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Oí el sonido fluido de un coche acelerando y me detuve, todavía cerca del bordillo. Tras un rápido vistazo, creí disponer de tiempo suficiente para cruzar sin problemas antes de que el coche se acercara, así que reanudé mi caminata sobre el asfalto.

Todo parecía normal. No presté mucha atención al coche que se acercaba; empezaba a dolerme la mano izquierda de lo que pesaban todas las bolsas de plástico que llevaba, y las distribuí mejor. De todos modos, algo -un susurro del instinto diciéndome que el sonido de aquel coche estaba demasiado próximo- me hizo alzar la vista en el momento en que pareció abalanzarse sobre mí, como si el conductor hubiera pisado a fondo el acelerador.

Me pareció un coche gigante al verlo venir directo hacia mi persona, deslumbrándome con sus faros, que me cegaron. Sólo capté la vaga impresión de una forma oscura tras el volante, gracias únicamente a las luces del aparcamiento. Había mucho espacio para que el coche me esquivara, pues no tenía necesidad de acercarse, pero lo hizo.

Me apresuré a dar un salto para apartarme y, en la milésima de segundo que vino a continuación, juro que el conductor pareció rectificar la dirección también, e ir por mí.

El pánico explotó en mi cerebro. Lo único que pude pensar -y no fue un pensamiento coherente, completo; más bien fue darse cuenta con un «¡Oh Dios mío!»- era que si el coche me daba, acabaría empotrada entre él y la furgoneta.

Adiós boda. Qué demonios. Adiós Blair.

Di un brinco. De hecho, me abalancé hacia delante. Y fue un esfuerzo heroico, digno de una campeona, permitidme que lo diga. No hay nada como pensar que estás a punto de acabar hecha puré para tener muelles en las piernas. Ni siquiera en mis tiempos de animadora en la universidad había sido capaz de un salto así.

Con un estruendo, el coche pasó tan cerca de mí que noté el calor del tubo de escape; aún estaba en el aire en ese momento, así de cerca estuve de que me atropellara. Oí el chirrido de los neumáticos, luego caí sobre el asfalto detrás de la furgoneta, y fue como si las luces se apagaran, o algo así.

Capítulo 3

No perdí el conocimiento, o al menos no por completo. El mundo no era más que una mancha oscura dando tumbos. Recuerdo la sensación abrasadora al rodar por el asfalto como si derrapara. Recuerdo pensar «¡Mis zapatos!», mientras intentaba seguir agarrando los paquetes con desesperación. Recuerdo el pitido en los oídos y el repentino sabor caliente a sangre en la boca. Y recuerdo lo que parecía una onda expansiva de dolor golpeando todo mi ser.

Luego cesó todo movimiento y me encontré echada sobre el asfalto, que seguía caliente pese a ser ya de noche, aunque no demasiado segura de dónde me encontraba o qué había sucedido. Oía sonidos, pero no distinguía qué eran o de dónde venían. Lo único que quería hacer era seguir allí tirada e intentar contener la furia de mi cuerpo al encontrarse herido. Me había hecho daño. Mi cabeza palpitaba con un horrible dolor punzante, punzante, punzante, al compás de mis latidos. Sentía calor, luego frío, y ganas de vomitar. Notaba los dolores agudos, las quemaduras, los pinchazos y punzadas; no podía aislar todas las sensaciones y darles sentido, no podía determinar la ubicación o gravedad, ni hacer nada al respecto.

Al menos no estaba muerta. Eso era un punto a favor.

Luego un pensamiento muy claro ardió en mi cerebro: «¡Esa zorra ha intentado atropellarme!»

El segundo pensamiento fue: «¡Oh, mierda, otra vez, no!»

Incluso lo dije en voz alta, y el sonido de mi voz me sorprendió; digamos que volvió a meterme bruscamente en mi cuerpo, un lugar donde, por cierto, no me apetecía estar. Casi deseé regresar a aquel estado desconectado, si no fuera porque me asustaba la idea de que el coche diera marcha atrás y regresara para darme otra pasada. Y si estaba tirada ahí en medio, tan visible, moriría atropellada. Literalmente.

Acicateada por el subidón de adrenalina provocado por el pánico, me senté y miré apresuradamente a mi alrededor. No es que fuera el mejor de mis movimientos. Bueno, tal vez lo fuera, porque tenía que asegurarme de que no iba a acabar hecha una masa grasienta en medio del pavimento, pero mi cuerpo protestó de inmediato: mi cabeza pulsó con otra enorme punzada de dolor, se me revolvió el estómago, entorné los ojos y volví a desplomarme sobre el asfalto.

Esta vez me quedé allí tumbada sin oponer resistencia, porque lo de los globos oculares entornándose era algo extraño. Seguro que alguien venía corriendo en mi ayuda en cualquier instante.

Con franqueza, empezaba a estar harta de que la gente intentara matarme. Lee mi libro anterior si no sabes de qué hablo. Me han tiroteado (la actual esposa de mi ex marido), me han cortado la guarnición del freno (mi ex marido), con el resultado de un accidente múltiple, y ahora esto. Estaba harta del dolor, estaba harta del desbarajuste que significaba para mi agenda, estaba harta, jolín, de no tener un aspecto irresistible.

Notaba el áspero pavimento bajo la mejilla. Los diversos chillidos de dolor que llegaban de las terminaciones nerviosas por todo mi cuerpo me hicieron pensar que debía de haberme dejado buenas cantidades de piel sobre el asfalto. Gracias al cielo llevaba pantalones largos, pero, la verdad, sólo el cuero consigue proteger bien la piel, de modo que sospeché que los pantalones no habrían sido de gran ayuda. Los rasponazos de un accidente de carretera son algo muy feo. Empecé a preocuparme, ¿qué aspecto tendría para la boda? ¿Cuatro semanas era tiempo suficiente para curar las heridas o tendría que invertir en algún poderoso maquillaje corporal, algo pringoso que acabaría manchando el vestido? Tal vez tuviera que renunciar a la columna de seda, sexy y sin mangas, que había imaginado, y en vez de eso llevar algo que tapara más, como un burka o una tienda; y no es que haya mucha diferencia entre ambas cosas.

Bien, por el amor de Dios, ¿dónde se había metido la gente? ¿Iban a quedarse todos en el puñetero centro comercial hasta medianoche? ¿Cuánto tendría que permanecer aquí tirada hasta que alguien me viera y viniera en mi ayuda? ¡Casi había quedado hecha papilla! Necesitaba que me prestaran de una vez un poco de interés, un poco de algo.

Me estaba indignando mucho. Hola… un cuerpo tirado en el aparcamiento, ¿y nadie se entera? Sí, era de noche, pero el aparcamiento estaba iluminado con aquellas enormes luces de sodio, y no estaba oculta entre dos coches ni nada por el estilo. Estaba… abrí los ojos e intenté orientarme.

Mi visión era borrosa, lo único que conseguía ver eran sombras negras y parches de luz que nadaban y corrían al unísono. Intenté de forma automática frotarme los ojos, pero al hacerlo sólo descubrí que mis brazos no querían obedecer, ninguno de los dos. Al final se movieron, a su pesar, pero no muy bien… estaba claro que no respondían lo bastante bien como para meterme los dedos en los ojos: podía dejarme ciega, como si ya no tuviera bastante con mi situación.

Vale, o sea, que no podía ver con exactitud dónde me encontraba. No obstante, debía de estar tirada en el extremo de la hilera de coches más próxima a las galerías, donde alguien acabaría por darse cuenta. Finalmente.

Oí el débil sonido de un motor arrancando en algún lugar; mientras no fuera un coche que pudiera atropellarme al dar marcha atrás, no era importante, pero imaginé que para darse esa circunstancia el conductor tendría que haber pasado sobre mi cuerpo para llegar hasta dicho coche, por lo tanto la perspectiva no era demasiado factible. Por otro lado, en ocasiones yo llevaba tal prisa que, de haber pisado un cuerpo mientras caminaba tal vez hubiera pensado «ya comprobaré más tarde qué era eso».

Ya tenía otra cosa de la que me preocuparme ahora: que alguien como yo me atropellara dando marcha atrás.

¿Por qué no había ningún tipo de registro del tiempo que alguien puede estar tirado en medio de un aparcamiento sin que nadie se dé cuenta? ¿Y si tenía -¡puaj!- hormigas y cosas raras andando sobre mí? Estaba sangrando. Seguro que toda clase de bichitos acudían en estos momentos arrastrándose a toda velocidad hacia mí, ansiosos por darse un festín.