Arrugué la nariz y automáticamente levanté los pies del suelo, sosteniéndolos en el aire. Dios sabe qué gérmenes había por ahí. La gente vomitaba en la parte posterior de los coches patrulla, ¿no es cierto? Estaba bastante segura de haber notado también olor a orina. Y heces. Wyatt sabía el tipo de cosas que pasaban en la parte trasera de los coches patrulla, y aun así había mandado que me metieran ahí. Su insensibilidad me dejaba pasmada. ¿Estaba pensando en casarme con este hombre, un hombre que ponía en peligro la salud de su futura esposa por un juego de poder?
Dios mío, las cosas que podía apuntar en la lista de sus transgresiones.
Como la lista me había preocupado bastante en los últimos días, pensar en resucitarla casi me alegró. Casi. Todo esto era tan horrible que ni siquiera la lista compensaba.
Di en la ventana con el lado del puño.
– DeMarius -grité o más bien grazné, mi voz estaba empeorando de tal modo que sonaba horrible-. ¡DeMarius! Te haré un budín de donuts Krispy Kreme si me dejas salir de aquí.
Por lo tensos que se pusieron sus hombros supe que me había oído.
– Sólo para ti -prometí, todo lo alto que pude.
Apenas volvió la cabeza, pero vi la mirada de agonía cuando se giró un poco hacia mí.
– Puedes escoger entre glaseado de ron, glaseado de suero de mantequilla o baño de crema de queso.
Se quedó paralizado unos segundos, luego soltó un gran suspiro y se acercó a la puerta. ¡Sí! Empecé a prepararme para salir con sumo gusto de mi apestosa prisión.
DeMarius se inclinó sobre la ventana y miró adentro con sus ojos oscuros acongojados.
– Blair -dijo lo bastante fuerte como para que yo le oyera- por mucho que adore tu budín de donuts, no me gusta tanto como para contradecir al teniente y acabar degradado. -Luego volvió la espalda y regresó a la anterior posición.
Dios, vaya. Había merecido la pena intentarlo con un soborno, pero no podía culpar a DeMarius por no aceptar.
Ya que nada podía distraerme de aquello en lo que intentaba no pensar, arreglé la manta debajo de mí, subí las rodillas sobre el asiento y me volví a mirar mi casa por la ventana posterior. Los bomberos estaban haciendo un valiente esfuerzo para impedir que el fuego se propagara a la casa adosada de al lado, pero sabía que mis vecinos como mínimo sufrirían importantes daños aunque sólo fuera por las enormes cantidades de humo y agua que les estaban cayendo encima. La furgoneta de Wyatt y el coche aparcado a su lado estaban chamuscados de tanto calor. Mientras observaba, la fachada de la casa se derrumbó con un estruendo, lanzando hacia delante una cascada ascendente de chispas como en los fuegos artificiales de Disney World.
Entonces, el repentino destello de luces iluminó un rostro: el rostro de una mujer en medio de la multitud. Vestida con una sudadera, llevaba las manos en los bolsillos y la capucha subida, rodeando holgadamente su cabeza. Primero noté la palidez de su pelo rubio, luego observé su cara. Una punzada de inquietud recorrió poco a poco mi columna. Había algo vagamente familiar en ella, como si la hubiera visto en algún lugar pero no pudiera ubicarla.
De cualquier modo, ella no estaba observando el espectáculo de fuego: miraba directamente el coche patrulla, y a mí. Y por una décima de segundo, su rostro sólo reflejó una expresión triunfal.
Era ella.
Capítulo 19
Empecé a golpear otra vez la ventana, con toda la fuerza que pude, mientras chillaba:
– ¡DeMarius! ¡DeMarius! ¡Ahí está! ¡Díselo a Wyatt! ¡Haz algo, coño, detenla!
Es decir, intentaba gritar. Él siguió de espaldas con obstinación y, aunque llegó a oír mi primer puñetazo contra la ventana, lo más probable es que no oyera nada de lo que estaba diciendo porque casi había perdido la voz. Me atraganté y empecé a toser con violencia, mientras la fuerza de los espasmos me doblaba y me lloraban los ojos.
La aspereza me provocó dolor de garganta; era como si estuviera irritada por dentro, desde la profundidad de mi nariz hasta el fondo de los pulmones. Incluso respirar dolía. Debía de haber inhalado más humo del que pensaba, pese a la toalla mojada alrededor de mi rostro. Gritar tampoco había sido de ayuda y, aparte, no me había reportado nada.
Cuando pude sentarme erguida, la busqué, busqué a la mujer que había quemado mi casa, pero ya había desaparecido. Claro que se había ido. Quería admirar su exquisito trabajo, deleitarse un poco, pero no iba a quedarse rondando por ahí.
Lágrimas de furia y dolor empezaron a surcar mi rostro. Me las sequé con rabia. No iba a permitir que esa zorra me hiciera llorar, no iba a permitir que nada de esto me hiciera llorar.
Cogí el móvil y llamé a Wyatt.
Medio esperaba que no contestara, lo cual podía enfadarme tanto que no estaba segura de que lo superara ni para cuando llegara a la jubilación… Me puse otra vez de rodillas y le busqué mientras lo escuchaba sonar. Entonces le vi…, más alto que la mayoría de hombres, con la cabeza un poco inclinada para escuchar al jefe de bomberos, que le explicaba algo a gritos en medio del ruido, le vi estirar el brazo para coger el móvil. Debía tenerlo en modo vibración, una decisión inteligente teniendo en cuenta el nivel de ruido. Dijo algo al jefe de bomberos, comprobó quién llamaba y luego lo abrió y lo sostuvo pegado a la oreja mientras se tapaba la otra con un dedo.
– ¡Ten un pongo más de paciencia! -gritó por el teléfono.
Abrí la boca para echarle la bronca, para aullarle que estaba permitiendo que ella se escapara, pero no surgió ningún sonido de mi boca. Ni siquiera un chillido.
Volví a intentarlo. Nada. Había perdido la voz por completo. Di unos toques frenéticos en el micrófono con la uña, intentando que al menos me mirara. Mecachis, era imposible que oyera ese ruidito incoherente. Frustrada e inspirada al mismo tiempo, empecé a dar golpes con el teléfono en la ventana.
Nota personaclass="underline" los móviles no son nada resistentes.
El maldito chisme se desmontó en mi mano: la tapa de la batería se soltó, la parte frontal salió volando contra el salpicadero, donde podía quedarse, tanto daba, porque no iba a hurgar precisamente por ese suelo para buscarlo. Otro pequeño admunículo electrónico se cerró también, por lo tanto, sería un esfuerzo inútil.
¡Aaaagh! Observé cómo Wyatt cerraba el teléfono y se lo enganchaba al cinturón. No miró en mi dirección ni una sola vez, pedazo de burro.
¿Qué más tenía en mi bolso? El cuchillo, por supuesto, pero rajar la tapicería no me reportaría nada y me costaría mucho, porque estoy prácticamente segura de que la ciudad no ve con buenos ojos que rajen y hagan pedazos sus coches patrulla. El cuchillo no iba a ser de ayuda. Tenía la cartera, el talonario, la barra de labios, pañuelos, bolis, mi agenda. ¡De acuerdo! Ahora la cosa iba en serio. Arranqué una página de la parte posterior de la agenda, saqué un boli y con la luz vacilante, intermitente y espectral, escribí: DILE A WYATT QUE LA ACOSADORA ÉSA ESTÁ AQUÍ. LA HE VISTO ENTRE EL GENTÍO.
Pegué la nota a la ventana y luego empecé a arrear golpes frenéticos al vidrio. Pegué y pegué, pero DeMarius, maldito cabezota, se negaba a volverse y a mirar.
Empezó a dolerme la mano. Si no fuera por el temor a sufrir otra conmoción cerebral, habría dado cabezazos contra la ventana; pero, de hecho, me sentía como si ya hubiera dado cabezazos contra la pared. Si no estuviera descalza, habría empezado a dar patadas. Había muchos «si» y todos ellos iban en mi contra.
Dejé la nota y empecé a tirar del chisme que separaba el asiento trasero del delantero en aquella jaula metálica, la división que protegía a los agentes. Era de suponer que no podía aflojarse porque, si no, seguro que mucha gente más fuerte que yo ya la habría aflojado. Esfuerzo en vano.
No había nada que pudiera hacer. Apreté la nota contra la ventana otra vez y apoyé la cabeza en el papel para sujetarlo en su sitio, cerrando los ojos mientras esperaba. Al final, alguien me dejaría salir, y entonces se enterarían todos ellos de lo burros y estúpidos que llegaban a ser.