntó, su rostro moreno se mostraba tenso bajo la gorra de béisbol.

– Estoy bien -dije por lo que parecía enésima vez aquella anoche, aunque notaba mi voz más áspera por segundos.

– Ven conmigo -dijo, cogiéndome por el brazo, y volviendo la cabeza constantemente para mirar a su alrededor. Wyatt debía de haberse comunicado por radio para decirles que yo corría peligro. Con un suspiro, me rendí. Desengañémonos, no podía ir a la caza de una psicópata con DeMarius a mi lado, porque seguro que él impediría que yo le sacara las tripas. Los polis son así de raros.

Me alejó del gentío y me llevó hacia un coche patrulla. Intenté tener cuidado y ver dónde pisaba, porque habían caído muchos restos al suelo y yo iba descalza, pero con él tirándome del brazo, no tenía elección. Pisé algo afilado con el pie izquierdo y di un grito de dolor. DeMarios se volvió, desplazando la mano hacia su arma reglamentaria mientras recorría rápidamente el entorno con la mirada, en busca de alguna amenaza.

– ¿Qué ha sucedido? -Tuvo que medio chillar a causa del barullo que había.

– He pisado algo.

Bajó la vista y por primera vez advirtió mis pies descalzos. Dijo un «Oh, carajo» que no era muy profesional por su parte, pero, como ya he dicho, nos conocíamos desde siempre, de hecho, desde que teníamos seis años. Di otro paso y volví a gritar en cuanto mi pie tocó otra vez el suelo. Apoyándome en él, me puse a dar brincos mientras levantaba el pie para estudiarlo. Lo único que podía decir era que la planta del pie estaba oscura. Sólo Dios sabía qué había pisado.

– Agárrate -dijo DeMarius y medio me llevó, medio me empujó, hasta el coche patrulla. Tras abrir una de las puertas traseras, me dejó de lado en el asiento, con las piernas y los pies hacia fuera, y cogió la linterna de su cinturón mientras se agachaba a echar un vistazo.

La linterna reveló que mi pie estaba rojo y húmedo. Una astilla de vidrio sobresalía justo detrás de la parte anterior de la planta.

– Voy a buscar el botiquín -dijo-. Quédate sentada.

Regresó con el botiquín y una manta con la que me cubrió los hombros. No me había percatado de que tenía frío; hay algo en intentar salvar la vida que te pone a cien. Ahora el frío de primera hora de la mañana calaba mis huesos mientras descendía el nivel de adrenalina, y por primera vez fui consciente de mis brazos y hombros desnudos. Lo único que llevaba era la camiseta sin mangas habitual -sin sujetador, por supuesto-, y unos finos pantalones de pijama con cordón que colgaban bajos sobre mis caderas y dejaban ver la parte inferior de mi vientre. No es que hubiera decidido escapar de un edificio en llamas vestida así, pero no había tenido tiempo de cambiarme de ropa; apenas había logrado rescatar los zapatos de la boda.

Ahora eran los únicos zapatos que poseía.

Me ceñí la manta mientras me giraba para mirar mi hogar en llamas. La urgencia de escapar había sido prioritaria, antes que cualquier otra cosa, pero ahora me percataba de que lo había perdido todo: mi ropa, todos mis muebles, mis platos, mis utensilios de cocina, mis cosas.

De repente DeMarius pegó un silbido, y al alzar la vista vi que llamaba a un médico. Dije:

– No es más que un fragmento de vidrio. Seguramente puedo sacarlo con las uñas.

– Quédate sentada -repitió.

Por lo tanto, el médico vino y DeMarius sostuvo la linterna mientras aquel tío -que no era ni Dwayne ni Dwight- vertía antiséptico por todo mi pie y luego extraía la astilla con una par de pinzas. Pegó una gasa a la incisión, me vendó el pie con un poco de ese material arrugado autoadhesivo y dijo:

– Ahora ya está.

– Gracias -le dijo DeMarius mientras se inclinaba para meterme los pies y piernas en el coche y cerrar luego la portezuela.

Por un segundo me quedé ahí sentada, de repente tan agotada que lo único que podía hacer era desplomarme contra el respaldo, contenta de estar protegida del frío aire exterior, incapaz de absorber la enormidad absoluta del incendio y todo lo que significaba.

Observé un pequeño coche negro que se aproximaba a la entrada de las casas adosadas y se detenía cuando un agente alzaba la mano para hacerle parar; luego un rostro familiar apareció en la ventanilla que se bajaba. El agente dio un paso atrás e hizo una indicación hacia delante, y Wyatt pasó volando con mi pequeño y ágil descapotable, que aparcó sobre el césped a distancia segura del fuego. Mientras estiraba sus largas piernas y salía, busqué la manilla de la portezuela para salir a reunirme con él. De repente lo único que quería en este mundo era sentirme rodeada por sus brazos.

Mis dedos sólo encontraron una superficie lisa. Nada de manillas, ni mandos para las ventanas, nada.

Bien, listilla, esto era un coche patrulla. La idea era que quien estuviera aquí metido no pudiera salir.

Dio un golpecito en la ventanilla. DeMarius se volvió y me miró alzando las cejas.

– Déjame salir -articulé mientras indicaba en dirección a Wyatt. Se volvió y miró, y juro que una expresión de alivio atravesó su rostro. Hizo una señal a Wyatt, éste le vio -y a mí-, y mi amado le respondió con un único gesto conciso de asentimiento antes de que se diera media vuelta para alejarse.

Me quedé sin habla al darme cuenta. Wyatt se había comunicado por radio y les había dicho que me metieran en un coche patrulla y me retuvieran ahí. Qué desfachatez. ¡Que completa y absoluta desfachatez! ¿Cómo se atrevía? Vale, reconozco que había estado campando por ahí descalza, armada con un cuchillo de jefe de cocina, y buscando a la cerda que había intentado convertirme en un bichito crujiente, pero es una reacción comprensible, ¿o no? Poner la otra mejilla es una cosa, pero cuando alguien te quema la casa, ¿qué se supone que tienes que hacer? ¿Poner la otra casa? No creo.

Volví a dar unos golpecitos en la ventanilla. DeMarius no se volvió.

– ¡DeMarius Washtington! -dije con todo el vigor que pude dado que mi garganta parecía de papel de lija. No sé si me oyó, pero hizo como si no se enterara, se apartó unos pasos del coche patrulla y se volvió de espaldas.

Frustrada y furiosa, me eché hacia atrás en el asiento y, malhumorada, volví a ajustarme la manta. Pensé en llamar a Wyatt por el móvil y transmitirle un «¿De qué vas?», pero eso significaba hablar con él, y ahora mismo no estaba dispuesta a hacerlo. Tal vez no le hablara durante toda una semana.

No podía creer que hubiera dado la orden de que me encerraran en un coche patrulla. ¡Luego hablan de abuso de poder! ¿No era esto ilegal o algo? ¿Detención ilegal? Se suponía que sólo encerraban a delincuentes en la parte trasera de una de estas cosas que, ahora que lo pensaba, olía fatal. Aquel olor sí que era un verdadero delito.