– No vas a dormir sola -dijo con brusquedad cuando le di con el puño en el hombro y le empujé-. Esta noche no. Tendrás pesadillas.
Lo más probable era que llevara razón en eso, pero soy adulta y puedo aguantar yo sólita mis propias pesadillas. Por otra parte, creo en la conveniencia de ponerme las cosas fáciles a mí misma. Paré de dar golpes y le permití que me depositara sobre la cama tamaño gigante.
Tiró de uno de los extremos del cinturón y la condenada cosa se desató. Albornoces… nunca puedes fiarte de ellos. Estaba desnuda debajo, eso no era ninguna sorpresa; como si fuera a ponérmelo si tuviera algún pijama por allí. Wyatt retiró el albornoz y lo arrojó a un lado, luego se bajó los calzoncillos y se los quitó. Pese a mi convencimiento de que no debíamos tener relaciones hasta que hubiéramos aclarado algunas cuestiones, pese a lo cansada que yo estaba, pese al hecho de que aún estaba enfadada con él por encerrarme dentro del coche patrulla -vale, ya no estaba tan furiosa como antes-, Wyatt desnudo era una delicia para los sentidos, todo hombros amplios y musculatura, y bien dotado.
Cuando se deslizó dentro de la cama, yo tuve que hacer lo mismo para no arrojarme por instinto en sus brazos. Bostezó y estiró su musculoso brazo para apagar la lámpara, sumiendo el dormitorio en la oscuridad. Me apresuré a taparme con las mantas, porque él había seguido su costumbre habitual de poner el aire acondicionado tan bajo como para que se formara permafrost sobre cualquier tejido vivo. Acurrucada bajo la manta y con su calor corporal extendiéndose por la cama para calentarme, me puse de costado y me dormí.
Tenía razón en lo de las pesadillas. Mi subconsciente siempre se ocupaba por mí de las malas situaciones, lo cual es algo práctico. Aunque normalmente, no tenía pesadillas de verdad, sólo ese tipo de sueños vividos y perturbadores, aquella noche experimenté una pesadilla real.
No había ningún gran misterio que explicar, no había simbolismos, sólo una recreación directa de mi terror. Estaba atrapada entre el fuego y no conseguía encontrar la salida. Intentaba contener la respiración, pero el humo negro y grasiento se introducía en mi nariz y boca, en la garganta y los pulmones, y su peso sofocante me oprimía. No podía ver, no podía respirar, y el calor era cada vez más intenso, hasta que supe que eso era el fin, que las llamas estaban a punto de alcanzarme, y luego ardería…
– Blair, chis, te tengo aquí. No pasa nada. ¡Despierta!
Me tenía, como me percaté con los ojos nublados por las lágrimas. Me encontraba en sus brazos, acunada contra su cuerpo cálido, y el fantasma del fuego se desvanecía como algo irreal. La lámpara vertía su tenue luz sobre el dormitorio.
Me relajé con un suspiro, sintiéndome segura por primera vez en muchos días.
– Estoy bien -susurré. Un segundo después caí en la cuenta y le miré pestañeando-. ¡He susurrado!
– Ya te he oído. -Su boca formó una sonrisa-. La época tranquila ya ha terminado, supongo. Voy a buscarte un poco de agua; tosías un poco.
Desenredándose de las mantas y también de mí, fue al baño y regresó con un vaso de agua, que yo sorbí con cautela. Sí, tragar aún dolía. Tras beber un poco, le devolví el vaso y él lo vació de un trago mientras regresaba al baño.
Luego volvió a la cama, me cogió por las caderas y tiró de mí hasta el borde de la cama, justo sobre su voluminosa y poderosa erección.
Capítulo 24
Solté un jadeo y todo mi cuerpo experimentó una sacudida por la brusca intrusión. Me levantó e invirtió nuestras posiciones, sentándose él sobre el borde del colchón conmigo a horcajadas encima, aguantándome con los brazos mientras yo me arqueaba hacia atrás con absoluto e irresistible placer.
– ¿Recuerdas lo del sexo tántrico que querías probar? -murmuró con voz grave y sombría-. Lo he consultado. Nada de moverse… ¿cuánto tiempo crees que podrías aguantar sin moverte? -Me levantó el torso para acercarlo a su boca y lamió con fuerza mis dos pezones, convirtiéndolos en puntas erectas antes de seguir ascendiendo con sus besos hasta pegar sus labios al lado de mi cuello.
Tal vez fuera porque hacía más de una semana que no habíamos hecho el amor, tal vez porque la muerte había estado a punto de separarnos para siempre. El por qué no importaba en realidad, no cuando la sensación de nuestros cuerpos juntos y su boca sobre mi cuello se apoderaban de mí de aquel modo. No me gusta particularmente que me toquen los pechos, resulta aburrido o doloroso. Pero algo en lo que acababa de hacer, esa única y fuerte succión en cada pezón, me provocó un cosquilleo en todo el cuerpo. Y mi cuello, oh, Dios, mi cuello… que me besaran ahí siempre desataba fuegos de artificio por detrás de mis párpados.
– ¿Crees que puedo hacer que te corras sólo besándote el cuello?-susurró, antes de dar un mordisquito justo donde el cuello se une al hombro, y pasando la lengua con rapidez contra la carne atrapada. Tenía la garganta demasiado irritada como para gritar, pero podía gemir, casi, aunque sonara como un gimoteo desgarrado. Mi cuerpo se flexionó bajo la oleada de placer intenso, arqueando las caderas hacia él para retener aún más longitud del pene dentro de mí.
Apartó los dientes de mi cuello y su respiración ondeó sobre la humedad mientras hablaba.
– Eh, eh, nada de moverse. Tenemos que estar quietos.
¿Estaba loco? Dios mío, ¿cómo iba a estarme quieta? Pero la idea me tentaba y seducía. Sentirle de este modo era increíblemente erótico. Nada de embestidas, ni de lanzarse de cabeza a por el climax, sólo esto… su cuerpo duro y cálido contra mí, su pene una presencia dura y sólida presionando mi interior, la fluidez de mi cuerpo rodeándolo. Podía notar sus latidos atronadores contra mis pechos, mi propio pulso latiendo con fuerza por mi cuerpo. Me pregunté si él también podría sentir mi pulso desde dentro de mí, si su polla se sentiría rodeada y acariciada por el latir de mi sangre.
Dejé caer mi cabeza sobre su hombro y solté un jadeo contra su piel cálida y húmeda. De forma instintiva, volví la cabeza y le mordí levemente el lado del cuello, justo como había hecho él, y noté la palpitación de respuesta en su pene. Gruñó, fue un sonido áspero en la silenciosa habitación.
Mi mente quedó inundada de pensamientos, cosas que no había considerado antes cuando confeccionaba la lista de necesidades inmediatas. Mis pildoras anticonceptivas habían ardido entre las llamas esa madrugada. Había pocas posibilidades o ninguna de quedarme embarazada justo ahora, lo sabía; mi cuerpo necesitaba regresar primero al ciclo natural. Pero, de repente, el acto pareció cargado de posibilidades, tanto de poderío como de vulnerabilidad. Mi cuerpo estaba curiosamente exuberante, dotado de una mágica feminidad. Quería tener un hijo suyo, quería todo lo que nuestros cuerpos prometían.
Clavé mis uñas en sus hombros y levanté la boca lo suficiente como para morderle el lóbulo de la oreja.
– Sin pildoras anticonceptivas -le susurré al oído, las palabras eran poco más que un soplo.
Noté la respuesta en lo más profundo de mí, una flexión, una búsqueda. Me estrechó más entre sus brazos y hundió una mano en mi pelo, acunando mi cabeza mientras fundía nuestras bocas en una sola, moviendo la lengua, sondeando y conquistando. Y yo también conquistaba, tomaba su boca y su aliento, y en lo más hondo de mí apretaba y flexionaba los músculos que le retenían con fricciones y le arrastraban entre gruñidos al borde del climax.
Dejó mi boca y se lanzó casi al ataque de mi cuello, sujetando con la mano hacia atrás mi cabeza arqueada, para así por acceder sin trabas. La fiera palpitación de placer que estremeció mi cuerpo casi me lanza hasta el final, casi, pues tan cerca estuvo que el primer destello ardiente se propagó por mis terminaciones nerviosas.